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TAMBIÉN el primer episodio de la mañana de ese día crucial, cuando Ismael llevaba seis meses viviendo solo, y el domicilio de su soledad seguía siendo el familiar de la Plaza Ceranda, pues Novelda prefirió irse una temporada al piso de sus padres, que estaba vacío desde su trágico fallecimiento en un accidente de circulación, fue la constatación del mal del cuerpo con que siempre arrancaban sus jornadas.
El mal del cuerpo era la denominación eufemísti-ca con que Ismael se refería al estreñimiento. La forma de hacerlo no era inocua, como tantas otras constataciones y expresiones que usaba de manera reiterada en la denominación de sus asuntos más personales, no sólo fisiológicos, también relativos a sus costumbres, al modo de relacionarse con los demás y a la advertencia de la autocomplaciente mirada que esparcía con irónica complicidad sobre lo que en cualquier momento tenía más cerca.
En el punto de mira de Ismael, exceptuando la condolencia excesiva de sus dolores, siempre más terribles y menos compensables que los de los demás, emergía la ironía o un humor improvisado, capaz de perfilar la gracia en la observación y el comentario, lo que facilitaba las armas de su relación y procreaba la simpatía en los alrededores, como si en la naturalidad de sus palabras, tan insistentemente conmiserativas, ese humor destilara una comprensión benigna que irradiaba la correspondiente complicidad.
Eres un encantador de serpientes, le decía Novelda, pero al mago quien de veras lo conoce es quien se sabe sus trucos, el encantamiento tiene la trastienda de lo que no brilla en el escenario...
No es que Novelda hubiera llegado a sentirse la ayudante del ilusionista, tampoco Ismael ejercitaba las artes estrictas del prestidigitador, más bien al contrario: a Novelda la subyugaba la capacidad humorística de su marido, la facilidad para ganarse a la concurrencia, y en las bromas con que Ismael se sobrepasaba poniéndola a ella en una suerte de evidencia no por cariñosa menos pesada, llegaba a sentirse complacida, como si él la ganara para que el humor la contagiase y lo sintiese suyo.
El encantador de serpientes, el ilusionista, dejaba que la ayudante, si por tal quería sentirse apreciada, diera más pasos que él bajo los focos o bajo las bambalinas. El auditorio adjudicaba a Novelda lo que Ismael le había concedido y la pareja compartía esa felicidad instantánea que se suma en el halago de la diversión y las risas.
Luego, cuando acababa la función, que era una parte importante de la vida de Ismael, que no necesitaba escenarios ni pistas iluminadas, el encantador de serpientes mostraba lo que el ánimo no puede mantener con la constancia definitiva de lo que somos: mostraba el desamparo que justifica la carencia en que Ismael tanto se deleitaba, la fragilidad que tiende un resorte de melancolía para que no dejen de verte y sentir que andas en las horas bajas, necesitado de que te echen una mano, aunque no sea imprescindible que lo hagan pero que, al menos, se sepa que la necesitas.
Los días peores, las horas bajas a las que todos tenemos derecho, los momentos en que la ironía falla en el propio espejo, aunque Ismael sabía mirarse hasta en las más duras ocasiones sin que la vela se apagara por completo, discurrían en la razonable corriente de quien mantiene un espíritu poderoso, capaz de aceptar esos vaivenes irremisibles sin que se produzca el hundimiento, aunque el espíritu se contradiga con la inseguridad y, sobre todo, con la incapacidad, como si en la administración de la existencia sufriese Ismael una contradicción extrema en la que se desvanece cualquier poder bajo la línea de flotación del temor y el desaliento.