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NO tenía Ismael esa mañana la más mínima intención de subir al despacho, aunque el camino justificaba el hábito de hacerlo y lo que suponía el intento, tantas veces baldío, de su visita al Café Consorcio, donde como sucede con el comentario de las rutinas en los lugares donde nos conocen se encuentra un refrendo a lo que somos y hacemos.

Nada hay más alentador, pensaba Ismael, que esa confianza al pie de la barra que permite un entendimiento tan íntimo como desinteresado y en el que las palabras suman los sobreentendidos como cuentas de un rosario en el que nadie implora nada.

—No apriete... —aconsejó Calixto, cuando Ismael dijo que lo que le esperaba ese día convenía que le pillase ligero de equipaje—. Déjese llevar, no se contraiga. Hay ocasiones en la vida en que con la guardia baja se boxea mejor.

Le molestaba aparecer sin corbata, con el botón de la chaqueta desprendido y la camisa arrugada. Del dobladillo no quería preocuparse porque sabía de sobra que de todo ello lo único apreciable sería la falta de corbata, la molestia del dobladillo apenas provocaba la aprensión de pisarlo.

Nadie observa más de la cuenta y el exceso en sentirse examinado derivaba del malestar de una inhabilidad tan patente, pero la decisión de llamar a don Medardo, el propietario de Seguros Occidentales, y darle cualquier disculpa para no presentarse esa mañana, provenía más directamente del desánimo al que le abocaba la cita con Abril, su hija.

Y también la llamada conminatoria de aquel extraño sujeto que le venía siguiendo en los últimos meses, desde que le escribió una carta, casi desde el momento en que se formalizó la separación matrimonial, cuando Ismael acudió con Novelda a la reunión decisoria de los respectivos abogados y el acuerdo certificó la buena voluntad de las partes y la tristeza compartida ante lo que ambos considerarían una pérdida irremediable.

—Siempre hay alguien que pierde más... —había dicho el abogado de Novelda, que era muy amigo del matrimonio—. Es el que lo hace en aras del engaño, y esto lo sabes de sobra, Ismael. No has sido leal. La fidelidad no era una exigencia de vuestra felicidad, era un valor convenido, inquebrantable, propio de los cónyuges honorables.

Esa consideración le perseguía como la peor de las acusaciones. Se trataba de una reconvención que en la voz de Mirto, el abogado, adquiría la solvencia de lo que resuena en el escenario donde se representa una obra de culpabilidades domésticas, con actores que se recrean en sus palabras y hacen gala de una sinceridad retórica.

—La pierdes... —dijo después, mientras caminaba a su lado por el pasillo, como si no se resignase a soltarlo fácilmente sin terminar de decirle todo lo que se le ocurriera—. Y la pierdes porque todo lo has echado a perder, del modo más caprichoso y absurdo. La dignidad de Novelda no se corresponde con la tuya. La engañas y a todos nos tenías engañados.

Estaba en medio del escenario y era de suponer que se trataba de la última escena, las palabras del abogado, la pesadumbre moral del protagonista, el mutis justiciero con alguna frase lapidaria, y esa aparición de la heroína sorbiendo la última lágrima de su dignidad conculcada, mientras sin alzar los ojos cruzaba el escenario y también hacía el definitivo mutis.

—Sé de sobra lo que pierdo, no hace falta que nadie me lo recuerde.

—La soledad se llena de remordimiento.

—Haré de tripas corazón.

—Nunca fuiste un hombre de muchos recursos. Siempre tuviste más suerte de la merecida. No hay mujeres como Novelda y, sin embargo, el mundo está lleno de zascandiles.

La taza en los Servicios del Consorcio recondujo a Ismael a una situación distinta de la habitual.

No se trataba de la expectativa más o menos probable. La ligereza del equipaje por la que porfiaba se desvanecía en el desánimo, y en ese tiempo en que podía permanecer allí sentado el desánimo incrementaba una melancolía que poco a poco mostraba su apariencia más desconsoladora.

—Esto somos. En esto nos vemos. Así sentimos.

La figura de su padre tenía fatalmente el aspecto de una imagen destronada.

Don Arno se había encorvado con el ahínco de la viudedad con mayor insistencia que con el de la vejez.

No era la soledad del remordimiento, que a Ismael le había vaticinado aquel abogado que sobreactuaba en las tablas, se trataba del sufrimiento de la soledad y no de otra soledad que la del vacío de una eterna compañía, la de la madre de Ismael que era el testigo invisible de todas las dolencias del padre, un ángel de la guarda que amparaba sus suspiros.

—Ahora que me quedo solo, ya no hay nadie... —dijo don Arno al día siguiente del entierro, y los hijos que se habían convertido en huérfanos supieron que aquel hombre aceptaba la condición de fantasma.