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ISMAEL CIEZA no era muy propenso a que sus emociones y contradicciones fluyeran hacia fuera, al menos con ese grado de necesidad con el que algunas personas liberan la presión con el lastre de las palabras.
Lo que tenía de parlanchín pertenecía a la complacencia de un humor que desbarataba sus planes de hombre circunspecto, la ironía no del todo controlada que desmentía una apariencia de seriedad más relacionada con el aspecto físico que con el mental.
—Hablas por los codos cuando menos se espera —le recriminaba comprensiva Novelda—, dices más paridas de las necesarias y, sin embargo, cuando hay que echar un cuarto a espadas eres un ser silencioso.
—Soy un hombre que monologa sin molestar a los
demás.
—Da gusto tenerte cerca, pero sería mejor que ejercieras cuando se te necesita. Aveces tengo la impresión de que se te escapa el gas por los agujeros de la cabeza.
—¿Es que no te diviertes? No me digas que no es más agradable llegar a casa y encontrar a un tío que te guiña el ojo y te besa en la nariz que al pesado de turno con el rollo de lo que hizo y dejó de hacer... Cuando no tengo nada que decir, sonrío, no podrás echarme en cara un dolor de estómago o cuatro palabras desabridas.
—De las dolencias es mejor no hablar —concedió Novelda, jocosa—. Las quejas son graciosas porque lo más leve es lo más grave y cuando de veras estás muy malo es como si estuvieras tomando el pelo a todo el mundo, empezando por ti mismo. Con treinta y nueve de fiebre no parece lógico gritar llamando a los bomberos o exigir que venga el Notario para hacer el testamento, algo que, por cierto, no hay modo de que hagamos. Te he visto morir de un constipado, Ismael.
—Te olvidas de mi mal congénito, la herencia menos vistosa de mi padre, el recto holgazán...
Es el secreto del sumario, decía Ismael, lo que cualquier persona, sea como sea, tenga el carácter que tenga, se debe por respeto a sí misma. El secreto que nos constituye, el sumario que conforma el interior de nosotros mismos, donde de veras podemos conocernos y juzgarnos sin que nadie tenga derecho a requerir lo que no debe contarse.
—Estoy de acuerdo —corroboraba Lucio Cañada—. Y más en estos tiempos en que los sentimientos y las contradicciones íntimas no sólo se exponen a la primera de cambio, sino que se venden y malvenden como mercancía rutinaria.
—Me parece muy bien... —aseguraba Novelda—, y no tengo la intención de escarbar donde no debo pero, voy a serte sincera, en mi caso no hay actuaciones ni documentos que yo haya guardado desde que te conocí.
Nada que no diga a nadie.
Llega el momento en que ese interior recatado, insondable en el patrimonio que con el secreto concita, emerge en algún sentido o, para expresarlo mejor, sube del fondo a la superficie y de pronto, cuando menos se espera, flota en el agua como un objeto desconocido y temeroso.
—A veces vuelvo a casa... —le dijo en una ocasión Ismael a Lucio— y en la penumbra escucho lo que no veo, el rastro de algo, lo que el contenido de alguno de mis sueños más reiterados deja en los más impensables lugares del hogar conyugal, permite que lo diga así. Está el escarabajo en las baldosas de la cocina, asoman los ratones en el armario, pero lo más inexplicable es lo que me espera en el salón.
Mantengo la penumbra mientras voy por el pasillo, no doy la luz, sólo enciendo la lámpara del salón cuando llego a él. Es una lagartija que está quieta en la pared, con esa despreocupación y solvencia con que las lagartijas parecen al tiempo dormidas y ojo avizor. La contemplo con desánimo, no puedo decirte otra cosa. La veo sin la placidez del sueño, sin la complicidad que el sueño reporta a su imagen verdosa. Podría pisar al escarabajo, desalojar a los ratones, pero jamás lograría atrapar a la lagartija antes de que huyese. Lo que hago es volver a apagar la luz del salón, regresar cohibido, por no decir amedrentado, por el pasillo, volver a abrir la puerta de la calle, bajar al bar de la esquina, aguardar temeroso a que llegue Novelda, a que venga Abril o, ahora que me he quedado solo, a que cierren el bar.