LIBER AMICORUM
UNA llamada de un amigo me hizo conocer que mis amigos preparaban algo para festejar mi setenta cumpleaños, el 30 de mayo de 2010. Se excusó porque no podía verme en la fiesta.
—Yo tampoco iré —le dije, aún sin saber de qué fiesta hablaba.
Él se sorprendió:
—¿Que tú no irás? Entonces no habrá fiesta.
Esta conversación los delató. Unos amigos, José Félix Tezanos, Roberto Dorado, Guillermo Galeote, José María Benegas, Francisco Fernández Marugán, José Acosta y Rafael Delgado, habían preparado una invitación a un grupo de personas para felicitarme tomando una copa de vino juntos. Advertido por la cándida pregunta de mi interlocutor telefónico indagué y supe que serían convocados el día de mi cumpleaños, el 30 de mayo, y que con un ardid inocente me llamarían para que resultase inesperado, pero no supe nada más.
Así nos encontramos en el Círculo de Bellas Artes unos dos centenares de amigos convocados por los que organizaban el sencillo acto. Fue una sorpresa ver allí a algunos que no hubiese esperado, escuchar unas palabras elogiosas de mi amigo Oskar Lafontaine, venido para la ocasión desde Alemania con un regalo precioso, la Antología poética de Antonio Machado, con prólogo y selección de José Hierro e ilustraciones de Will Faber (Ediciones Marte, Barcelona, 1968), y lo fue sobre todo que me entregasen un liber amicorum, libro de los amigos, que leí en los posteriores días con gratitud y amenidad. Más de cien amigos escribían sobre mi persona. Lógicamente, tratándose de amigos sus textos eran afectuosos y positivos, pero esto no es óbice para que algunos de los escritos sean de magnífica calidad.
La nómina de los autores es de enorme amplitud, no puedo mencionar a todos, lo haré sí con los no españoles: dos jefes de Estado, Giorgio Napolitano (de Italia) y Heinz Fischer (de Austria); antiguos jefes de Estado y primeros ministros, Mário Soares (Portugal), Michel Rocard (Francia); vicepresidente, Sergio Ramírez (Nicaragua); intelectuales, Régis Debray, Ian Gibson, Sami Naïr, Maurizio Scaparro, Diego Valadés; profesionales, Nerio Nesi y Enrique Iglesias, y un político que no está en activo, Oskar Lafontaine.
Todos amigos personales; no estaban en el libro más que por la amistad que habíamos forjado durante años.
Agradecí la colección de testimonios, y tuve que soportar un centenar de protestas de los que hubiesen querido participar. Pero no había sido mi decisión invitar a nadie. Fue un regalo que encontré en mis manos gracias a una de las más hermosas y duraderas instituciones de la humanidad: la amistad.
Les expliqué que venía de recorrer los campos que fueron escenarios de las dos grandes guerras, del Marne a Normandía. Me había detenido muchas veces ante los cementerios que guardan los restos de tantos jóvenes muertos por la violencia en su más pura edad. He reflexionado ante las tumbas, que nos dicen «muerto con dieciocho años», con veinte, con veintidós, y pensando en la fortuna de compartir con amigos y familia una larga vida. Aunque soy consciente de lo que dice Henry Harland: «Vivir es arriesgarse a cometer errores».
Continué exponiendo mi posición personal ante la vida:
He contribuido a acordar un texto que regulara la convivencia pacífica de los españoles. He tenido responsabilidades que afectaban a muchos.
Aún me interrogo sobre si hemos fallado en crear la atmósfera moral que necesitaba el país, el gusto por el trabajo bien hecho, el compromiso con el ser más que con el tener. Porque crear una atmósfera es tan importante como las obras y los hechos.
Hace sólo unos días un personaje político me decía: «Alfonso, hemos fracasado, entramos en la Transición con una derecha mejor que la que tenemos».
¿Y con una izquierda mejor?, me pregunté yo.
¿Mi vida? No sabría enjuiciarla. Si volviera a vivir, sería menos serio, más tolerante con algunos, más implacable con otros.
Ya conocéis las pasiones que han movido mi vida: el ansia de amor, la búsqueda del conocimiento y una insoportable piedad por el dolor de los desgraciados.
Los hombres públicos acostumbran a hablar a los triunfadores, se dirigen a los más hábiles, a los vencedores, a los que tienen éxito social. No es mi opción. Pienso más en los desolados, en los más humildes, en los que tienen menos oportunidades, en los que tienen conciencia de que su vida será una lucha por la supervivencia, en los que necesitan ayuda para alcanzar algún triunfo, o necesitan consuelo para su fracaso.
Nada ha limitado mi libertad, porque no hay doctrina que valga más que la dignidad de una persona. La lucha por la dignidad de la persona supera el tradicional enfrentamiento entre el hombre de naturaleza y el hombre social, entre don Quijote y Leviatán, entre Cervantes y Hobbes. Así que he actuado con libertad, pero me he sentido formando parte de un proyecto colectivo, de un proyecto que no nacía con nuestra generación, sino que era deudor de muchos sacrificios, de muchos esfuerzos, de hombres sencillos que habían entregado su vida a una idea de perfeccionamiento, de justicia, de libertad.
Mi única posesión segura es el sentimiento de libertad interior.
En todas las ocasiones en que me han encomendado una tarea o que me la he impuesto yo mismo he tenido en cuenta el aforismo de Pascal: «Un caballero ni se encarga ni se ocupa de nada que no sepa hacer». Os resultará un poco antiguo pero es una máxima moral que yo exigiría a todos los profesionales y desde luego a los políticos.
La sabiduría de Norberto Bobbio alega de manera implacable que «nadie reniega de buen grado de su pasado, […] felices los jóvenes para quienes el pasado no existe, pero el pasado existe y cada uno lo llevará a cuestas. Es imposible empezar siempre todo desde el principio y hacer como si no hubiera pasado nada de lo que pasó». No quiero renegar, ni siquiera ocultar, mi pasado. El balance es positivo para mí. Y otra vez lo volvería a vivir si tuviera oportunidad de ello.
«Vivir y dejar vivir», una vieja máxima de la Viena de fin de siglo que yo he querido seguir.
Como diría el poeta, con los años he llegado a la solución de renunciar al mundo como voluntad y retenerlo como idea, por cuanto todo es efímero y desaparece. Pero no puedo enojarme con las rosas por marchitarse, ni con el camino porque sea corto. Acepto ambas cosas como vanas pero hermosas, transitorias pero perfectas; y no estoy menos dispuesto a disfrutarlas que a renunciar a ellas. Renunciar a ellas, quiero decir, como bienes propios, como goces individuales, como esperanzas particulares; nunca renunciaría a ellas como objetos de mi lealtad. Nunca las estimaría y las querría menos porque salieran de mi órbita, porque salieran de mi propiedad. Me basta con su contemplación.
Y siempre respeté la palabra dada. En el siglo XIX las relaciones de muchos hombres se regían por el principio del honor, la palabra dada era sagrada. En el XX el honor se esfumó, sustituido por el pudor, el abandono de un compromiso producía al menos pudor. En el nuevo siglo ni honor ni pudor, sólo quedó el descaro.
He querido ser fuerte, ni palmera cimbreante ni bambú que se dobla y se recupera, roble atento a las raíces más que a las ramas y a las flores. Alguno dirá que así me ha ido. No lo comparto. La coherencia en las ideas me permite hoy comprobar que unos y otros aprecian mi labor como útil a mi país y a mis conciudadanos. ¿Se puede imaginar fruto más dulce?
Quiero dar un mensaje de esperanza. Creo en los seres humanos, y en la amistad y en los valores públicos. Soy exigente conmigo y con los demás, pero no comparto la afición tan extendida de la autodestrucción. Y frente a la vida creo en el humanismo, en los sentimientos y la razón.