EL ESTATUTO DE CATALUÑA
LA intención de reforma de los Estatutos de Autonomía no fue una iniciativa de Rodríguez Zapatero. Los presidentes de las comunidades autónomas de Euskadi y Cataluña, Juan José Ibarretxe y Pasqual Maragall, ya habían iniciado el proceso antes del triunfo electoral de Rodríguez Zapatero, pero él lo alentó en el discurso de investidura. Aún más, en la campaña electoral que le llevaría a la presidencia, en un acto público en Barcelona cometió la grave imprudencia de anunciar que lo que decidieran en el Parlamento catalán sería aprobado por el Parlamento español. Esta promesa o compromiso lastraría posteriormente toda su participación en la disparatada elaboración de un nuevo Estatuto.
En otra ocasión (finales de julio de 2008), en que Zapatero participó en un congreso del PSC en Barcelona, el presidente de la Generalitat y primer secretario de los socialistas catalanes, José Montilla, le impactó con una frase cargada de hostilidad: «José Luis, los socialistas catalanes te queremos mucho, pero queremos más a Cataluña». No sé si Montilla era consciente de que estaba reproduciendo las palabras de Bruto, después de asesinar a César, en el drama de William Shakespeare.
Antes, en septiembre de 2001, el lendakari Ibarretxe había anunciado en Vitoria un nuevo proyecto político para Euskadi que, una vez aprobado por el Parlamento vasco, fue presentado al Congreso de los Diputados a primeros de 2005.
Para entender el desarrollo de las reformas estatutarias es preciso establecer un relato de la evolución del Estado de las Autonomías y de manera especial del papel de los socialistas en esa evolución.
Cuando en diciembre de 1977 Felipe González y quien esto escribe propusimos a Adolfo Suárez la recuperación de los Estatutos históricos de Euskadi y Cataluña, la respuesta negativa se fundamentó en la imposibilidad en aquel momento de que las Fuerzas Armadas aceptaran la recuperación de la legalidad republicana. Según narra Rodolfo Martín Villa, esta propuesta la planteó en abril de 1979 el ministro Antonio Fontán, pero tampoco prosperó.
En cualquier caso, después del referéndum andaluz urgía concretar con mayor grado de detalle la política autonómica socialista para toda España. Promovida por la secretaría de Política Autonómica del partido, mantuvimos una reunión en el hotel Monte Real de Madrid, el 24 de marzo de 1980.
Fui yo quien adelantó una idea que en cierta manera informaría la futura LOAPA, la Ley Orgánica de Armonización del Proceso Autonómico, señalando: «Lo que se precisa es una ley que delimite claramente lo que el Título VIII de la Constitución no ha hecho: el alcance del [artículo] 148 y toda la serie de ambigüedades en las competencias del Estado según el 149. Esto es lo que hay que delimitar: cuáles son las competencias exclusivas de las comunidades autónomas, cuáles exclusivas del Estado y cuáles compartidas, según propusimos los socialistas en la elaboración de la Constitución».
Así, el proceso hacia los primeros pactos o Acuerdos Autonómicos —suscritos por Leopoldo Calvo-Sotelo y Felipe González a finales de julio de 1981— estaba iniciado, incluso en su contenido, alcance y orientación, antes del final del año 1980. No fue, pues, el golpe de Estado de febrero de 1981, como muchos indican, lo que indujo a UCD y al PSOE a suscribirlos.
En mayo de 1981, la Comisión de Expertos sobre Autonomías, presidida por el profesor Eduardo García de Enterría, propuso la conveniencia de incluir en los acuerdos la aprobación de una Ley Orgánica de Ordenación del Proceso Autonómico como uno de los instrumentos para articular las propuestas que convenir, de acuerdo con lo previsto en el artículo 150.3 de la Constitución.
Ésa fue desde el principio la posición de la dirección federal del PSOE; pero también los socialistas catalanes (Ernest Lluch) y los socialistas vascos hicieron suya la defensa de la LOAPA, que consideraron necesaria no sólo para la consolidación del conjunto del Estado de las Autonomías, sino también del respectivo Estatuto.
Dos años más tarde, en agosto de 1983, la sentencia del Tribunal Constitucional sobre la LOAPA echó abajo una pieza importantísima de los Acuerdos Autonómicos, lo que dio al traste con la posibilidad de racionalizar el proceso.
El debate autonómico se reabriría con fuerza en 2001, cuando en la moción de censura del PSC al Gobierno presidido por Pujol los días 16 y 17 de octubre, en el programa del candidato alternativo, Pasqual Maragall, se añade como novedad la tramitación de un nuevo Estatuto de Autonomía, que Maragall se compromete a intentar que sea aceptado por el PSOE tal como salga del Parlamento de Cataluña. Cuatro meses después, el Comité Federal del PSOE aprueba un muy interesante documento titulado «Una ciudadanía plena», que desarrolla una completa propuesta política para «el perfeccionamiento en un sentido federal del Estado de las Autonomías». El documento en cuestión es copia prácticamente literal de otro de 1998, aprobado por el Comité Federal de marzo de aquel año.
Empieza a hablarse de reforma estatutaria. Las reformas que se proponen persiguen principalmente el objetivo de ampliar el elenco competencial de las comunidades autónomas: «No aceptamos por ello la propuesta de “cerrar definitivamente” el modelo mediante leyes o pactos que aseguren el actual reparto e impidan demandas o replanteamientos competenciales futuros». Así pues, nada de LOAPA ni pactos autonómicos. Es un cambio de política.
En marzo de 2003, Maragall presentó solemnemente en un salón del Parlamento de Cataluña el documento «Bases para la elaboración del Estatuto de Cataluña», como la aportación del PSC a la ponencia creada para la redacción del nuevo texto estatutario. Ya en el programa electoral de 1999, Maragall había planteado la reforma del Estatuto. Ahora, coincidiendo con el resto de los partidos catalanes salvo el PP, se planteaba un nuevo Estatuto; pero lo importante en esta ocasión es que ahora la reforma estatutaria se erigía en el centro de la oferta programática socialista para los comicios de otoño. «Cataluña es una nación que forma parte de la España plural reconocida por la Constitución», era uno de los contenidos destacados de aquellas «bases».
En julio de 2003 se reunieron en Madrid en una cena José Bono, Manuel Chaves, Pasqual Maragall, Juan Carlos Rodríguez Ibarra y José Luis Rodríguez Zapatero. La conversación, en aquella cena, giró en torno a cómo avanzar en la descentralización del Estado de las Autonomías para adecuarlo a las nuevas realidades de principios del siglo XXI; es decir, en hasta dónde podían ser admitidas por el PSOE las aspiraciones de Maragall sin sobrepasar el marco constitucional y sin atentar contra la solidaridad interterritorial. El debate, según la información de que se dispone, se planteó entre las posiciones de Maragall, de una parte, y las de Bono y Rodríguez Ibarra, de la otra. Chaves estaba ya en su propia carrera de reforma estatutaria, en una senda muy paralela a la catalana. Finalmente se alcanzó un compromiso, que suponía acotar el proceso de la reforma catalana dentro de unas líneas rojas que no deberían ser sobrepasadas. Ése fue el núcleo del acuerdo que luego se completaría y formalizaría en Santillana del Mar.