MEMORIA E HISTORIA
LA crueldad de la guerra civil provocó lesiones físicas y materiales muy graves, pero no menos lesiones morales que exigen un tiempo largo de maduración para lograr su curación. La prolongada dictadura que siguió a la guerra impidió un conocimiento veraz de lo sucedido. Los que vencieron proclamaron su versión parcial y sesgada, los que perdieron no tenían posibilidad de hacer público lo que vivieron. Al recuperar la democracia, jóvenes historiadores, intelectuales y políticos emprendieron una urgente tarea de investigación y difusión que desmiente de forma categórica el infundio interesado del llamado pacto de silencio.
Sin embargo, la aportación a la verdad histórica (memoria histórica se la llama hoy) no tendrá nunca punto final. Los que lo reclaman con tenacidad no quieren aceptar que la historia se va escribiendo al compás de las investigaciones que arrojan nueva luz sobre los acontecimientos. Pretender cerrar las etapas de estudio de la guerra civil es un absurdo semejante a lo que sería prohibir seguir investigando el reinado de Felipe II bajo el principio insólito de «ya lo sabemos todo».
Cuando en el año 1977 se producen las primeras elecciones libres, los elegidos para representar la soberanía popular tienen ante sí un dilema: proceder a un proceso político al franquismo (cuya consecuencia sería el aplazamiento de la normalidad democrática) o construir una democracia libre mediante la elaboración de una Constitución que signifique la ruptura con el régimen anterior (cuya consecuencia sería el aplazamiento del proceso político al franquismo). Como es bien sabido fue ésta la opción tomada.
Pasados veinticinco años comenzó el proceso político al franquismo propiciado por los jóvenes, por la generación de los nietos de las víctimas de la guerra. La polémica se polariza cuando los sectores conservadores se niegan al conocimiento del pasado bajo el argumento de que supondría abrir las heridas de la confrontación histórica. La justificación del conocimiento y difusión de la realidad del pasado se basa en el argumento contrario: sólo conociendo el pasado podrán cicatrizar las heridas.
Los conservadores apoyaron una moción de condena de la dictadura en noviembre de 2002 (veinticinco años después de la recuperación democrática), pero interpretaron que con aquella condena se terminaba el asunto de la guerra y la dictadura.
Paralelamente, familiares de fusilados durante la guerra, abandonados en fosas anónimas en campos y cunetas, comenzaron la búsqueda de los restos de sus padres, tíos, abuelos y hermanos, noble gesto para reencontrarse con un pasado que sufrió una ruptura violenta en aquellos años treinta.
La memoria de las víctimas ¿puede desvirtuar la verdad histórica de los hechos? La historia es conocimiento de lo que sucedió, es ordenar, investigar los acontecimientos; la memoria es conocimiento y es también sentimiento. La memoria de cada uno aporta un componente vital para entender la historia, nos proporciona el dato fundamental de cómo vivieron los hechos los protagonistas, las víctimas de la violencia.
Historia y memoria no representan lo mismo, se complementan. Como afirma de manera definitiva Reyes Mate: «A diferencia de la justicia de la historia, que se sustancia en una explicación de los hechos, la justicia memorial no puede descansar mientras haya una injusticia no reparada».
El problema se ha hecho más complejo cuando se pretende no el respeto de la memoria de cada una de las víctimas, sino la creación de una «memoria histórica», única, petrificada, ajena a la memoria de cada cual.
Fue Elias Canetti quien nos advirtió sabiamente: «Me inclino ante el recuerdo, ante el recuerdo de cada ser humano. Quiero dejarlo tan intacto como le pertenece al hombre que existe para bien de su libertad, y no oculto mi aversión para quienes se permiten someterlo a prolongadas intervenciones quirúrgicas hasta igualarlo al recuerdo de todos los demás».
Y es que algunos en España pretenden organizar la memoria de las víctimas, intentan una versión única de lo que deben recordar. Jorge M. Reverte distingue entre el lícito recuerdo de quienes quieren recuperar los cuerpos y la dignidad de sus muertos en la guerra con el abusivo intento —para él y para mí— de cambiar lo sucedido para que sirva a intereses nuevos. Se refiere Martínez Reverte al propósito de algunos que, amparándose en «las más justas reclamaciones de perjudicados por el franquismo», pretenden poner en crisis la legitimidad del sistema democrático en que vivimos por el método de falsear el proceso de Transición política. Y todo ello basándose en la necesidad de construir una memoria histórica.
Cuando, en 2006, el Gobierno de Rodríguez Zapatero y María Teresa Fernández de la Vega anunció la presentación de una ley de la memoria histórica (no tuvo ese nombre sino el de «Ley por la que se reconocen y amplían derechos y se establecen medidas a favor de quienes padecieron persecución o violencia durante la guerra civil y la dictadura»), ofrecí mi opinión: para llevar a cabo todas las medidas que se pretendían que contemplase la ley no era necesario ese instrumento, bastaba con decretos del Gobierno, y en algunos casos con órdenes ministeriales. A favor de mi tesis contaba con que las disposiciones que tomase el Gobierno tendrían la valoración positiva de los afectados y su apoyo; por el contrario, el debate de la ley pondría en la agenda política un proceso contradictorio en la opinión pública que no dejaría satisfecho a nadie, unos por pensar que se estaba favoreciendo una vuelta a los problemas del pasado, otros por considerar insuficiente cualquier medida que contemplara la ley.
Se optó por abrir la discusión global sobre la memoria histórica, lo que garantizaba dejar abierto el debate. Es consecuencia de la democracia mediática que se ha implantado en todos los países. Más importante que los efectos de lo que se hace es el impacto en los medios de comunicación. A mi parecer las transformaciones sociales adoptadas sin levantar un excesivo ruido mediático son asumidas sin protestar cuando más tarde gobierne un partido conservador. Si se hacen cambios apelando a grandes exaltaciones en los periódicos, en cuanto un Gobierno de otro signo tiene la oportunidad se siente obligado a retroceder en los avances logrados.
Es la servidumbre de un sistema que está más atento a la formación de una opinión pública favorable al poder que a satisfacer las aspiraciones de los ciudadanos. Es la democracia que vive pendiente de la opinión que se refleja en los medios de comunicación y en las empresas que testan mediante las encuestas la opinión de los electores.