MÉXICO Y ESPAÑA
DURANTE gran parte de mi vida, México ha sido para mí un país idealizado y un territorio ignoto. Mi madre sentía una pasión ingobernable por todo lo que se relacionara con México. La música, el cine, las noticias del gran país americano provocaban un entusiasmo extraordinario en ella, sentimiento muy extendido entre las familias de mi entorno. Mi madre siempre deseó visitar México, pero las circunstancias económicas convertían el viaje en un sueño. Cada vez que yo tuve oportunidad de viajar a México, cada vez que fui invitado a participar en algún acto o reunión, me asaltaba una especie de remordimiento, no tenía yo derecho a disfrutar de lo que tanto ansió mi madre.
Pero se presentó una ocasión en la que era muy difícil seguir negándome a visitar ese país extraordinario. En 1985, la ciudad de México sufrió un catastrófico terremoto que causó muchos muertos y destrozos en la arquitectura de la ciudad. Recibí entonces una invitación que era más un ruego. El terremoto había reducido hasta casi la anulación las visitas turísticas al país. La responsable de turismo pretendía que con visitas de personas conocidas, gobernantes, artistas, quedase claro que no había peligro que temer para los turistas. No pude negar mi colaboración. Viajé a México, me enamoró su cultura popular, las costumbres, los olores, la artesanía, la potencia universitaria, el patrimonio, el culto a la amistad, y pude comprobar las lancinantes diferencias sociales.
Una vez roto el hechizo que me impedía visitarlo, ya he repetido las estancias en México.
En la primavera de 2005 agrupé algunos de los compromisos que tenía contraídos y pasé unos días en Ciudad de México. Inauguré una exposición; pronuncié una conferencia; di una rueda de prensa; me reuní con investigadores del Colegio de México; pasé una deliciosa noche en el Ateneo Español con los «niños de Morelia»; conversé largamente en casa de mi amigo Diego Valadés, uno de los más inteligentes y grandes conocedores del derecho y de la realidad de México; almorcé en casa de Diego con Santiago Creel, secretario de Gobernación y candidato in pectore a la presidencia (que no lo fue); asistí en la UNAM, la gran universidad de México, a un encuentro con el rector y prestigiosas figuras del exilio español; visité la zona arqueológica de Teotihuacan, y disfruté de una cena con Gabriel García Márquez y Carlos Fuentes con sus esposas, Mercedes y Silvia, y el filósofo Ramón Xirau.
Con tan buenos conversadores es fácil comprender que habláramos de todos los asuntos que pueden interesar a unos intelectuales tan al tanto de la actualidad, pero el tema que protagonizó la velada fue el libro magno de Cervantes. Se cumplía el cuarto centenario de la aparición de la primera parte del Quijote, lo que propició que el hidalgo y sus andanzas protagonizaran nuestra conversación.
Los dos grandes escritores conocían bien la obra, Gabo estaba ocupado y divertido en su relectura. Una conversación inolvidable por los comentarios, los análisis y especialmente por las relaciones que establecían entre la obra de Cervantes y toda la literatura posterior. Dos mentes creativas lanzando sugerencias sin límite, arte alrededor de una mesa entre amigos admirados.