LA REFORMA DE LA LEY ELECTORAL

EN el debate que siguió al discurso de investidura del candidato a la presidencia del Gobierno Rodríguez Zapatero, en 2008, el representante de Izquierda Unida (IU), Gaspar Llamazares, planteó al aspirante si pensaba promover una reforma de la ley electoral, que según él representaba «un escándalo y un fraude a la democracia parlamentaria». Su fuerza política llevaba cuatro años culpando a la ley electoral de sus pésimos resultados en 2004. En el mismo sentido se pronunció reiteradamente la dirigente de Unión Progreso y Democracia (UPyD), Rosa Díez.

El candidato a la presidencia contestó comprometiéndose «a constituir con carácter inmediato una ponencia en la Comisión Constitucional para abordar y evaluar todo lo que afecta a la ley electoral».

De resultas de aquel compromiso se constituyó una subcomisión para estudiar la reforma electoral y fui elegido presidente de ella. Tuve conciencia de la dificultad de la tarea. Una ley electoral no se reforma si no hay un amplio consenso, y sabía que las pretensiones de los partidos que habían impulsado la creación de la subcomisión chocarían con las ideas de la mayoría de la Cámara.

Manifesté al Gobierno mi preocupación por la dificultad de avanzar en el sentido al que apuntaba atender las propuestas de los grupos que se sentían perjudicados por la ley electoral. Desde el Gobierno me tranquilizaron, pues habían pedido un informe al Consejo de Estado y no dudaban de que éste apoyaría con argumentos jurídicos la validez del sistema. Pero no fue el caso. El Consejo de Estado, contradiciendo el habitual rigor de sus estudios como el que poco antes había elaborado sobre la reforma de la Constitución, se basó en los textos de unos profesores universitarios que ya antes habían publicado sus propuestas bajo influencia de las tesis de Izquierda Unida. El asunto se complicaba, pues los grupos minoritarios contaban desde aquel momento con un instrumento jurídico que venía más o menos a avalar sus propuestas.

En la primera reunión de la subcomisión, en la que estaban representados todos los Grupos Parlamentarios, se estableció el procedimiento que habíamos de seguir: les pedí a todos que presentaran por escrito las modificaciones que promovían y que lo hicieran artículo por artículo de la ley. Recibidas las proposiciones era fácil comprobar que se dividían en dos clases: las que pretendían la mejora técnica y facilitar la limpieza de la votación, y las que demandaban un cambio radical del sistema electoral. Las enormes diferencias se agravaban por cuanto la segunda actitud sólo se planteaba por un pequeño número de diputados. Ya se podía adivinar cómo sería el final de los trabajos de la comisión. Habría un gran apoyo a las modificaciones que mejorasen la práctica de la votación, los procedimientos de recursos y otras formulaciones técnicas, y un exiguo respaldo a la transformación del sistema electoral.

El sistema electoral es un asunto del que se habla mucho y se estudia poco, lo que crea una miríada de mitos que no responden a la realidad. Los miembros de IU y sus compañeros de viaje habían logrado colocar en la prensa la idea de una supuesta injusticia con su formación política sobre la base de que un número enorme de votos (803.000) que había recibido la coalición no habían servido para obtener escaños. La cifra es cierta, pero olvidaban deliberadamente que, en la misma elección de 2008, el PSOE había contado con 2.134.000 votos que no habían sido útiles para obtener escaños. A aquel argumento se sumó UPyD, formación cuyos votos de restos que no sirvieron para obtener escaños eran sólo 65.000.

Un sistema como el vigente, que ha regulado ya once procesos electorales para la elección de diputados y senadores, y que ha posibilitado cuatro alternancias de mayorías gubernamentales (1982, 1996, 2004 y 2011) sin que la estabilidad ni la gobernabilidad se resintieran, así como la conformación de cinco mayorías absolutas y seis minorías mayoritarias sin que afectase a la continuidad y estabilidad del sistema, no es desdeñable.

Los programas electorales de la práctica totalidad de los partidos habían incluido ya en más de una ocasión diferentes propuestas de reforma del sistema electoral, en general, y de la ley electoral de 1985 en particular.

En todo sistema electoral se proyecta con carácter general una triple exigencia que recae sobre la propia funcionalidad de las elecciones en los contextos democráticos: las elecciones deben generar unos efectos derivados de la función de representación; unos efectos que satisfagan la función de gobierno o de gobernabilidad y, por último, deben aportar al conjunto del sistema político las dosis necesarias de legitimidad sobre el principio democrático de la voluntad popular o del nexo entre la manifestación de las preferencias políticas expresadas por el censo electoral a través del sufragio y la representación parlamentaria y el Gobierno deducido de ella.

En cuanto a la intención de lograr una representación más proporcionada a los votos expresados, que a su vez no incida sustancialmente sobre los rendimientos de gobernabilidad del sistema, hay que saber que sólo podría tener lugar con la ampliación del Congreso al límite de los 400 diputados y con el establecimiento de un segundo reparto de los restos no asignados en una primera distribución de los 350 diputados. Las otras posibilidades, incremento a 400 diputados pero con el sistema de reparto actual, baja del mínimo por provincias, no introducirían variaciones sustantivas ni efectos significativos sobre los actuales índices de desproporcionalidad que nuestro sistema genera.

En todo caso, la mayoría de los diputados optó por no proceder a cambios en el sistema electoral. Sí modificó el procedimiento de votación de los españoles inscritos en el Censo de Residentes Ausentes, para entendernos, los «emigrantes» españoles en otros países. Inicialmente se pretendió eliminar el derecho de votos de los residentes ausentes, pero tras una reunión con la vicepresidenta y otros ministros, se logró reducir la anulación al derecho a votar en las elecciones municipales. En todo caso se impuso el voto «rogado», el elector debe comunicar su deseo de recibir las papeletas de voto. La medida perjudicaba las expectativas electorales del PSOE —los votantes del exterior siempre dan unos resultados mejores para el PSOE que los de los votantes del interior—, por lo que fueron muchos los sorprendidos por tal decisión de la dirección del PSOE.

En definitiva, la subcomisión terminó sus trabajos con un apoyo muy mayoritario de la Cámara, casi el 90 por ciento de los diputados, pero con la reiteración de las protestas de IU y UPyD.

Una página difícil de arrancar
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