LA REVESA

FUE en el viaje a Australia cuando tuve la seguridad de que la hostilidad de un sector del Gobierno no cesaría y sobre todo la conciencia de que Felipe González había optado por sumarse a la confrontación.

Mi participación en la Conferencia de Líderes de la Internacional Socialista de Sídney había sido acordada con anterioridad, pero la inminencia de una crisis amplia de Gobierno me hizo pensar en la conveniencia de que me sustituyese algún otro en el viaje, pues convendría que la dirección del partido apoyase sin fisuras al nuevo Gobierno. Cuando le expliqué la razón para no viajar a Australia, Felipe me contestó que no era necesaria mi presencia, dado que la nueva composición del Ejecutivo había quedado cerrada en nuestra conversación del 8 de enero, cuando le presenté mi dimisión. En efecto, tras una afectuosa conversación Felipe me invitó a preparar la composición del nuevo Gobierno, como habíamos hecho otras veces. Le argumenté que, al estar en ese momento abandonando mi puesto en el Ejecutivo, no parecía adecuado que participara en la remodelación ministerial. Él me insistió: lo quiero hacer contigo, como siempre lo hemos hecho. Ante esta actitud acepté colaborar con él, consciente de que mi participación se limitaría a opinar, dejando toda la decisión en manos del presidente, que es quien tiene la facultad de remodelar el Gobierno. Así lo hicimos y al final dejamos totalmente cerrado el nuevo Gobierno con el compromiso de mantenerlo en secreto hasta que el presidente creyese llegado el momento de hacerlo público.

Por ello, cuando Felipe me tranquilizó para que hiciera el viaje a Sídney, puesto que el Gobierno estaba confeccionado con el acuerdo de los dos, no dudé más y preparé el viaje.

Un largo viaje con escala en Indonesia, en la isla de Bali. Aproveché para visitar la isla y quedé deslumbrado por la belleza de la naturaleza, que transmitía un sentimiento de paz interior muy espiritual. Los balineses son amables, muy tranquilos, dedicados al arte y los oficios artesanos, y muy religiosos: cinco veces al día depositan un cestillo de comida en el altar que todos levantan en su hogar. También están muy apegados a tradiciones y supersticiones. En el hotel, español, me explicaron que contaban con un brujo contratado, en nómina, para ahuyentar las tormentas. Y la palabra del brujo era ley para todos, era frecuente que ordenase apagar todas las luces del hotel durante una noche completa y la dirección desconectaba la electricidad y proporcionaba a los turistas unas bujías aromáticas.

Me habían hablado de un artista surrealista español residente en Bali desde hacía años al que consideraban el Dalí indonesio. Su figura estaba rodeada de un halo místico misterioso que me impulsaba a conocerle. Vivía aislado en una inmensa mansión en la montaña, rodeada de plantaciones de arroz en luminosas terrazas verdes. Me recibió en un gran salón repleto de sillones de grueso bambú, tapizado por infinidad de pequeñas alfombras, sentado sobre un bajo y rococó trono, rodeado de hermosas flores exóticas y atendido por un auténtico ejército de bellas adolescentes balinesas que se mostraban solícitas en extremo.

Su nombre era Antonio Blanco y había desembarcado en Bali en 1952 atraído por la descripción de la isla que había leído en Las islas del paraíso, del pintor mexicano Miguel Covarrubias. Allí se enamoró de la belleza de la isla y de una bailarina balinesa de legong llamada Ni Rondji con la que se casó y tuvo un hijo y tres hijas de belleza excepcional. El personaje, además de ser un pintor más que notable, se convirtió en un mito tras la estela de Salvador Dalí que dio incluso motivo para una serie de la televisión indonesia llamada El ardiente amor de Antonio Blanco.

La visita me transportó a un mundo literario, de novela de aventuras, haciéndome comprender que nos habituamos a unos límites estrechos de nuestra mente, cuando, como dijo William Shakespeare, «hay más cosas entre el cielo y la tierra, Horacio, que las que sospecha tu filosofía».

Llegados a Sídney participé en la Conferencia de Líderes con intervenciones en favor de una solución pacífica a las aspiraciones de independencia de las repúblicas bálticas, con críticas a «los que acusan a Mijaíl Gorbachov de ser abanderado de posiciones antidemocráticas, que deberían tener la gallardía de reconocer que ha sido precisamente la perestroika de Gorbachov la que ha permitido expresar libremente sus aspiraciones».

Intervine también acerca de la situación en el golfo Pérsico y sobre el futuro de Oriente Medio y defendí con entusiasmo la conveniencia de celebrar una Conferencia Internacional de Paz con todos los países implicados en el conflicto, incluida la Organización para la Liberación de Palestina. Unos meses más tarde la Conferencia tendría lugar en Madrid.

Descansaba en el hotel cuando sonó el teléfono en la madrugada. Txiki Benegas tenía urgencia en hablar conmigo. Me explicó que el presidente del Gobierno le había convocado para ofrecerle formar parte del Ejecutivo como ministro de Presidencia, incluyendo las competencias de Administraciones Públicas. Dada la situación creada con mi dimisión, Txiki deseaba conocer mi opinión sobre si debía aceptar o no.

Mi respuesta fue clara y sin admitir discusión. Le agradecí su confianza y su muestra de afecto, y le expliqué que en la vida tenemos muy pocas ocasiones de actuar como adultos. Nuestra infancia nos hace dependientes de los padres, de los hermanos mayores cuando existen; en la juventud nos influyen los maestros, los amigos, los compañeros, lo que nos hace adoptar posiciones en la vida cuotidiana que son bastante deudoras de lo que vemos u oímos en los demás. Pero llega un momento en la vida en el que debemos actuar como adultos, en el que nos quedamos solos ante una decisión. Éste es tu momento, le dije a Txiki, no busques que nadie te empuje o te frene, es tu decisión, hoy te has de comportar como un adulto absoluto. No hablamos más de su caso, sólo le dije que me alegraba de que Felipe reconociera su capacidad, aunque no lo había mostrado en una conversación que había tenido con él acerca del nuevo Gobierno. Entonces Txiki me expuso el equipo que Felipe tenía previsto para el nuevo Gobierno. Le aseguró que ya lo había hablado conmigo. ¡Era radicalmente diferente del que habíamos «pactado» en enero! Comprendí que la propuesta que hacía a Txiki era una maniobra doble: se ha ido Guerra, pero los guerristas están con Felipe; y dejaba vacante la secretaría de Organización, pieza clave para dominar el partido si así se quiere actuar. El sustituto para ocupar la responsabilidad de Organización también estaba previsto: Joaquín Almunia. No le comuniqué a Txiki estos pensamientos porque no quería que pudieran influir en su decisión de aceptar o rechazar ir al Gobierno, pero es bien seguro que él lo comprendía todo con claridad. Txiki rechazó la oferta después de tres reuniones en el Palacio de la Moncloa para convencerle de que aceptara. Siempre tuve un magnífico parecer de Benegas, aquel acto de afirmación personal ante lo que creía una operación política no confesada aún agrandó más su figura para mí.

Llamé al presidente del Gobierno. Mantuvimos una larga conversación poco grata, incómoda, sin las claves que dan los detalles que puedes apreciar en los gestos, en la expresión corporal. Él en Madrid, yo en Sídney. Sólo teníamos las palabras y la argumentación. Se encerró en una actitud cínica, contestaba afirmativamente a mi constatación de los hechos y por toda explicación argüía que lo que hacía era lo mejor para todos. Mi planteamiento no ponía en causa su atribución personal para nombrar a su Gobierno; mi reproche conducía a la evidencia de que había defraudado mi confianza. Le recordé mi resistencia a «armar» un Gobierno entre los dos cuando ya había yo decidido mi salida de éste y cómo él se empeñó en que lo debatiéramos, cómo más tarde me insistió en que hiciera el viaje a Australia, dado que ya habíamos cerrado el Gobierno. Haber cambiado ahora la composición respecto a lo «pactado» era de su competencia, pero evidenciaba un engaño, una trampa urdida sin que existiera motivo alguno que la justificara. Ratificó lo que le decía justificando algunos cambios por las exigencias del ministro de Economía, Carlos Solchaga. Intenté hacerle reflexionar acerca de la pérdida de autonomía personal que suponía que se viera obligado a aceptar las exigencias de un miembro del Gabinete a la hora de hacer una remodelación. Me respondió que era consciente, pero que creía que era lo mejor para todos. Esta única explicación se convirtió en una suerte de muletilla que repetía tras cada uno de los argumentos que yo exponía.

Por primera vez me sentí engañado por Felipe González. Recordé un término que años antes me había impactado en la lectura de la Historia de la vida del Buscón llamado Don Pablos, de Francisco de Quevedo. En el capítulo X advierte de la precaución con que debe andar en Sevilla, donde intenta embarcarse para las Indias. «No quiero darte luz de más cosas, éstas bastan para saber que has de vivir con cautela, pues es cierto que son infinitas las maulas que te callo. “Dar muerte” llaman quitar el dinero, y con propiedad; “revesa” llaman la treta contra el amigo, que de puro revesado no la entiende». (La cursiva es mía.) Quise saber el significado exacto de la palabra «revesa» y consulté los diccionarios: «Arte o astucia del que engaña a otro que se fía de él». Así me sentía yo, mi confianza en Felipe era total, él había maniobrado para alejarme del momento en el que tomase una decisión que creía que sería de mi desagrado. Nunca había yo intentado inmiscuirme en lo que era su decisión, pero si él me había invitado a participar, me había incitado a viajar lejos tras el compromiso suyo, voluntario, de un Gobierno «cerrado», ¿a qué tal señuelo?

Sólo unos días antes yo había defendido la continuidad de Felipe González como líder socialista. Durante el VI Congreso de los socialistas vascos en Vitoria, en mi discurso sostuve lo siguiente:

Los poderes conservadores, la derecha social y económica, han llegado a la conclusión de que optar por el PP es consolidar en el poder al Partido Socialista y han concebido la estrategia de intentar cambiar la identidad del Partido Socialista. Pretenden que el partido cambie, que se transforme en otro partido, más cercano a sus posiciones.

Así, grupos de presión importantes, del mundo financiero, empresarial o de la comunicación buscan aliados dentro del Partido Socialista que les ayuden a cambiar las señas de identidad del partido, haciéndole girar a la derecha.

Desde fuera del partido se practica la polución informativa, llegando incluso a extender rumores de sucesión de Felipe González. Y pretenden colocar en la parrilla de salida a los que consideran sus favoritos, sus sucesores.

Se equivocan. Los candidatos entre los socialistas los elige democráticamente el partido. Y el partido ya tiene elegido su candidato por mucho tiempo. El partido elige a Felipe González, a él apoyan los militantes.

Estas palabras fueron pronunciadas el 22 de febrero de 1991. La conversación Madrid-Sídney tuvo lugar en la noche del 8 de marzo. ¿Cómo podía sentirme yo?

Fue un trago amargo. Sentir que la argucia es empleada por quien fue siempre respetado y querido es una prueba angustiosa que te empuja hacia nuevos posicionamientos, hacia el reconocimiento de lo evidente. Resistí, concluí que el proyecto histórico era más importante que la afrenta a la amistad y a los años de trabajo parejo.

Tras una noche tensa decidí pasear por el parque natural donde habitan los koalas. Rodeado de una naturaleza feraz y sutil a un tiempo cavilé sobre la posición que debía adoptar. Volví al trabajo, a discursos, negociaciones para redactar los acuerdos, entrevistas, promesas recíprocas de colaboración futura y, por la tarde, a la recepción en la Sydney Opera House, uno de los edificios más famosos y distintivos del siglo XX, con sus reconocibles bóvedas en forma de concha. La Orquesta de la Casa de la Ópera nos obsequió con un concierto. No logro recordar la pieza que escuché. Mi espíritu y mi mente estaban, es bien claro, en otro lugar, en otros asuntos.

Después de contemplar de mil maneras el abismo que se anunciaba entre las posiciones mantenidas por unos y otros en el partido, me juramenté conmigo mismo en una actitud que no favoreciera nunca la división del partido. Sobre mi conciencia cargaba la presión de las consecuencias de la guerra civil. Pertenezco a una generación que no vivió la guerra, pero que siempre tuvo ante sí la cruel confrontación entre españoles. Mis relaciones con los vencidos y con los vencedores más mis múltiples lecturas de protagonistas e historiadores me habían confirmado que la guerra la tuvieron perdida los republicanos desde su comienzo; y ello por la ayuda externa del fascismo italiano y del nacionalsocialismo alemán a las tropas sublevadas, y por la retracción de las democracias occidentales (Inglaterra sobre todo, Francia y Estados Unidos) con su política de no intervención que impidió que ayudaran al Gobierno legítimo de la República mientras permitían la actuación directa de italianos y alemanes. Esa firme convicción no me cegaba, sin embargo, hasta negar que la división interna de los socialistas había empeorado la situación de los efectivos republicanos. De la guerra, el socialismo salió aún más dividido y en mis años juveniles hube de soportar de continuo las descalificaciones de unos y otros. Me afinqué, pues, en una posición firme de no levantar más bandera dentro del socialismo que la de ayudar a que el partido no sufriera una transformación que lo hiciera irreconocible, convertido en un partido liberal o radical, pero con la precaución de que las legítimas luchas de posiciones no desembocasen nunca en un partido dividido con confrontación de posiciones que llevase al odio o el menosprecio de unos compañeros hacia otros; adversarios por estrategias diferentes sí, enemigos no, pues significaría debilitar a la organización hasta llevarla a la irrelevancia o la inacción.

Con tal convicción regresé a España, y la he mantenido en los últimos veinte años, lo que me ha llevado a soportar casi cada día la presión de muchos para erigirme en un «referente» contra la dirección del PSOE. La he soslayado, no sin dificultad. He mantenido un torneo continuo conmigo mismo: ¿cómo vislumbrar el punto en el que una política de responsabilidad se puede convertir en una actitud irresponsable?

Cuando no actuamos contra un hecho o una estructura que nos parece perjudicial, y lo hacemos por un sentimiento de responsabilidad, porque creemos —metafóricamente— que sería peor el remedio que la enfermedad, ¿llega un momento en el que la inacción «responsable» se transforma en un acto de irresponsabilidad? ¿Es más clara la culpabilidad de un fracaso cuando está originado por una acción, por una iniciativa, que por la omisión de ésta? No tengo claridad suficiente. Los seres humanos buscan un mecanismo de exculpación para eludir el peso de la culpa, pero no aparece limpiamente si cuenta más el error por lo que hacemos que por lo que dejamos de hacer. Reflexiones de semejante porte me llevaron en Sídney a concluir que la evidente estrategia urdida contra lo que pudiera yo representar no sería contestada con la facción, bando o clan.

He debido, por aquella decisión, resistir durante veinte años el empuje de los que deseaban que encabezase una facción en el socialismo; la presión me ha venido de los que compartían posición conmigo y sobre todo de los contrarios y del periódico del régimen social liberal, deseosos de poder cargar sobre mí la acusación de traición. Han debido de morderse los puños en muchas ocasiones, pues nunca caí en la trampa que ponían a mi paso. ¿Me he equivocado? No lo sé, sólo me tranquiliza pensar que todos mis actos y mis omisiones han estado guiados por la nobleza de espíritu.

En diferentes épocas, en distintas circunstancias, de los que apoyaban una salida del impasse en el que se debatía el partido, contrariados por algunas decisiones del Gobierno, fueron muchos los que me empujaron a presentar una batalla directa, encabezando una alternativa orgánica contra Felipe González. Eran los que se consideraban guerristas y algunos otros que sin serlo habían llegado a la conclusión de que era preciso cambiar el rumbo del Gobierno y del partido. Desde las filas «renovadoras», se me retaba continuamente exigiéndome que si tenía una alternativa de políticas diferentes lo expresara nítidamente oponiéndome de manera clara al liderazgo de Felipe con una medición de fuerzas en una elección interna. Desde el grupo mediático que los amparaba se me provocaba instándome a presentar una alternativa al Gobierno, más bien contra el Gobierno. Incluso años después, tras mi salida de la dirección del PSOE y como respuesta a unas declaraciones públicas moderadamente críticas con la dirección del partido, se me tachó en las tertulias de la SER de cobarde y traidor por haberme pronunciado ante los medios tras haber permanecido en silencio en el Comité Federal del partido, celebrado el día anterior. Habían pasado por alto un pequeño detalle: yo no pertenecía al Comité Federal; difícilmente podría haber expuesto mis críticas en ese órgano. Pero ésta es otra historia. Cuando en el congreso de 1997 ni Felipe ni yo nos presentamos para la reelección, los delegados propusieron una modificación de los estatutos del partido para que el secretario general y el vicesecretario general salientes ocuparan un puesto nato en el Comité Federal. Cuando al final se aprobó en el plenario había desaparecido el segundo, o sea, yo. Contaban por los pasillos que fue tachado en el último momento por Carmen Hermosín, pero no tuve ninguna confirmación del hecho.

Una página difícil de arrancar
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