PROFETA A PALOS
A veces la vida te reserva satisfacciones que no has buscado. A mediados del año 1991 tuve el placer de ver cómo un adversario político, miembro del Gobierno, proponía lo que sólo seis meses antes, en el mes de diciembre de 1990 —durante la celebración de un seminario de la Fundación Sistema en Sevilla—, fue excusa de la intensa presión por parte del ministro de Economía al presidente del Gobierno para que prescindiera de mí. Pocos días después el presidente redactó una carta en la que yo aprecié su deseo de que abandonase el Gabinete. En la carta, Felipe reflexionaba sobre nuestra colaboración futura. Anunciaba que dedicaría los días próximos a preparar una crisis de Gobierno, pero que antes deberíamos decidir sobre mi continuidad o no en el Gabinete. Se interrogaba sobre los efectos que tendría una eventual salida mía que él no había querido aceptar en las ocasiones anteriores en las que yo se lo había planteado. Tuve clara mi posición. Contesté a la carta pidiéndole una entrevista que se celebró de inmediato y en la que le presenté mi dimisión.
El motivo (asumido por Felipe González) que impulsó esta vez la presión del equipo económico para que yo abandonase el Gobierno estuvo centrado en una frase de una conferencia que pronuncié en Sevilla. Había recordado a David Ricardo y su ley de bronce —o ley de hierro en otra versión— de los salarios, es decir, la conveniencia de que los salarios no puedan crecer sin una referencia a la marcha de la economía de las empresas. En mi conferencia eché yo en falta que la limitación del crecimiento del salario no tuviese su correlato en una ley de bronce de los beneficios.
Tal declaración indignó al titular de Economía, Carlos Solchaga, que declaró que nunca llevaría tal ley al Parlamento, demostrando una gran ignorancia en economía, pues cualquier estudiante conoce que la ley de bronce no es más que un concepto, no una ley parlamentaria.
Pero héteme aquí que seis meses después, sólo seis meses después, el Gobierno elaboró un plan de competitividad, cuyo documento, llamado «Pacto de progreso», preveía que el reparto de dividendos de las empresas no creciera más que los salarios. El Gobierno preveía igualmente la aplicación de un régimen fiscal transitorio que sirviera para incentivar la creación de fondos empresariales con los que financiar programas de investigación y desarrollo, formación profesional y creación de redes comerciales en el extranjero. Los beneficios no distribuidos y reinvertidos en la empresa tendrían un trato fiscal favorable.
O sea, lo que propuse yo sólo seis meses antes y que tanto indignó a Solchaga. ¿Y quién era el ministro de Economía seis meses después?: Solchaga. En los pueblos eso se llama hocicar.