EN MOSCÚ OTEANDO LA TRAGEDIA
EL rector de la Universidad Complutense de Madrid me visitó para explicarme que la universidad tenía el proyecto de organizar unos cursos de verano en la Universidad de Moscú con la colaboración de la Academia de Ciencias Sociales de la URSS. Las autoridades universitarias soviéticas habían mostrado un gran interés en que se explicase la Transición política a la democracia en España, dado el proceso democratizador iniciado por Mijaíl Gorbachov en el que ellos estaban involucrados. El rector me comunicó que la universidad había considerado que ese curso debería ser dirigido por mí. Me interesó desde el primer instante el asunto. Había tenido ocasión de conversar con Gorbachov en Madrid sobre el tránsito de sociedad autoritaria a democrática, y debatir con los profesores universitarios y los investigadores sociales los fenómenos que se les presentaban en el intento democratizador sobre la base del conocimiento de los obstáculos que habíamos debido sortear en España. Me parecía más un curso para aprender que para enseñar. Acepté. Se fijaron las fechas para el mes de julio de 1991 y comencé a pensar en temas y conferenciantes. Intenté que hubiese un buen equilibrio en las posiciones ideológicas que fueron protagonistas en la Transición española y que los conferenciantes pudieran abarcar todos los aspectos de la transformación de las instituciones y de la sociedad.
Logré reunir un grupo de calidad: Fernando Abril Martorell, que había sido vicepresidente en el Gobierno de Adolfo Suárez, representaba el protagonismo de Unión de Centro Democrático (UCD); Santiago Carrillo, exsecretario general del Partido Comunista de España; Manuel Castells, catedrático, sociólogo de gran prestigio, conocedor del proceso que tenía lugar en la URSS; Jordi Solé Tura, ministro de Cultura, que había hecho su propia transición del comunismo al socialismo; José Félix Tezanos, catedrático y sociólogo con numerosos estudios sobre la Transición; Luis Goytisolo, novelista, la visión desde los intelectuales; Julio Busquets, militar, relevante miembro de la UMD (Unión Militar Democrática), y Raymond Carr, prestigioso historiador, catedrático en Oxford.
Intentaba que el grupo de conferenciantes cubriera las áreas de la política, la economía, la cultura, el problema de la estructura militar, los cambios de la sociedad y la visión desde el exterior de la Transición española.
La Universidad Complutense advirtió de que los inscritos en el curso no serían estudiantes sino profesores e investigadores, por lo que establecían un número máximo de veinte personas por curso para facilitar un debate profundo. Cuando se acercaba la fecha de su realización avisaron de que, de todos los cursos programados, el de la Transición española había tenido la máxima demanda, por lo que se veían obligados a aceptar casi a dos centenares de potenciales alumnos. Esta circunstancia vino a demostrar que se puede morir de éxito: el caso es que a la hora de distribuir los ocho cursos en las aulas universitarias se utilizaron recintos muy diferentes, pequeñas aulas para los cursos de baja demanda (uno contó con sólo cuatro alumnos) y el salón de actos para el que dirigía yo sobre «La Transición». Dado que el salón era enorme, los dos centenares de alumnos ocupaban una parte mínima. Esta particularidad sirvió a la prensa en España para martillar con insistencia con la invención de que el curso que yo dirigía había sido un fracaso, justo lo contrario de la realidad.
El día que se inauguraba el conjunto de los cursos llegué a la universidad temprano. En la puerta me encontré con Mario Conde, el presidente de Banesto; me saludó con una deferencia algo fría. No me sorprendió, mis relaciones con los banqueros nunca fueron familiares, pero sí me extrañó su presencia en la universidad momentos antes de la inauguración de los cursos. Después supe que la financiación de aquellos cursos corría de parte del banco.
Comenzó el acto inaugural con una presidencia ocupada por Raisa Gorbachova; Felipe González, presidente del Gobierno; Francisco Fernández Ordóñez, ministro de Asuntos Exteriores; el rector de la Universidad Complutense, Gustavo Villapalos; Mario Conde; Justo Villafañe, director del Instituto de Cultura y Ciencias Soviéticas, y yo. Habló Raisa con palabras afectuosas para España, con expresiones de admiración por la Transición española, de la que dijo que debiera extraer conclusiones positivas el proceso que se operaba en la URSS.
Felipe González pronunció un lúcido y brillante discurso centrado en la evolución de la Unión Soviética. Hizo observaciones atinadas, inteligentes, acerca de la habilidad exigible a los mandatarios soviéticos para superar los obstáculos que sin duda se presentarían ante la evolución emprendida. Habló de las peligrosas resistencias que encontrarían en los nostálgicos del imperio totalitario. Palabras proféticas, sólo un mes más tarde estallaría un golpe de Estado que derribaría temporalmente a Gorbachov.
En el discurso de González se deslizaron algunos comentarios que yo no compartía. El más grave fue advertir de que del mejor burócrata comunista no obtendrían ni siquiera un mediocre empresario. No le contesté públicamente, pero sí en privado. Mi tesis era que si no se utilizaba la estructura que mantenía la producción del país (por deficiente que ésta fuera) se corría el riesgo de quedar en manos de aventureros que sólo respetarían la ley del más fuerte. En aquellos días tuve ocasión de comprobarlo.
La universidad había organizado nuestro vivaquear con generosidad. Contábamos con automóvil, chófer e intérprete (jóvenes estudiantes de la Facultad de Filología Española). Nos proporcionaron la dirección del único restaurante decente de Moscú. Allí nos dirigimos a la hora del almuerzo. Estaba instalado en el primer piso de un edificio de viviendas, y de vivienda familiar tenía aspecto el restaurante: oscuro, con muebles antiguos y una cortina de separación, en el recibidor, gruesa, pesada, forrada de cuero negro. Sólo traspasar la cortina, se acercaba un solícito maître ataviado con una gastada levita. Al momento observé que Fernando Abril sacaba de su bolsillo un billete de diez dólares y con un gesto grácil lo exhibía ante el «mayordomo», que lo arrebataba presuroso de su mano. Fernando, con una sonrisa, me decía en un susurro: «En estos lugares la propina hay que ofrecerla antes si quieres que te traten bien». Efectivamente, así nos trataron. Cuando pagamos la cuenta, un precio razonable, una de las intérpretes me pidió si podría mostrarle la factura para comprobar cuánto había representado lo que ella había tomado. Hecha la suma dijo con un profundo suspiro: «¡Acabo de tragarme la beca de todo un curso!». Se puede obtener una idea de las cifras económicas de bienestar de la URSS en aquel momento. Entablamos una conversación sobre las condiciones de vida cuotidiana de los habitantes de Moscú. En medio del intercambio informativo nos dijo que si queríamos conocer in situ la realidad la acompañásemos a visitar uno de los mercados espontáneos que se organizaban en las calles. Aceptamos la visita. Nos condujeron a un barrio solitario, sin tráfico, con grandes edificios muy poco iluminados. Apoyados en un largo muro se veía a numerosos hombres y mujeres que portaban en sus manos perchas con trajes, pantalones y camisas. Los curiosos o compradores los tocaban, remiraban y ofrecían algunos rublos por la mercancía, que unas veces colgaba de las perchas y otras eran los vestidos o complementos que llevaban puestos los vendedores. Nunca hasta entonces había contemplado maniquíes vivos. Nos explicaron que vendían todo lo que poseían para poder comprar patatas y algunos otros alimentos básicos.
Por la noche volvimos al restaurante oscuro. La cena fue bien hasta que llegaron los postres. El maître se nos acercó para rogarnos con una gran parsimonia si podríamos acabar y abandonar el local. Nuestra reacción delataba nuestra sorpresa y nuestro enfado. Discutimos nuestro derecho con el responsable del restaurante, hasta que con un gesto de desesperación nos confesó la razón que le empujaba a su extraña petición. Nos señaló una mesa alejada, donde se sentaban una decena de hombres con cuerpos que se rebelaban en el interior de sus trajes, como si no soportaran esa estrecha cárcel, y bajando mucho la intensidad de su voz nos dijo: «Aquellos señores pertenecen a la mafia de Vladivostok y la última noche que estuvieron aquí acabaron la cena a tiros. Yo sólo pretendía protegerles». Salimos de allí asustados por el porvenir que esperaba a los pobres rusos, víctimas históricas del autoritarismo zarista, del comunismo estalinista y ahora del gangsterismo de la mafia.
La noche siguiente decidimos no acudir al restaurante habitual. Preguntamos a uno de los ambiguos taxistas, que comenzaban a proliferar, si conocía otro lugar para cenar aceptablemente. Al instante nos condujo a las afueras de Moscú y se detuvo a pocos kilómetros, derrapando ruidosamente, ante una portada colosal, de altas columnas y con una cuadriga sobre el tímpano. Era el antiguo hipódromo, paralizado, que ahora albergaba un restaurante. Entramos al lujoso local, nos sentamos y echamos un vistazo a los precios de la carta. Eran unos precios abusivos, así que decidimos marcharnos. Cuando nos levantábamos, el «mánager» se nos acercó con una botella de champán Moët que nos anunció que era invitación del director del casino instalado en el piso superior, que deseaba que visitásemos. Nos miramos dudando cómo reaccionar y temerosos de la envolvente que nos pretendían hacer. Entretanto se aproximó un joven saludándonos en un español fluido con acento andaluz. Era el director del casino, que tuvo gran interés en presentarse como un hombre de Marbella. Cada vez entendíamos menos, pero la situación se volvió incómoda por momentos. No recuerdo bien qué razones utilizamos para excusarnos torpemente, pero salimos temerosos de lo que nos pareció un nido del hampa.
En los debates del curso se apreciaba la desesperación en la que vivían los profesores e investigadores que habían contado con una relevancia social grande y ahora se sentían amenazados por despidos masivos sin posibilidad de adaptación a la nueva realidad. Sus trabajos habían estado siempre sostenidos por una visión marxista que veían ahora condenada al ostracismo. Muchos de ellos eran personas mayores que se mostraban aturdidas por la tormenta que caía sobre sus vidas y sus profesiones. Después de las clases conversaba con ellos en un intercambio irregular de preguntas. En una suerte de embobamiento, ellos querían saber cómo se había resuelto el problema de estatus personal de los profesionales que desempeñaban su trabajo durante la dictadura, cómo se habían adaptado a la nueva realidad democrática. Sentí una honda pena por aquellos científicos de vida algo peor que austera, sin las comodidades que disfrutaban en los países occidentales, que eran ahora repudiados por una clase dirigente ligada al régimen comunista pero que había saltado un instante antes de que se hundiese el barco a un pantalán hecho de dinero y lujo. Contemplaba con estupor la decadencia de una intelligentzia que había estado sometida a un régimen tiránico y que, a la llegada de la libertad, sería arrojada a la basura de la historia.