EL ROSTRO DE LA MUERTE
EL 10 de febrero de 1997 el terrorismo de ETA asestó el golpe más fuerte desde que el Gobierno del PP había llegado al poder diez meses antes.
En la carretera de Armilla, en Granada, cincuenta kilos de amonal estallaban al paso de un coche militar camuflado, lo que provocó la muerte de uno de los ocupantes del vehículo, hirió a otras ocho personas y destruyó parte de las cuatro plantas de un edificio cercano.
Horas más tarde, en Madrid, era asesinado a la puerta de su domicilio, y de un tiro en la nuca, el magistrado del Tribunal Supremo Rafael Martínez Emperador.
Los honores fúnebres en el salón de Pasos Perdidos del Supremo estuvieron marcados por la emoción y el dolor. Familiares, miembros de la judicatura y representantes políticos se mezclaron en un acto en el que el desconcierto, el asombro, la repulsa y la conmoción me hicieron meditar no sólo sobre el espantoso asesinato, sino también sobre la muerte y el ceremonial con que la rodean los vivos.
El magistrado ocupaba el centro del salón y atraía la mirada de todos. Mis ojos no se apartaban de las manos del fallecido, de la devastación de la muerte sobre las manos; las había convertido en manos de látex, grandes, infladas, impalpables, en una visión que contestaba la idea de que horas antes la persona a la que pertenecieron las manos estuviese viva, andando, tomando con sus manos un vaso, la portezuela de un garaje, una pluma para escribir. Su apariencia me hacía aún más duro aceptar que el crimen pudiera existir. Un servidor público, con ideas humanistas, un hombre que creía en el progreso, arrastrado así por el crimen a una forma sin vida, sin comunicación con los demás. Sentí una repugnancia creciente por el terrorismo al contemplar las manos abatidas por la muerte. Se celebró un acto religioso y en el momento de la comunión casi todos los ministros comulgaron. Son muy libres para profesar la condición religiosa que estimen, pero no me pareció razonable que en un acto público al que acudían en representación del Gobierno transgredieran tan visiblemente las exigencias de Estado no confesional que establece la Constitución.
El cardenal Rouco —entonces creo que aún era arzobispo de Madrid— leyó unos folios mientras sus manos temblaban a media vista.
No he logrado sentirme cómodo ante el rito que acompaña a la muerte. Desde la visión de la primera persona muerta que vi en mi vida, una vecina cuando era un niño de seis años, he creído que salvo los muy cercanos, que han de administrar la muerte del ser querido, todos deberían evitar contemplar a la persona tras su muerte, para evitar que sea ésta la imagen poderosa que ocupe toda nuestra memoria, de manera que en cada ocasión que lo recordemos se imponga la imagen de su muerte. En estos tiempos, en los que las personas no mueren frecuentemente en sus casas sino en habitaciones de hospitales, son trasladados a los tanatorios, donde los sitúan en unos cubículos separados de nosotros por un cristal que los hace aparecer como en un escaparate, en una vitrina para ser contemplados por los familiares y amigos que acuden a expresar sus sentimientos por la desgracia de una muerte. Cuando me llevan delante de la vitrina procuro que mis ojos miren pero no vean, para tener del ser querido su imagen viva, hablando, riendo, viviendo.
La humanidad ha avanzado a través de los tiempos sin encontrar una forma estable de aceptación de la muerte. La última solución por la que optan las instituciones públicas y privadas es la de negar la posibilidad de interiorización de la muerte en la intimidad. Así observamos que ante una tragedia, accidentes, catástrofes, atentados, se recurre a la actuación de un ejército de psicólogos que les hablen, razonen con ellos para teóricamente evitar o paliar el efecto, el impacto de la muerte inesperada de un ser amado. No creo que sea ésta una terapia humana. Ante el hundimiento de toda la vida, ante una situación límite que pone en cuestión toda nuestra vida, lo que se desea es soledad para pensar en el ser que desaparece, para repensar las ilusiones de nuestra vida, no necesitamos a un desconocido que nos aplique unos protocolos establecidos por encima de los sentimientos íntimos que nos embargan. Pero ésta parece la cultura emocional imperante. Lejos de permitir una reflexión intensa ante unos hechos graves y dolorosos, la sociedad pretende internarse en los más recónditos lugares de nuestra alma para dirigir nuestros sentimientos. Un ejemplo más de la perversidad de la especialización y la tecnificación de la vida que parece guiar hoy a los que no quieren que nada quede fuera del control de la comunidad y sus rectores.