ENTRE EL QUIRÓFANO Y EL PARLAMENTO
EL día 16 de abril de 2004 votamos la investidura a la presidencia del Gobierno de José Luis Rodríguez Zapatero. En la noche del 25 ingresé en el hospital Ramón y Cajal para ser intervenido al día siguiente, de mañana.
Tras la operación pasé varios días en el hospital en una situación difícil, entre el dolor y la indefensión. La extraordinaria calidad de médicos y enfermeras me hizo sobrellevar una semana dura y angustiosa.
Antes de ingresar en el hospital me habían comunicado en el Grupo Parlamentario el deseo de que fuese elegido presidente de la Comisión Constitucional. La sesión constituyente de la comisión, en la que se elegiría al presidente, se convocó para el 6 de mayo, sólo cuarenta y ocho horas después de mi salida del hospital, aún con una sonda que dificultaba mucho mis movimientos. Acudí a la sesión y fui elegido con treinta y seis votos a favor y una abstención. Se sentaba así un interesante precedente. Un presidente era elegido no sólo por el Grupo Parlamentario al que pertenecía, como era lo habitual. El Partido Popular quiso explicar las razones de su voto a mi favor. Su representante, el diputado Federico Trillo-Figueroa Martínez-Conde, dijo:
El grupo parlamentario popular ha querido apoyar a don Alfonso Guerra González como presidente de la Comisión Constitucional para manifestar así su actitud de integración en los trabajos de esta Comisión. No hemos pedido a cambio nada y no hemos querido tampoco cobrar en reciprocidades o en talantes una actitud que es completamente desinteresada.
Hemos apoyado a don Alfonso Guerra en la Presidencia de la Comisión, en primer lugar, porque lo consideramos la actitud coherente con la materia que la Comisión ha de tratar. La Constitución española es de todos y queremos que el presidente de la Comisión Constitucional, que ha de regir sus trabajos en esta VIII Legislatura, también lo sea. Por tanto, señor Guerra, sepa que lo consideramos, no sólo en nuestro voto, también en nuestra actitud permanente, nuestro presidente, el presidente de todos.
En segundo lugar, también por razón de consideración personal al señor Guerra González, es decir, por estimación de las características específicas del candidato. Don Alfonso Guerra está vinculado estrechamente al nacimiento y al desarrollo de la Constitución española. No tuvo en su día el título de padre de la Constitución, como nosotros nos honramos en contar con uno de ellos, con el señor Cisneros, pero el señor Guerra ha demostrado probablemente en su trayectoria que los títulos son lo de menos, que le importan más las materias y los contenidos. Además es, si no me equivoco, el único diputado que ha permanecido en los escaños del Congreso desde la legislatura constituyente y en todas las legislaturas constitucionales. Por tanto, todos esos antecedentes le hacen idóneo para desempeñar la Presidencia de la Comisión Constitucional y así se lo deseamos.
Era una manifestación concreta de un proceso que había venido produciéndose en los últimos años. Los políticos de la derecha han modificado su opinión sobre mi actuación política, había nacido un respeto a mi forma de entender la vida pública que aún habría de crecer con mi actitud en la presidencia de la comisión para la que acababa de ser nombrado. Es de un gusto dulce percibir que unos y otros respetan o avalan tu actuación.
Mis primeras palabras como presidente de la Comisión Constitucional fueron de agradecimiento para tan amplio apoyo, lo que facilitaría la neutralidad y la tolerancia que puede y debe exigirse a la presidencia, y entre otras cosas dije: «Por los programas de los partidos políticos que concurrieron a las pasadas elecciones, por otras declaraciones y por el programa de Gobierno explicitado en el debate de investidura conocemos la voluntad de algunos de introducir cambios en nuestro texto constitucional y de revisar textos de estatutos de autonomía. Unos y otros, los que se inclinen por los cambios y los que afirmen el mantenimiento de los preceptos, pueden cargarse de razones que expliquen o justifiquen sus actitudes, pero ni a los unos ni a los otros es posible responder con descalificaciones».
Pretendía con mis palabras avanzar que mi posición sería la de no permitir descalificaciones de unos y otros. Los hechos posteriores creo que confirmaron el acierto de mi posición, pues los debates de la reforma de los Estatutos de Autonomía, especialmente del de Cataluña, me hicieron esforzarme para que la convivencia y la racionalidad fuesen el medio habitual de relación entre los grupos.
En el plano físico pude soportar bien la sesión, sobre todo por su corta duración, cuarenta y cinco minutos, pero aún convaleciente y todavía con la sonda hube de presidir una nueva sesión cuatro días más tarde, a petición de la vicepresidenta del Gobierno, que me rogó que convocara de inmediato para dar a conocer los objetivos del Ejecutivo, y en particular las líneas generales de su actuación como vicepresidenta primera, ministra de la Presidencia y portavoz.
La primera declaración que hizo la vicepresidenta, que podría servir de faro de lo que sería su largo mandato, tuvo relación con su condición de mujer y con la decisión del presidente de nombrar un gabinete paritario en cuanto al sexo de sus componentes (me resisto a usar el término tan en boga de género).
Enseguida expuso con satisfacción que en veinte días de Gobierno se habían cumplido compromisos fundamentales contraídos con los ciudadanos: la vuelta a casa de las tropas destacadas en Irak, la formación de un gabinete paritario, la convocatoria de la primera reunión del Pacto por las Libertades y contra el Terrorismo. En el primer Consejo de Ministros se sometió a informe la Ley Integral contra la Violencia de Género, y el Gobierno se había ajustado a la austeridad anunciada conteniendo el gasto corriente. Se pretendía demostrar que el Ejecutivo cumplía con la palabra dada.
María Teresa Fernández de la Vega invitó a todos a lograr un consenso para la reforma constitucional que había anunciado el presidente en su discurso de investidura acerca de los cuatro puntos propuestos. ¿Creía la vicepresidenta que el consenso al que convocaba era posible?
Anunció en su comparecencia, en mayo de 2004, una limitada reforma de la Ley Orgánica del Régimen Electoral General que concretó en cuatro aspectos: institucionalizar los debates electorales en los medios de comunicación de titularidad pública, reducción de los gastos electorales, aplicación del principio de paridad entre hombre y mujer en la formación de las listas electorales, y la elección directa de los alcaldes mediante un sistema de doble vuelta.
En verdad sólo se cumplió la modificación para obligar por ley a que las candidaturas electorales se confeccionen con igual número de hombres y mujeres. Además, la reforma no se tramitó, como corresponde, en la Comisión Constitucional, sino en la de Igualdad, anomalía que se agravó porque un cambio importante de la ley electoral no se hizo por acuerdo, sino con el voto contrario del principal partido de la oposición. Se sentó así un precedente que rompía con una norma básica: las reglas del juego democrático han de fijarse por consenso. Se liberaba así a la derecha del compromiso del acuerdo para cambios en las leyes electorales, lo que dio alas a los conservadores para futuras iniciativas unilaterales que pueden anular o debilitar el principio de representación que debe salvaguardar todo sistema electoral.
Todos los gobiernos reiteran su voluntad de situar al Parlamento en el centro de la vida política. También el Gobierno de Rodríguez Zapatero. Como prueba de ello, la vicepresidenta anunció su apoyo a la creación de una Oficina Presupuestaria parlamentaria para garantizar la transparencia de los datos sobre la ejecución de los Presupuestos Generales del Estado y la gestión de los fondos públicos. Como todos sabemos, esta Oficina Presupuestaria es la promesa de todos los gobiernos y el cumplimiento de ninguno.
Todos los gobiernos inician su mandato con ilusión, con las mejores intenciones —al menos eso dicen—, con idea de incrementar la transparencia en sus acciones y la participación de todos en la elaboración de la voluntad colectiva. Llegan después los problemas, se reduce la capacidad de actuación. Lo más difícil es mantener el equilibrio entre los proyectos en los que crees, lo que consideras mejor para la mayoría, y lo que la mayoría esté dispuesta a aceptar. Es difícil pero simple. Un partido político tiene unas ideas que quiere aplicar en coherencia con sus principios, pero si las lleva a término sin el acuerdo social, si no ha sabido realizar una labor pedagógica para que el cuerpo social acepte sus propuestas, la mayoría le retirará su apoyo, dará entrada a otros grupos con proyectos contradictorios con el anterior que desharán lo hecho por el Gobierno precedente. Ésta podría ser la explicación de la pérdida de confianza de los gobiernos de Rodríguez Zapatero, pero a ello me referiré en su momento.