HORTENSIA BUSSI

EL desempeño de cargos de representación política implica algunos sinsabores, pero también oportunidades magníficas. Una de ellas es la ocasión de entablar conocimiento e incluso amistad con personas de una excepcional calidad. Uno de los seres humanos cuya amistad me colmaron de satisfacción fue Hortensia Bussi de Allende, Tencha entre los amigos. La carga emocional que hubo de soportar como viuda de un hombre que representó una alternativa socialista humanista, que murió cercado, bombardeado por la barbarie militar de unos sediciosos asesinos, mientras anunciaba dignamente que un día los hombres libres caminarían por las nuevas alamedas de la democracia, no quebró la firme voluntad de enarbolar un legado noble, erigiéndose como un símbolo de libertad y futuro en su país.

Cuando la rebelión militar del general Augusto Pinochet perpetró el golpe militar de septiembre de 1973, la conciencia de muchos hombres y mujeres se comprometió contra la furia arrolladora de los golpistas chilenos.

Unos meses después se reunieron en París representantes de todas las corrientes políticas del mundo para condenar la nueva situación totalitaria de Chile. François Mitterrand, Gabriel García Márquez, Régis Debray participaron en el acontecimiento. Tuve el privilegio de dirigirme a un congreso que vibraba de emoción. Desde aquel día me convertí en un «demonio de la democracia» para la Junta Militar chilena. Años después participé en algunas manifestaciones multitudinarias en Madrid, acompañando a Isabel Allende, hija del presidente asesinado, con discursos en los que llamé por su nombre a Pinochet. El Gobierno de la dictadura protestó airadamente por que un vicepresidente de España llamase asesino al «jefe del Estado» de Chile. Era yo, pues, un proscrito más para los totalitarios de Chile. Así que cuando Pinochet perdió su referéndum y la coalición de fuerzas políticas de izquierda y centro Concertación de Partidos por la Democracia llevó en marzo de 1990 a la presidencia del país a Patricio Aylwin, decidí viajar a Chile para manifestar mi fidelidad a los luchadores por la libertad. Viví dos momentos de especial intensidad. Cruzar el umbral del Palacio de la Moneda me conmovió vivamente; nunca me había sentido un sujeto de la historia como en el instante en que accedí al patio interior del palacio. Las imágenes tantas veces contempladas con rabia y admiración de Salvador Allende, con un casco sobre la cabeza y una metralleta al hombro, se confundían con los rasgos del edificio que visitaba, me herían con tal intensidad que al saludar al nuevo presidente no pude contener las lágrimas.

Experimenté otra sensación de honda emoción. Manifesté el deseo de visitar la tumba del presidente Allende. Su esposa (o viuda, ya he declarado que no siento preferencia por esa palabra) Hortensia Bussi Soto se ofreció enseguida para acompañarme. Y así estuvimos ante el mausoleo, sencillo e imponente, de un hombre que había representado para mí el rostro del humanismo socialista.

Con Tencha anudé una relación de amistad y consideración que enorgullece mi espíritu. En sus viajes a Madrid siempre manteníamos un encuentro afectuoso, como en mis visitas a Santiago. Además hablábamos con frecuencia por teléfono, sobre todo durante los esperanzadores días en los que veíamos avanzar la posibilidad de la detención y encarcelamiento del dictador en Londres, en octubre de 1998, cuando una orden de detención cursada por el juez Baltasar Garzón colocó en una situación incómoda al Gobierno laborista del Reino Unido y al de Chile. Aunque el caso Pinochet se inició con la decisión del juez Manuel García Castellón al abrir la investigación sobre los desaparecidos españoles durante la dictadura chilena, fue Baltasar Garzón quien supo aprovechar el principio de justicia universal para desencadenar el proceso con su orden de detención.

Fueron unos días en los que las decisiones del Gobierno inglés y de los tribunales británicos daban a entender avances y retrocesos. En cada ocasión en que parecía acercarse el encarcelamiento o la extradición, enviaba yo un ramo de flores a Tencha y conversábamos sobre los sucesos del día. Hortensia mantenía una serena calma, expresaba su alegría por que el universo mundo conociera la laya del dictador, la falsedad de la imagen de moderado gobernante fabricado por sus secuaces y admitida por algunos dirigentes políticos internacionales. Nunca le oí un comentario vindicativo ni de reparación de los allegados a Salvador Allende, sólo la impulsaba que todos conocieran la personalidad humanista de su marido y lo injusto que fue talar no sólo la vida de tantos inocentes, sino también la ilusión que levantó en el corazón de muchos chilenos el proyecto que intentó el presidente Allende.

Cuando observo que algunos políticos se expresan como si reclamaran la gratitud de su pueblo por su acción gubernamental, no comprendo cómo no son capaces de valorar las satisfacciones intangibles que proporciona la vida política. Entre ellas conservo como un tesoro la amistad de una mujer frágil, modesta, digna, equilibrada, prudente y tolerante que tuvo la generosidad de regalarme un aprecio exquisito. Pude comprobar su honesta dedicación a los amigos cuando, por causa del hermanamiento de la recién creada Fundación Salvador Allende con la Fundación Rafael Alberti, Tencha visitó al poeta en El Puerto de Santa María, a mediados de noviembre de 1994. A su vuelta, al pasar por Madrid, me llamó para vernos. En la entrevista me entregó un cartel que para la ocasión había dibujado Alberti, sobre el que ella escribió: «Para Alfonso Guerra con cariño y agradecimiento por su valioso apoyo a nuestra democracia». Firmaba «Tencha Bussi de Allende». ¿Se necesita más para compensar los esfuerzos de la política?

Una página difícil de arrancar
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