PERO ¿EXISTE ESPAÑA?

PRESIDÍ otras reformas estatutarias, pero todas ellas en la senda del Estatuto de Cataluña. Quizás deba resaltar el paroxismo nacionalista del PP valenciano cuando incluyó en su Estatuto una cláusula (conocida como la cláusula Camps) que saltaba olímpicamente por toda la normativa constitucional. Véase:

Cualquier modificación de la legislación del Estado que, con carácter general y en el ámbito nacional, implique una ampliación de las competencias de las Comunidades Autónomas será de aplicación a la Comunidad Valenciana, considerándose ampliadas en esos términos sus competencias.

Es decir, que cualquier cambio en un Estatuto de otra comunidad tendría efectos en el de la Comunidad Valenciana. Una técnica de «atrápalo todo» que quizás ya aplicaba en otro ámbito, lo que terminó por sacar de la presidencia al autor de la cláusula.

El debate del Estatuto de Andalucía fue un caso más de atipicidad jurídica. Si los comisionados catalanes ponían el centro de su identidad en el aeropuerto (el de El Prat), los andaluces se jugaban el ser o no ser en un río, el Guadalquivir. Mis advertencias de que chocaba con la disposición constitucional del artículo 149 no fueron escuchadas, y, llegado el asunto hasta el Tribunal Constitucional, dictó sentencia contra el texto del Estatuto. Un ejemplo claro de la ceguera que afecta a veces a los políticos: se pone ante sus ojos una obviedad que no se acepta porque estropea sus planes políticos.

Otra curiosa peculiaridad del debate estatutario andaluz fue que las negociaciones entre los comisionados del PSOE y los del PP se realizaban sin que se vieran las caras. Cada grupo se reunía en una sala distinta, desde la que salían los mensajeros hacia una u otra reunión y volvían con la respuesta. Previamente se consultaba cada propuesta telefónicamente, los socialistas con Chaves, los conservadores con Rajoy; de ambos presumían todos un profundo conocimiento constitucional.

Algunos que no coinciden con los planteamientos nacionalistas no se atreven a expresar su discrepancia por miedo a ser anatemizados como contrarios a la comunidad autónoma o como centralistas.

Un pequeño incidente consecuencia de la aprobación del Estatuto catalán puede ser clarificador sobre la posición de los que se sienten asfixiados por un clima nacionalista que los lleva a defender algunos principios para asegurar su «pureza de sangre» en el nacionalismo.

Recién aprobado el Estatuto de Cataluña, el presidente de la comunidad, Maragall, declaró que a partir de aquel momento el Estado tendría un carácter residual en la comunidad autónoma. Al mismo tiempo los trabajadores del aeropuerto de El Prat habían ocupado las pistas, en plena temporada turística, el 28 de julio de 2006, poniendo en peligro la seguridad de los pasajeros. Se creó una fuerte polémica sobre el acto de ocupación. Maragall intervino para decir que la solución estaba en transferir el aeropuerto a la comunidad.

Unas semanas más tarde, el 3 de septiembre, acudí a la concentración que el sindicato minero asturiano y leonés organiza cada año en Rodiezmo. He estado presente en esta fiesta-mitin durante los últimos treinta años, siempre con el apoyo de los compañeros, en especial del secretario general del SOMA —el Sindicato de los Obreros Mineros de Asturias, integrado en la UGT—, José Ángel Fernández Villa, un sindicalista que han pretendido presentar como un irresponsable radical, cuando se trata de uno de los más sensatos líderes sindicales que he conocido, siempre en defensa del socialismo.

Intervine en el acto asegurando que un Estado residual sólo conviene a los poderosos, y recordando que la defensa de los derechos de los trabajadores debe acompañarse con las obligaciones propias de un Estado de derecho que no permite un acto como el de invadir una pista de aeropuerto en funcionamiento.

Recibí una carta del secretario general de UGT de Cataluña, José María Álvarez, que había asistido al encuentro de Rodiezmo, en la que se me decía:

Tras escuchar tu intervención considero que la información que (sic) la que dispones no es la correcta y algunos de los mensajes que pronunciaste no fueron los más adecuados para la convivencia dentro de la España plural en la que cree el socialismo de nuestro país.

Terminaba su misiva con un párrafo revelador:

Quedo a tu disposición para ampliarte la información que requieras en relación al conflicto del aeropuerto de El Prat y a la visión que, desde la izquierda catalana y no nacionalista, tenemos en la UGT de Catalunya.

Contesté con una carta clara y directa:

Estimado José María:

Confieso que aún me dura la sorpresa por la lectura de tu carta. ¿Cuál es el significado de la misiva? ¿Para qué se ha escrito? ¿Por qué?

No es habitual que tras un acto organizado por un sindicato (SOMA-UGT) el secretario general del sindicato de otra región escriba a uno de los participantes acusándole de que «algunos de los mensajes que pronunciaste no fueron los más adecuados para la convivencia dentro de la España plural en la que cree el socialismo de nuestro país». Tan absurda y grave acusación ¿se debe a mis palabras o tal vez a algún síndrome de quien escribe? ¿Es la carta un documento para mostrar en alguna instancia como certificado de «ortodoxia nacional»?

Me resulta muy triste que algunos sectores de la izquierda estén avalando las posiciones reaccionarias del proyecto liberal-burgués de los nacionalismos de fines del siglo XIX.

Hay que tener la valentía de decir a los trabajadores lo que se piensa, y si algunos dirigentes sindicales no se atreven a señalar la inconveniencia de ocupar unas pistas de aterrizaje bajo el burladero de una legítima y justificada huelga es un grave problema para esos dirigentes pero sobre todo para la clase trabajadora.

Que un dirigente sindical se abone a la teoría debilitadora del Estado (Aeropuerto en el Estado, mal; en la Generalitat, supremo) coincidiendo con el liberalismo anti-Estado plantea una aguda cuestión: ¿Quién defenderá el papel redistribuidor del Estado?; ¿quién apoyará la defensa de los más débiles desde el instrumento del poder del Estado?

Todo muy triste. La Unión General de Trabajadores, el Sindicato en el que confío, terminará por exigir responsabilidad a los que cambian ideología (en defensa de los trabajadores) por el territorio (en apoyo de los objetivos de la burguesía).

Tal vez mi sorpresa podría calmarse con una frase final que encierra una «excusa no pedida», cuando te ofreces a ampliar la información en relación «a la visión que desde la izquierda catalana y no nacionalista tenemos en la UGT de Cataluña».

Comprenderás que la aclaración «y no nacionalista» es una verdadera confesión.

¿Por qué en España aún se discute la identidad nacional? Don Fernando de los Ríos tenía razón: «Hace muchos siglos, muchos, que empezó el mundo a tratar de definir qué es España». Al parecer los españoles no hemos dejado de hacerlo aún.

La creencia nacionalista sostiene que las naciones han existido desde tiempo inmemorial, aunque hayan atravesado largos períodos sin conciencia de tal nacionalidad. Hoy sabemos por los estudios modernos que ésta es una leyenda sin fundamento. Los que han estudiado el origen de las naciones han podido demostrar la relativa modernidad del nacionalismo en la historia.

El nacionalismo es un movimiento y una ideología de finales del siglo XVIII, aunque en el caso español existe alguna discrepancia, pues los hay que colocan el nacimiento del nacionalismo en el siglo XIX, opinión que es compartida por quien escribe.

Si hemos afirmado que los nacionalismos tienen su origen en el siglo XIX, no estamos negando que con anterioridad se produjeran circunstancias y acontecimientos históricos que habrían de marcar los futuros movimientos nacionalistas.

El caso de España es un ejemplo claro de hechos que habrían de prefigurar las características de los nacionalismos de nuestro país muchos años después.

Hemos de pensar que la unidad territorial se alcanza por los reinos de Castilla y Aragón en la resistencia a las conquistas musulmanas, en la Reconquista. Si nos situamos en la realidad de entonces y no hacemos presentismo, trampa de los falsos historiadores, reconoceremos que el factor definitorio de aquella unidad «nacional» en lucha con la invasión musulmana lo constituía el carácter católico de los unitarios. La religión llega a ser el instrumento de homogeneidad, lo que los lleva a la conversión de los «extranjeros» y a su expulsión, como ocurrió con los moriscos y los judíos.

Ligaban la fe católica a la pertenencia a la comunidad que estaban construyendo. Ésta será la razón —para aquella época— que los llevará a la creación del Santo Oficio, la Inquisición, instituida en 1478 y con la misión de comprobar la veracidad de las conversiones.

Pronto el control inquisitorial de las conciencias se ampliará más allá de lo religioso, interesándose no sólo por la heterodoxia religiosa —judíos, moriscos, protestantes, exorcistas, alumbrados, etc.—, sino que se extiende al conjunto de la población, persiguiendo a los filósofos, librepensadores, lectores de libros prohibidos, blasfemos, bígamos…

La Inquisición vivió algo más de trescientos cincuenta años, pues fue definitivamente disuelta en 1834, lo que inspiró a Mariano José de Larra, Fígaro, su acertado epitafio: «Aquí yace la Inquisición, murió de vejez». Pero siguió su espíritu, el espíritu inquisitorial que dará lugar a las dos Españas, fratricidamente enfrentadas.

Así nace el nacionalcatolicismo. Al que responderán los nacionalismos periféricos.

En aquella realidad encuentra su razón el posterior nacionalismo español, el nacionalismo católico que alcanza su máxima fuerza durante la etapa de la dictadura del general Franco, un caudillo que se apena por la vileza en la que han desembocado el resto de las naciones, que sólo pueden redimirse por el esfuerzo de su brazo y de su fe, lo que le hace autoproclamarse «centinela de Occidente».

A fines del siglo XIX, cuando España sucumbe a una depresión general con la pérdida de las últimas colonias (Cuba, Filipinas y Puerto Rico), cuando se pierde la huella del imperio que durante tres siglos fue debilitándose, es cuando los grupos nacionalistas de Cataluña, Euskadi y Galicia plantean sus reivindicaciones al Estado.

De las actitudes propias del nacionalismo español trasnochado quedan vestigios en grupos de nostálgicos, pero debemos confesar, si queremos ser verdaderos, que la preocupación sustancial hoy no proviene del viejo nacionalismo español. La inquietud procede de los nacionalismos de subnación o sub-Estado que han tomado un rumbo en la última década que pone en cuestión la existencia del Estado.

Cuando Immanuel Kant enunció el principio de autodeterminación de la persona individualmente, no pudo imaginar que otros —Fichte, Schlegel— lo interpolarían a la autodeterminación de los pueblos. El cambio es trascendente, pues de los derechos de los individuos han pasado a los derechos de los pueblos, pero ¿cómo pueden establecerse, acotarse, definirse los derechos de los pueblos?

Aquí entra en juego la intelligentzia nacionalista, que se ocupará de proporcionar autodefiniciones, objetivos comunes para movilizar a la comunidad pasiva, reticente al discurso nacionalista pero que va adhiriéndose a la ideología nacionalista. Mientras los nacionalistas le descubren un pasado étnico, unos dioses propios, héroes, leyendas, mitos, territorios sagrados, épica de la resistencia para lograr la adhesión popular a su invención nacional en busca de la nación política, del control político, cultural y económico por los nuevos sacerdotes que la alimentan con una religión popular.

Los intelectuales-educadores nacionalistas elaboran una historia poética en la que se entrelazan los hechos y las leyendas para crear mitos de pureza de sangre y de resistencia a una supuesta tiranía exterior. Los predicadores políticos nacionalistas intentan hacer renacer al pueblo elegido, que tuvo su edad de oro, pero que fue sometido y empujado a la decadencia o el letargo.

Es así como funciona la creación de todo nacionalismo, que en el siglo XX provocó dos guerras mundiales con setenta millones de muertos y un centenar de guerras locales. Esta profusión de sangre y de odio hizo opinar a Stefan Zweig: «He visto nacer y expandirse ante mis propios ojos las grandes ideologías de masas: el fascismo en Italia, el nacionalsocialismo en Alemania, el bolchevismo en Rusia, y sobre todo, la peor de todas las especies: el nacionalismo, que envenena la flor de nuestra cultura europea».

Los procesos de creación de supranacionalidad, como en Europa, han alentado las tendencias hacia la subnacionalidad. Así la Unión Europea (agrupamiento de Estados) ha funcionado paralelamente a la radicalización de subnacionalismos en Bélgica, Irlanda, España y Yugoslavia. La globalización económica reduce el papel de los Estados y da alas a la reaparición de los grupos nacionales dentro de los Estados.

A comienzos del tercer milenio la identidad nacional continúa siendo parte fundamental de algunas comunidades.

Siempre he creído en el derecho a defender las tesis nacionalistas y lo he apoyado, pero también el derecho a discrepar de ellas. El problema está en que no se da la reciprocidad, los nacionalismos admiten mal las críticas, tienden a descalificar al crítico excluyéndolo de la comprensión del problema. «Los que no sean de aquí ¿qué pueden saber de nuestros problemas?» Pretenden poseer una legitimidad de origen para descalificar. Tal espíritu descalificador funciona como una coacción sobre el que disiente de la tesis nacionalista, provocando un cierto miedo para expresar libremente el punto de vista por temor a merecer el anatema de antinacionalista, o lo que es aún peor en el caso nuestro, «nacionalista español».

Yo intento evitar esa coacción y procuro expresarme con claridad sobre este tema tan difícil. No pretendo poseer la verdad, pero expreso lo que pienso, sin ocultar nada, y con respeto al que opina de otra forma. Si estoy equivocado, espero los argumentos que lo demuestren, pero no acepto ni la manipulación de mis ideas ni la descalificación por no compartir las ideas nacionalistas.

Pienso que todo nacionalismo fundamentalista, esencialista, es negativo, es peligroso. En primer lugar porque no podemos nunca saber en qué consisten el hecho diferencial y los derechos históricos. No se basan en experiencias concretas que puedan definirse con claridad. Son creencias que exigen la fe, no admiten la comprobación.

El nacionalismo organiza la comunidad basándose en una fidelidad excluyente con los que no aceptan las reglas impuestas por los nacionalistas.

El paso cualitativo que agrava la perspectiva es que ahora todos estos nacionalismos se enseñan en las escuelas, lo que creará en el futuro unas generaciones sin concepción nacional, con una concepción nacionalista ligada al territorio y a la mística fabricada por los actores políticos, mediáticos y culturales.

Podemos, pues, preguntarnos: ¿existe España?, ¿qué es España? ¿Es la suma de diecisiete comunidades autónomas agrupadas en una ficción jurídica? España es una realidad producto de la historia, o para ser más exacto, producto de los hombres y mujeres que la poblaron durante su larga historia.

La Constitución de 1978 diseña y establece un modelo de Estado: el Estado autonómico. El problema aparece cuando los nacionalismos de España lo niegan; el nacionalismo español aspira a un Estado centralizador; los nacionalismos periféricos proponen en su práctica política una confederación de estados o incluso un conjunto de estados libres asociados.

¿Es que acaso el modelo de Estado es inmutable? ¿Hay que condenar aquella posición que quiera introducir cambios en el modelo constitucional vigente? No. La Constitución de 1978 es «un marco de coincidencias suficientemente amplio como para que dentro de él quepan opciones políticas de muy diverso signo», como reza una sentencia del Tribunal Constitucional.

No existen límites materiales a la revisión constitucional, pero siempre en el marco de los procedimientos de reforma de la Constitución, siguiendo lo establecido en los artículos 166 a 169. El respeto a estos procedimientos es inexcusable. Intentar eludirlos o sortearlos es utilizar una inaceptable vía de hecho, incompatible con el Estado social y democrático de derecho que se proclama en el artículo 1.1 de la Constitución española.

Esto es precisamente lo que se ha intentado por nacionalistas clásicos y modernos (más bien sobrevenidos) con algunas de las propuestas de reforma de Estatutos de Autonomía.

Por diversos vericuetos se ha pretendido establecer una relación entre dos soberanías: la del pueblo español y la supuesta soberanía del pueblo vasco, catalán, valenciano, etc. Así se ha querido por algunos nacionalistas «ejercer» un supuesto «derecho a decidir» del pueblo de la comunidad autónoma, cuando es claro, evidente, que nuestro modelo constitucional de Estado establece como único titular de la soberanía al pueblo español, soberanía que no es fraccionable ni descomponible.

La identificación de un sujeto institucional con la cualidad de soberanía es imposible sin una reforma previa de la Constitución. Toda comunidad autónoma es la expresión formalizada de un ordenamiento constituido por la voluntad soberana de la nación española única e indivisible según el artículo 2 de la Constitución española. Es un sujeto creado, en el marco de la Constitución, por los poderes constituidos en virtud del ejercicio de un derecho de un poder soberano, exclusivo de la nación, constituido en Estado. Por ello resulta una transgresión de la legalidad constitucional pretender que los poderes de una comunidad autónoma emanan del pueblo de la comunidad, y no de la única indivisible soberanía del conjunto del pueblo español. Esta razón es la que obliga a que una decisión que afecte al vigente modelo de Estado no pueda ser adoptada más que por el pueblo titular de la soberanía, que es el que tiene el derecho a decidir.

Los nacionalismos de todo orden coinciden en su apelación a la historia como fuente de legitimidad. Digámoslo desde el principio: en democracia es el pueblo y sus representantes la fuente de legitimidad del poder y del derecho. Recurrir a la historia para justificar una añorada soberanía que nunca existió es un puro mito de la tradición.

Una página difícil de arrancar
cubierta.xhtml
sinopsis.xhtml
titulo.xhtml
info.xhtml
introduccion.xhtml
Section0001.xhtml
Section0002.xhtml
Section0003.xhtml
Section0004.xhtml
Section0005.xhtml
Section0006.xhtml
Section0007.xhtml
Section0008.xhtml
Section0009.xhtml
Section0010.xhtml
Section0011.xhtml
Section0012.xhtml
Section0013.xhtml
Section0014.xhtml
Section0015.xhtml
Section0016.xhtml
Section0017.xhtml
Section0018.xhtml
Section0019.xhtml
Section0020.xhtml
Section0021.xhtml
Section0022.xhtml
Section0023.xhtml
Section0024.xhtml
Section0025.xhtml
Section0026.xhtml
Section0027.xhtml
Section0028.xhtml
Section0029.xhtml
Section0030.xhtml
Section0031.xhtml
Section0032.xhtml
Section0033.xhtml
Section0034.xhtml
Section0035.xhtml
Section0036.xhtml
Section0037.xhtml
Section0038.xhtml
Section0039.xhtml
Section0040.xhtml
Section0041.xhtml
Section0042.xhtml
Section0043.xhtml
Section0044.xhtml
Section0045.xhtml
Section0046.xhtml
Section0047.xhtml
Section0048.xhtml
Section0049.xhtml
Section0050.xhtml
Section0051.xhtml
Section0052.xhtml
Section0053.xhtml
Section0054.xhtml
Section0055.xhtml
Section0056.xhtml
Section0057.xhtml
Section0058.xhtml
Section0059.xhtml
Section0060.xhtml
Section0061.xhtml
Section0062.xhtml
Section0063.xhtml
Section0064.xhtml
Section0065.xhtml
Section0066.xhtml
Section0067.xhtml
Section0068.xhtml
Section0069.xhtml
Section0070.xhtml
Section0071.xhtml
Section0072.xhtml
Section0073.xhtml
Section0074.xhtml
Section0075.xhtml
Section0076.xhtml
Section0077.xhtml
Section0078.xhtml
Section0079.xhtml
Section0080.xhtml
Section0081.xhtml
Section0082.xhtml
Section0083.xhtml
Section0084.xhtml
Section0085.xhtml
Section0086.xhtml
Section0087.xhtml
Section0088.xhtml
Section0089.xhtml
Section0090.xhtml
Section0091.xhtml
Section0092.xhtml
Section0093.xhtml
Section0094.xhtml
Section0095.xhtml
Section0096.xhtml
Section0097.xhtml
Section0098.xhtml
Section0099.xhtml
Section0100.xhtml
Section0101.xhtml
fotos.xhtml
notas.xhtml