CAMBIOS EN EL CONGRESO

COMO presidente de la comisión tenía que resolver el problema planteado por el Parlamento catalán con un Estatuto que excedía la Constitución y el equilibrio necesario para mantener una estructura estable del Estado. Recibí muchísimos mensajes escritos, telefónicos, directamente de gente de toda condición, desde las más altas magistraturas hasta ciudadanos anónimos que me atajaban en la calle. Todos expresaban su confianza en mí para detener aquella «locura» (era el término más utilizado). Intentaba argumentarles que como presidente podría ejercer una labor mediadora, pero que carecía de atribución para interrumpir el proceso que decidieran los miembros de la comisión. No me oían, o no querían hacerlo. La respuesta era siempre más o menos que confiaban en mí: «¡Menos mal que está usted ahí!».

Tal avalancha de confianza me abrumaba, así que desde el primer día intenté lograr una complicidad con el máximo número de comisionados. No fue fácil. Los miembros del PP, que manifestaban muy claramente su oposición al texto, habían acordado no entrar en negociación con los demás. Se limitaban a explicar su posición sobre cada precepto y a votar lo que creían conveniente, casi siempre negativamente, pero no entraban en un diálogo para intentar adecuar los textos a las exigencias constitucionales. Me encontré muy solo, con el único amparo, pero fuera de la comisión, de los responsables del Gobierno que seguían el debate y la negociación. Con todo, se modificaron más de cien artículos y casi una veintena de disposiciones adicionales y transitorias. Aún insistí en que quedaba una docena de artículos que no podrían ser considerados como constitucionales, por lo que el anunciado recurso al Tribunal Constitucional encontraría en él su eliminación o adaptación. La respuesta fue que ya no se podían aceptar más modificaciones. Los emplacé a la sentencia que dictaría el Tribunal Constitucional.

En la última sesión de la Comisión Constitucional, el 21 de marzo de 2006, todos los portavoces, los diputados del Congreso y los que representaban al Parlamento catalán, me felicitaron por cómo había conducido los debates. Me satisfizo comprobar que tras un debate duro, contradictorio, difícil, todas las opciones políticas reconociesen el esfuerzo que había hecho para preservar el derecho de todos a la hora de mantener sus posiciones con respeto y educación. Me felicitó también personalmente el presidente del Gobierno y me agradeció los trabajos el presidente de la Generalitat mediante una carta en la que se dirigía a mí como «Apreciado diputado». ¡Qué cosas!

Poco después recibí una invitación de las Juventudes Socialistas para participar en un acto de celebración de los cien años de su nacimiento. Tuvo lugar en Baracaldo, en un salón lleno de jóvenes a los que les hablé, como hago siempre, con claridad y sinceridad. Traté todos los temas, entre ellos el proceso de revisión de los Estatutos de Autonomía. Expliqué que el proyecto de Ibarretxe tuvo que ser rechazado por el Congreso por su inconstitucionalidad y que el proyecto del Parlamento catalán debió ser cepillado de todos los excesos que presentaba. La palabra «cepillado» levantó una reacción histérica de los nacionalistas. No había yo tenido intención polémica, había elegido el término porque explicaba bien el proceso de adaptación a los preceptos constitucionales que se habían producido en la Comisión Constitucional.

Tenía previsto dar una charla a los estudiantes de un curso dedicado a la Transición política que impartía un profesor en la Universidad de Barcelona. Cuando llegué al recinto universitario me esperaban el rector y el profesor para sugerirme que, dada la expectativa, se pudiese ampliar la audiencia de los estudiantes, abriendo libremente la convocatoria para celebrar la conferencia en el paraninfo o aula magna. Di mi conformidad. El salón estaba abarrotado de jóvenes. Antes de empezar, tres chicos se acercaron a la mesa con un folio, en el que con letras grandes reclamaban el concepto de nación, y con un cepillo de carpintero que depositaron en la mesa frente a mí. Me hizo reír la ocurrencia, aunque las autoridades académicas pasaron un momento de tensión.

Les hablé sobre la Transición, incluí los problemas derivados del Título VIII de la Constitución y terminé con una explicación de la reciente reforma del Estatuto de Autonomía. Al final, muchos aplausos. Me sugirieron un coloquio, que acepté de inmediato. Las intervenciones fueron bastante favorables a mis explicaciones, salvo tres jóvenes que fueron radicalmente críticos. Les contesté emplazándolos a una actitud crítica ante las acciones políticas sin distinción del protagonista de las acciones sino sobre la base del contenido. Si estáis en desacuerdo con una ley promovida por el Gobierno de España, les dije, os manifestaréis contra ella, lo que me parece bien. Ahora, si yo estoy en desacuerdo con un solo artículo de una ley promovida por la Generalitat de Cataluña y manifiesto mi oposición, paso a ser considerado como anticatalán. Cuando defiendo la capacidad de criticar las acciones de un Gobierno autónomo, estoy luchando por vosotros. Pretendo preservar vuestra libertad de pensamiento, porque si os dejáis avasallar por una política, de cualquier partido, que impida la libertad de exponer la contradicción, la oposición, estaréis permitiendo la instalación de un sistema totalitario que acabará con vuestra libertad.

La respuesta de los jóvenes fue un gran aplauso; los tres que me habían interpelado radicalmente se pusieron en pie, aplaudiendo. Fue una clara prueba de que es preciso exponer y defender aquello en lo que se cree. Son muchos los que no están de acuerdo con la política disgregadora de algunas formaciones políticas, pero no se atreven a defender lo contrario por miedo a ser calificados como centralistas. La palabra es el instrumento más poderoso que tenemos los que no tenemos otros poderes. Es necesario usarla contra las manipulaciones y en favor de la verdad.

El Partido Popular y el Defensor del Pueblo presentaron recursos al Tribunal Constitucional. Éste se dio un excesivo período de reflexión y discusión para emitir su sentencia. Los magistrados se debatían entre una sentencia que dictaminara la inconstitucionalidad de los preceptos que consideraban que transgredían el texto de la Constitución, y la posibilidad de redactar una sentencia interpretativa que sin establecer la nulidad de los artículos afectados obligara a una aplicación acorde con los preceptos constitucionales. Mientras deliberaban y rivalizaban durante años, los actores externos iniciaron una carrera de recusaciones de los magistrados que se suponían partidarios de una u otra posición. En la prensa se hacían cábalas sobre los posicionamientos políticos de los magistrados, a los que se atribuían obediencia a uno u otro partido. Algunos llegaron a amenazar con responder a una sentencia que no satisficiera sus aspiraciones. Declaraciones y convocatorias de manifestaciones se sucedían tomando posición sobre una sentencia que no existía.

El resultado fue un preocupante desprestigio del tribunal, un enrarecimiento del clima político y un desplazamiento de todos los partidos políticos de Cataluña hacia posiciones extremas, más en consonancia con las tesis nacionalistas que antes de la reforma del Estatuto.

A primeros de julio de 2010, el Tribunal Constitucional declaraba inconstitucionales catorce artículos o parte de ellos, a lo que añadía en el fallo la interpretación de acuerdo con la Constitución de otros veintisiete artículos. Además, sin que fuesen incluidos en el fallo, se hacía una interpretación conforme a la Constitución en cuarenta y nueve artículos más.

La conclusión es que la sentencia no garantizaba la seguridad jurídica que exige el artículo 9.3 de nuestra Constitución, pues la experiencia nos dice que los juicios interpretativos son asumidos por las partes en conflicto según sus propias posiciones, es decir, que no tienen eficacia jurídica alguna.

El problema principal se centra en que los fundamentos de la sentencia no siempre son acordes con el fallo, lo que significa que algunos, atendiendo sólo al fallo, pueden sostener que el Estatuto salió impoluto de la prueba de constitucionalidad, y sin embargo, otros, atendiendo a los fundamentos, pueden sostener que el Estatuto ha sufrido unos cambios tales que ha alterado sus objetivos iniciales. Es esta dualidad interpretativa lo que genera una inseguridad jurídica muy poco conveniente para la buena marcha de las instituciones del país.

El conflicto político se agudizó porque la sentencia seguía a un referéndum popular de aprobación del texto, celebrado el 18 de junio de 2006. Se repetían frases de insumisión al Tribunal Constitucional: «No hay Tribunal que pueda juzgar los sentimientos y la voluntad de los catalanes»; «El Tribunal es incompetente para enjuiciar una norma aprobada en referéndum que es, además, fruto de un pacto político»; «Los pactos deben respetarse, ¡a qué viene el Tribunal a cambiarlos!».

Es cierto que un texto sometido a referéndum adquiere una legitimación de la que carece el que no cuenta con la aprobación popular. Es ésta la razón que explica la existencia de un recurso previo ante el Tribunal Constitucional. Pero hubo de abolirse por el uso abusivo que de él hizo la derecha, impugnando gran parte de las leyes del Gobierno socialista con el objetivo de sabotear la acción de Gobierno. Siempre sostuve que debiera mantenerse para los Estatutos de Autonomía que puedan someterse a referéndum popular. No tengo dudas acerca de que un día se recuperará el recurso previo sólo para las reformas estatutarias, aunque tal vez éstas ya no se produzcan más, dada la deriva actual de los conflictos.

En cuanto al argumento de que una ley pactada entre el Parlamento de España y el de la comunidad no debiera ser revisada por el Tribunal Constitucional, fue para mí una sorpresa comprobar que en el grupo socialista una tesis semejante tuviese partidarios. En la apoteosis de la confusión que rodeaba a los asuntos constitucionales, dos diputadas socialistas, una de ellas profesora de Derecho Constitucional, María Antonia Trujillo, me argumentaron que en realidad todas las leyes emanaban de un pacto entre partidos políticos, por lo que el Tribunal Constitucional estaba inhabilitado para revisar ninguna ley. Fue un avance de la tesis eliminadora del tribunal que sostendría años después la entonces presidenta de la Comunidad de Madrid, Esperanza Aguirre, en uno de sus delirios de deconstrucción del Estado de derecho.

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