LA JUVENTUD AL PODER

SE celebraron las elecciones tres días después de los gravísimos atentados en los trenes de Atocha. Los electores, bajo el impacto de los crímenes y de los intentos del Gobierno de engañar a todos, eligieron mayoritariamente al PSOE. Un hombre joven y con aspecto y espíritu juvenil, José Luis Rodríguez Zapatero, alcanzaba la presidencia del Gobierno. Su investidura se produjo mediante el debate previsto los días 15 y 16 de abril. En el discurso de exposición del programa y para solicitar la confianza de la Cámara, el candidato advirtió: «No soy de los que creen que todo vuelve a comenzar con nuestra llegada al poder». Ésta fue una suerte de premonición negativa. Su mandato de ocho años como presidente y algunos más como secretario general del PSOE estuvo precisamente marcado por un adanismo innovador que tuvo poco en cuenta el pasado reciente y lejano del colectivo socialista.

Sí tomó algunas decisiones claves en el momento de su llegada al poder. La retirada de las tropas de Irak fue la más llamativa, pero no fue menos importante su anuncio de someter a la decisión parlamentaria toda participación posible de tropas españolas en misiones en el exterior. Suspendió la aplicación de la Ley Orgánica de la Calidad de la Educación, una imposición sectaria del Gobierno anterior. Anunció, en su línea de atención a los jóvenes, un incremento de la dotación y el número de becas, un ambicioso Plan Nacional de Transportes e Infraestructuras, el fomento de las energías alternativas, su compromiso con la estabilidad presupuestaria, su apuesta por la creación de empleo estable y de calidad, y de manera enfática su compromiso con las políticas sociales, destacando el avance de lo que sería la legislación de atención y ayuda a las personas dependientes. Hizo una apuesta firme por el combate contra la discriminación que centró en dos colectivos: los homosexuales (su derecho al matrimonio) y las mujeres (su derecho a la igualdad).

Sobre los derechos de la mujer habría de cimentar su labor como presidente y como secretario general de los socialistas. Muchos pensaron que su defensa a ultranza de las propuestas del feminismo militante se debía a una política orgánica interna, que se trataba de establecer una guardia pretoriana —las mujeres del partido— siempre dispuestas a defender en la organización al secretario general como garantía del ascenso de las militantes socialistas. Se puede citar un caso que ejemplifica la relación de do ut des entre las mujeres socialistas y el secretario general-presidente. Cuando en 2010 el Gobierno modificó la ley del aborto incluyó un artículo que establecía que las menores de edad pudiesen abortar sin proporcionar información a sus padres. Esta disposición creó un intenso malestar entre los socialistas. En el Grupo Parlamentario pude comprobar que la inmensa mayoría estaba en contra de la disposición, y ello por dos razones: por oponerse al principio, y por comprender que esa oposición sería compartida por la gran mayoría de los españoles. Ante tal paradoja, un Grupo Parlamentario que ha de aprobar una legislación que no comparte, acudí a la persona responsable de estos temas en la dirección del PSOE. Le expliqué que había comprobado la oposición del Grupo Parlamentario Socialista a la posibilidad de que las menores pudiesen abortar sin el conocimiento de sus padres. La respuesta me estremeció: «Yo también estoy en contra». ¿Entonces? Dos destacadas mujeres del socialismo, María Teresa Fernández de la Vega y Leire Pajín, lo habían acordado con el presidente del Gobierno. A partir de ese momento nadie quería arriesgar la excomunión del socialismo bajo acusación de machismo. Una situación que se repetiría en muchas ocasiones durante las dos legislaturas del presidente Zapatero, y que perduraría aún después, como cuando ya en 2012 el grupo se opuso a la consideración de una proposición de ley acerca de la patria potestad compartida entre el padre y la madre en caso de la ruptura del matrimonio. El lobby feminista se opuso a lo que la mayoría consideraba razonable y justo.

El candidato a la presidencia en 2004 anunció algunos cambios acerca de la estructura constitucional. Propuso «un consenso básico para afrontar una reforma concreta y limitada de la Constitución» que abordase cuatro asuntos: la reforma del Senado; las normas que regulan el orden de sucesión a la Corona, con el fin de adaptarlas al principio de no discriminación de la mujer que con carácter general consagra la Constitución; la denominación oficial de las diecisiete comunidades autónomas y las dos ciudades autónomas; y la referencia a la Constitución europea que se preparaba en aquellos momentos.

Ya entonces advertí de la improbabilidad de alcanzar el consenso que proponía el candidato a la presidencia. Claro que la reforma de la Constitución es posible, pero en ella se encuentran unas exigencias altas para su modificación.

La reforma de la Constitución exige un procedimiento y unas mayorías especiales. Los artículos 166 a 169 marcan cuáles son estas condiciones. Las mayorías necesarias, según establecen los citados artículos, son de 210 diputados (3/5) y de 232 diputados (2/3), del total de 350 de la Cámara. Las sumas posibles en aquel momento señalaban que PP más otros grupos de menor número de diputados sumaban 186. O bien que PSOE más otros grupos de menor número de diputados sumaban 202.

Faltaban, por tanto, en el mejor de los casos, ocho y treinta diputados para alcanzar la mayoría necesaria para modificar la Constitución, más allá de la conveniencia de alcanzar un consenso de una más amplia mayoría parlamentaria. La conclusión jurídica era que sin el acuerdo del PSOE y del PP la modificación no era posible. La conclusión política era que esta condición, necesaria, resultaría insuficiente con referencia a la mayoría que apoyó la Constitución de 1978: UCD, PSOE, PCE, CiU y parte del Grupo Parlamentario de AP.

Las propuestas del candidato a presidente abarcaban cuatro puntos concretos:

  1. La mención de la Constitución europea, dado que cuando se redactó la carta magna española no había siquiera el proyecto teórico de una norma fundamental para la Unión Europea. Consideré correcta esta pretensión, aunque me permitirán un par de comentarios.

    En 2004, el Tratado para una Constitución Europea estaba en trámite de ratificación por los veinticinco Estados que componían la Unión Europea desde el 1 de mayo de 2004. Se había ratificado ya por los parlamentos de Lituania, Hungría, Eslovenia, Italia y Grecia, y mediante referéndum, en España. Quedaban, sin embargo, algunos países importantes pendientes de su ratificación, con no muy optimistas perspectivas, como era el caso de Francia. Si el resultado fuese contrario en un país pilar de la construcción europea como Francia, probablemente la Constitución quedaría inaplicada, no entraría en vigor. Por ello habría que estar atento a la evolución, a fin de no incluir una mención en nuestra Constitución que con el desarrollo de los acontecimientos resultase inútil y fantasmagórica. Efectivamente, la previsión que yo hacía se cumplió. Francia y Holanda rechazaron el proyecto de Constitución europea, con lo que ésta dejó de existir.

  2. La discriminación por razón del sexo en el proceso de sucesión en el trono.

    La anunciada propuesta de modificar —sin alterar las previsiones que afectan al actual Príncipe de Asturias— las normas que regulan el orden de sucesión de la Corona tiene el objetivo de adaptarlas al principio de no discriminación de la mujer que con carácter general consagra la Constitución española.

  3. La constitucionalización de las comunidades autónomas ya existentes. La razón que se esgrime para proponer esta reforma se fundamenta en que en 1978, cuando se elabora la Constitución, las comunidades autónomas no están aún constituidas, por lo que el texto establece los requisitos y los mecanismos para la formación de éstas. Un cuarto de siglo después, el Estado de las Autonomías está consolidado con diecisiete comunidades autónomas y dos ciudades autónomas. Es por tanto acertado aprovechar la reforma para constitucionalizar el Estado autonómico.

  4. La cuarta reforma propuesta por el candidato en su discurso de investidura hacía referencia a la conveniencia de dotar al Senado del carácter de «Cámara de representación territorial» (artículo 69.1).

    Era y es probablemente la reforma más justificada por la realidad, no sólo por la necesidad de adaptar el Senado a la prescripción constitucional, sino para intentar que tenga una función que puede resolver muchos de los problemas de las relaciones entre las comunidades autónomas y el Estado. Las hipótesis de los posibles cambios componían las alternativas de competencia (legislativa o de coordinación territorial) y la forma de designación de los senadores (muy ligada a la atribución competencial).

Dado que ninguna de estas reformas podía hacerse sin el concurso de socialistas y conservadores manifesté grandes dudas de que la reforma llegase a buen puerto. Tal vez sea posible el acuerdo en lo referente a la sucesión de la Corona, pero dado que el cambio exige un referéndum, si no hubiese acuerdo más que en este punto, un referéndum referido sólo a una cuestión ligada a la Corona podría significar una experiencia arriesgada, por el sesgo que podría alcanzar la respuesta.

Por fin el candidato socialista hizo una impecable declaración de su concepción de la visión de España comprometiendo el Gobierno «en un permanente esfuerzo de interpretación de la diversidad en la unidad», pero su forma de alentar a las comunidades autónomas a un nuevo proceso de revisión de los Estatutos de Autonomía fue, en mi opinión, el talón de Aquiles que junto a la terca negación de la crisis económica de 2008, más algunas otras decisiones arbitrarias o no suficientemente evaluadas, produjeron el deterioro de un presidente que comenzó su andadura con vitola de limpieza, adalid de derechos civiles, libre de ataduras del pasado, y terminó abrasado por la opinión pública.

Si hemos de ser justos, es preciso reconocer que desde el primer momento el partido conservador dirigido por Mariano Rajoy estuvo en una actitud antigubernamental con procedimientos no muy democráticos. La manipulación de hechos y palabras, las acusaciones falsas al Gobierno, el embarramiento de toda acción del Gobierno hacían casi inútiles los esfuerzos por dar transparencia y limpieza al trabajo cuotidiano de la Administración del Estado. Hasta las realizaciones más nobles del Gobierno se convertían en hechos rechazables en manos de los dirigentes del PP y los aliados de su prensa manipuladora. Quiero poner un ejemplo que viví personalmente y que me llenó de indignación y furia contenida.

El Gobierno de José Luis Rodríguez Zapatero creó la figura del Alto Comisionado de Apoyo a las Víctimas del Terrorismo. Para ocuparse de tan noble misión eligió a un hombre de larga trayectoria en la defensa de los derechos humanos, Gregorio Peces-Barba, que puso como condición para aceptar que no tuviera ninguna remuneración económica. Acudió a la Comisión Constitucional en febrero de 2005 para informar de las líneas generales que pensaba desarrollar en el desempeño de su función. En aquella sesión, una diputada del Partido Popular, Alicia Sánchez-Camacho, protagonizó uno de los actos parlamentarios más inmundos que he contemplado en mi larga vida como diputado. Le acusó de falta de sensibilidad con las víctimas, de partidista en su labor, de provocar división y malestar entre las asociaciones de víctimas, y terminó por pedir su dimisión. Todo en un tono desabrido, de acoso, de desprecio de la persona. Un espectáculo nauseabundo tratándose de una persona buena como Gregorio Peces-Barba.

Una página difícil de arrancar
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