¿UN FUTURO SIN ESPERANZAS?
MI carácter personal me inclina a ser un escéptico esperanzado. Puede parecer una definición contradictoria, pero no lo es. Mi tendencia me hace observar los hechos que suceden ante mí con una actitud escéptica, no me dejo arrastrar por entusiasmos que conduzcan a una posterior frustración ante el escaso resultado respecto a las expectativas creadas. Sin embargo, cuando contemplo la historia de la humanidad en grandes etapas aparece la esperanza del futuro al comprobar que en esos espacios de tiempo la humanidad siempre encontró la manera de mejorar sus condiciones de vida. Esta opinión no excluye que, en un breve período, el retroceso será la evidencia innegable. El ejemplo de Europa es clave, cuna de la civilización occidental, lugar de descubrimientos que han cambiado la vida de la humanidad, germen del arte y las más sublimes obras de la literatura, fue también un campo de muerte entre 1914 y 1945 provocando el deceso de setenta millones de seres humanos. Civilización y barbarie son términos que se oponen, pero que la historia ha conjugado con harta frecuencia.
El Ministerio de Defensa británico preparó e hizo público, en abril de 2007, un documento sobre «Análisis de los riesgos e impactos clave» desde el punto de vista militar que incluía una visión del «contexto estratégico futuro». Aunque advierte de que no son predicciones sino sólo un balance de probabilidades, el panorama que describe del futuro de la humanidad no podía ser más sombrío.
Pronostica, como muchos otros, que el potencial económico de China y la India cambiará de forma radical las relaciones de fuerza que hoy conocemos de países fuertes y débiles en el ámbito internacional.
Supone el estudio que en 2035 estarán disponibles, para el uso de los ejércitos de los Estados y del mundo del crimen, armas de pulso electromagnético, capaces de destruir los sistemas de comunicación de un país o de dejar inutilizables centros de negocios o comunicación. Prevé igualmente armas de neutrones, capaces de matar sin destruir las infraestructuras, y apunta a su posible uso para «limpiezas étnicas extremas en un mundo cada vez más poblado» (calculan 8.500 millones de personas en 2035, con incrementos del 132 por ciento en Oriente Próximo y del 81 por ciento en el África subsahariana), artefactos bélicos sin necesidad de soldados y armamento biológico, radiológico o nuclear.
El informe sostiene que se utilizará comúnmente el chip conectado al cerebro, que en una visión optimista hace pensar en la solución de problemas de deficiencias en las personas, pero que tiene otra versión altamente preocupante, el control de la obediencia, el cumplimiento de las predicciones de la literatura de ciencia ficción. Pronostican, lo que ya es una realidad, aunque sólo incipiente, que la omnipresencia de la tecnología de la información facilitará a Estados, grupos, a organizaciones criminales la movilización de ciudadanos, seguidores o secuaces de manera inmediata, flashmobs lo llaman, dificultando el mantenimiento del orden legal.
La cuestión más llamativa del documento es la previsión que hace de la evolución de las clases sociales. Para sus redactores, «las clases medias podrían convertirse en revolucionarias, tomando el papel pronosticado por Marx», y ello por la brecha inmensa que separa a la clase media de los más ricos de la sociedad. Piensan que la clase media «podría unirse, usando el acceso que tiene al conocimiento, los recursos y la habilidad para modelar a su antojo procesos transnacionales». Prevén la extensión de posiciones radicales, el relativismo moral, la búsqueda de «sistemas de creencias más rígidas, mayor ortodoxia religiosa e ideologías políticas doctrinarias, como el populismo».
No conozco la competencia científica de los redactores del servicio de la Defensa británico, pero sí constato que sus previsiones describen una suerte de rebelión de las clases medias como respuesta a la pauperización que están sufriendo. En los años dorados de la economía tras la segunda guerra mundial, con la reconstrucción de los países destruidos por la contienda y la aparición de nuevos avances tecnológicos, se creyó que los problemas derivados de la pobreza tendrían por fin una solución definitiva.
A comienzos del siglo XXI contemplamos una realidad menos halagüeña, el principio de austeridad, la política de reducción de los gastos sociales que palían los problemas de supervivencia para los sectores necesitados y la creación de enormes fortunas al calor de las crisis económicas han marcado con tintes más agudos la distancia entre la clase opulenta y la clase que vive con necesidades básicas.
Después de unas décadas de mejoramiento de las condiciones vitales, el mundo transita hacia una humanidad que vive angustiada por la seguridad vital mínima de sus familias. Si los Gobiernos y los poderosos grupos financieros que dominan la marcha del mundo no cambian la orientación de sus políticas hacia una igualación social que garantice una vida de dignidad a todos, los profetas que anuncian el Apocalipsis en forma de rebelión revolucionaria de las clases medias, hoy muy proletarizadas, verán cumplidos sus vaticinios.