UNA CRISIS INSTITUCIONAL
SÓLO habían transcurrido dos meses desde la celebración del XXXIII Congreso del PSOE cuando el Gobierno, y por ende el Partido Socialista, afrontaba una grave crisis institucional. Simultáneamente habían estallado dos escándalos que tuvieron una repercusión pública muy amplia y muy profunda. La implicación en un espectacular caso de corrupción de Luis Roldán, director general de la Guardia Civil —junto con su evasión fuera de España, el 29 de abril de 1994—, y el descubrimiento de alguna participación en el asunto Ibercorp por parte del gobernador del Banco de España, Mariano Rubio, pusieron para muchos en tela de juicio las repetidas declaraciones del Gobierno de su compromiso con la lucha contra la corrupción. La alta posición institucional de los personajes comprometidos y la especial característica de los puestos que desempeñaban facilitaba una interpretación grotesca y de fácil caricatura: se lleva la caja quien debe guardar el banco, quien debe perseguir al que asalte el banco. La alarma social y política anunciaba una catástrofe a las puertas de unas elecciones, las que servían para elegir a los representantes españoles en el Parlamento Europeo. La crudeza con que todos —la oposición, la prensa, la sociedad en su conjunto— se expresaron motivó la elaboración de una nota del equipo del presidente del Gobierno proponiendo una reacción inmediata y de gran calado el día 3 de mayo. Sólo un día más tarde tuve una conversación con el presidente en la que abundé en algunas de las explicaciones y propuestas de su equipo (en aquel momento yo no conocía la existencia de la nota) y discrepé de otras.
El equipo principal opinaba lo que expondré a continuación acerca de las actuaciones inmediatas que era preciso efectuar «en respuesta a la grave situación política creada por los casos Rubio y Roldán».
Se proponía la inmediata dimisión del ministro del Interior, Antonio Asunción, y su sustitución por una persona sólida, capaz de afrontar, se decía, las dificultades por las que atraviesa el ministerio (apaciguamiento de las divisiones internas y, en definitiva, transformar el ministerio). Se sugería a Juan Alberto Belloch como un posible sustituto.
Se consideraba que producido el cambio debería ser el presidente del Gobierno quien facilitase las explicaciones públicas. Con dos variantes: mediante una comparecencia en televisión, dada la seriedad del momento y para transmitir serenidad y evitar la percepción de que el Gobierno se encontraba desorientado, o a través de una rueda de prensa, más versátil y cómoda dado el estilo del presidente González, pero con el riesgo de que algunas preguntas superficiales o frívolas pudieran hacer perder fuerza al mensaje.
El temor a que pudiera crearse la imagen de que en el Gobierno pudiera haber alguna complicidad con la fuga de Roldán por miedo a sus hipotéticas declaraciones les hacía aconsejar ir más allá de la dimisión del ministro proponiendo el cese de los responsables del ministerio y la sanción de los que pudieron haber colaborado en la huida. Igualmente se creía necesario que José Luis Corcuera, anterior ministro del ramo, entregara su acta de diputado, no creyéndolo necesario para José Barrionuevo.
En cuanto al caso Mariano Rubio, los equipos presidenciales asumían la contaminación del portavoz parlamentario, Carlos Solchaga, que había avalado hasta el final la honradez del gobernador del Banco de España. Sin embargo, opinaban que su renuncia a la portavocía no sería freno de la presión política creciente. En todo caso aconsejaban que, si el fiscal presentaba al cabo de unos días la querella contra Mariano Rubio, sería el momento de renunciar Solchaga al cargo parlamentario.
La nota destinada al presidente del Gobierno ponía el énfasis en el agravamiento de la situación, argumentando que el problema no era sólo para la posición del Gobierno, sino para todo el país, que estaba sumido en una crisis. De ello, la necesidad y la obligación de buscar una salida a la situación.
Sólo un día después, el 4 de mayo, llamé por teléfono al presidente del Gobierno y secretario general del partido. Eran las 14.30, me atendió para decirme que me llamaría a las 17.30 o 17.45.
A las 17.30 me llama. Le planteo la gravedad de la situación. Me cuenta cómo se responderá en cuanto a las exigibles responsabilidades políticas.
Del caso Roldán me dice: «Dimite el ministro del Interior, le sustituye Juan Alberto Belloch en Justicia e Interior. Renuncia al acta de diputado de José Luis Corcuera y José Barrionuevo (aún no ha hablado con él)».
Del caso Rubio me dice: «Dimite Carlos Solchaga. Cree que el acta de diputado también la dejará. Dimite hoy a las 18.30 el ministro de Agricultura, Vicente Albero. Tenía pagarés del Tesoro en una cuenta de De la Concha».
Me anuncia que dará explicaciones en rueda de prensa, en un acto de presentación de candidatura para las elecciones andaluzas y el Parlamento Europeo. Tendrá también una conversación con Jordi Pujol.
Le pregunto:
—¿Y el partido?
—Convocad vosotros a la Comisión Permanente de la Ejecutiva y dadle vueltas al asunto.
—¿Sin ti? —pregunto.
—Sí, porque yo estoy ocupado preparando la comparecencia.
—¿Qué comparecencia?
—La del Parlamento.
—Pero tú querrás acudir con un portavoz del Grupo Parlamentario…
—¡Ah!, claro.
—Entonces hay que reunir a la Comisión Ejecutiva. Y elegir cuidadosamente al portavoz.
—Sí, tiene que poder dirigir el grupo y dar la cara.
—Y tener a la gran mayoría del grupo detrás. Pero todo esto no basta, Felipe, habría que mover otras muchas cosas.
—No hay margen.
—Sí lo hay. Habría que explorar posibles alianzas. Invitar a hablar sobre ello a IU, al PNV y a CiU. Llamar a UGT y a CC. OO. y ofrecerles un plan de empleo y de gasto social (si hay que atrasar unos años dos tramos de autovía, se hace).
—Lo de IU haría perder la confianza económica.
—Hoy ya no hay confianza económica. Todo esto lo tendrías que hacer tú. Otra cosa supondría más complicación.
—Es lo que yo pienso. Sería buena una coalición con CiU, pero creo que no querrán.
Pocos días después se reunió la Comisión Ejecutiva del partido para proponer quién debía ser el portavoz del Grupo Parlamentario.
Felipe González presentó a Joaquín Almunia como candidato. De nuevo se repetía el error de un año antes, se proponía a un candidato que no contaba con el apoyo general del Grupo Parlamentario. Así lo expresé, añadiendo que por esa poderosa razón mi opinión era contraria. Pero advertí que no propondría una alternativa, ni solicitaría votación ni en la Comisión Ejecutiva ni en el Grupo Parlamentario.
Era consciente de que la crisis política que vivía la sociedad española no soportaría la imagen de un partido en el Gobierno dividido a la hora de elegir a su portavoz parlamentario. A pesar de que en esta ocasión ya no tendría el mismo efecto la coacción por el miedo, comprendí que no había circunstancias históricas para agravar la crisis con una pugna por la representación parlamentaria. Terminé repitiendo que no apoyaba la propuesta, pero que, dadas las circunstancias políticas, si no se retiraba no habría propuesta alternativa. Sólo como valor de testimonio ofrecí más nombres que reunían en mi opinión mejores valores para el puesto: Virgilio Zapatero, Javier Sáenz Cosculluela, Eduardo Martín Toval, Luis Martínez Noval y Txiki Benegas. Nadie expuso ninguna razón, y así repetimos la elección con características semejantes a la de un año atrás. ¿Por qué se elegía siempre a alguien que no contase con la confianza del Grupo Parlamentario? No es fácil responder a una pregunta tan simple y sensata. Tal vez denota una gran desconfianza del Gobierno hacia el grupo de diputados que le apoya, tal vez la razón esté ligada a motivos más pedestres, más vinculada a que los diputados con autoridad y aprecio en el grupo mostraban afecto y coincidencias conmigo. Poner por delante las motivaciones personales y tras ellas las razones institucionales ha producido unos perjuicios políticos casi inapreciables cuando se adoptan las decisiones, pero con efectos posteriores arrasadores con destrucción de esquemas de funcionamiento que actuaban con eficiencia y que dejan de hacerlo. Y ya se conoce lo rápido y fácilmente que se destruyen los órganos de actuación política y lo severo que resulta recomponer un instrumento que ha sido desmantelado por decisiones erróneas.