UN PATRIOTA ENTRE DOS LUCES
EN agosto de 1992 murió Paco Fernández Ordóñez, con el que había compartido Gobierno. Francisco Fernández Ordóñez tenía una obsesión, la modernización de España. En su vida política, desde la Transición en el seno de UCD —debatido internamente— hasta el Gobierno socialista —no aceptado totalmente por algunos—, Paco representaba el papel de servidor del Estado. Prudente, cauto, asustadizo y valiente a un mismo tiempo, logró el respeto y el afecto de muchos.
Mis relaciones con Paco Fernández Ordóñez fueron intensas y de amigos cómplices desde el inicio de la Transición. Cuando tuvo en sus manos la tarea de «crear» un sistema fiscal entendió que sin la oposición la reforma fiscal no alcanzaría el anclaje que necesitaba la nación para su definitiva modernización como Estado que legitimase la recaudación para subvenir a las obras y los servicios de los que están necesitados los ciudadanos. Como yo «patroneaba» el Grupo Parlamentario Socialista, acudió a mí para poner los cimientos de la reforma. A escondidas —¿verdaderamente era a escondidas?— nos reuníamos en su domicilio y trabajábamos sobre su mesa delante de la biblioteca, buena colección de libros de literatura y ensayo, presidida por la última foto del poeta Antonio Machado antes de morir, con la aflicción y el quebranto retratados en el rostro.
La reforma fiscal, la LOFCA (Ley de Financiación de Comunidades Autónomas) y la Ley del Divorcio fueron parte de nuestras conversaciones más de amigos convencidos de la urgencia de transformar el país que de políticos de partidos diferentes y hasta enfrentados. En muchas de aquellas comunicaciones participaba también el más entrañable de los diputados del Congreso, Francisco Fernández Marugán, también servidor abnegado del Estado, como lo demostraría durante años peleando por un debate racional de los Presupuestos Generales del Estado.
Con Fernández Ordóñez abrí la campaña electoral de 1982, en la plaza de Las Ventas de Madrid. Pronunció un discurso muy bien organizado, sistemático, ordenado, anunciando qué podía y debía hacer un Gobierno socialista si obtenía la confianza del electorado.
El público que colmaba la plaza se identificó con aquel hombre que procediendo de gobiernos de centro derecha ofrecía su inteligencia a un proyecto progresista, un hombre entre dos luces, la modernización y el progreso, que iluminaron su vida. Al finalizar, los aplausos y los vítores le llenaron de satisfacción. Me acerqué a él y le dije al oído, el ruido general ensordecía: «Paco, tu inteligencia ha atravesado sus corazones. Es tu gente».
Hablé yo después, un discurso de nueve minutos. De intensidad muy alta, sin dejar un resquicio para descansar; fueron nueve minutos con la plaza puesta en pie gritando y aplaudiendo. Intenté que mi voz se oyera pero no se quebrara. Finalizada la intervención, Paco quiso corresponder a mi felicitación diciéndome: «Ahora me doy cuenta de por qué la gente te quiere». Nos abrazamos confirmando así el espíritu de complicidad y lealtad que nos había llevado hasta aquella plaza, en la presentación de un proyecto gubernamental de cambio para España.
Cuando fue nombrado ministro de Asuntos Exteriores reanudamos unas relaciones de amigos que encontraban siempre materia para una amena conversación, pues a nuestras preocupaciones políticas añadíamos nuestra afición por los libros, lo que dio para una anécdota simpática. Los Consejos de Ministros comenzaban a las nueve de la mañana, pero antes teníamos la oportunidad de intercambiar opiniones en una salita donde se servía un buen café. Sin que hubiese un acuerdo expreso ni tácito algunos siempre se adelantaban, con un orden de llegada que se repetía sin excepción. El primero en llegar era siempre yo, seguido de Paco Fernández Ordóñez; un rato después aparecía inexorablemente el ministro de Cultura, Jorge Semprún. Cuando él llegaba estábamos enfrascados en una revisión de nuestras lecturas, dando nuestro criterio sobre novelas y personajes. Semprún siempre corroboraba lo que estábamos diciendo. Sabíamos de su calidad literaria, especialmente por la lectura de su magnífico Le grand voyage (El largo viaje), pero nos escamaba que en todo momento ratificase nuestras opiniones sin añadir nada más. Concebimos Paco y yo una broma que nos despejase la duda de si él verdaderamente había leído todo lo que comentábamos. Acordamos que a la siguiente sesión del consejo hablaríamos de una novela inexistente y ponderaríamos a un personaje de tal novela, por supuesto una invención. Él nos siguió la broma, había leído la novela, confirmaba nuestro criterio acerca del personaje. No podíamos aguantar de risa, pero le ahorramos la crueldad de colocarlo ante su presunción.
Cuando daba sus primeros pasos la enfermedad de Paco Fernández Ordóñez, éste se sumió en una desesperanza de gran desconsuelo. Se enfrentó a la posibilidad de la muerte como un hombre racional que rechaza la milagrería. Me decía: «Alfonso, esto es la muerte. Cuando la muerte llega el hombre debe aceptarla». Intentaba yo calmar su angustia insistiendo en la alta tasa de curación que se ha alcanzado en el tratamiento del cáncer, pero no lograba de él ni un ligero cambio hacia el optimismo. Sin embargo, cuando se sometió a la operación, pronto se observó el avance del mal. Su organismo se debilitó, su apariencia se deterioró a ojos vistas de cualquiera, pero él se resistía a que el final estuviera cerca. «Alfonso, esto va a pasar. Es un mal momento, pero pronto vendrá la recuperación y me sentiré perfectamente». No era fácil contestar, ¿seguir la corriente de su negación de la muerte para consolarlo?, ¿o tal vez se sentiría ofendido por el conformismo de esa falsa serenidad? ¿Era quizás una sedación no física pero mental?
El hombre racional entiende y acepta el proceso de la vida y de la muerte, pero cuando la proximidad de la muerte se abraza a su rostro, el hombre se rebela ante la extinción total.
Cuando murió, recordé una historia que conocía de años antes. Paco tenía un hermoso perro que él adoraba. Cuando el perro dio síntomas de muerte por envejecimiento, Paco lo tomó en sus brazos y me dijo que, con el calor físico y sentimental de su cuerpo, la muerte del animal sería más dulce. Me pregunté si Paco había sentido también en el momento de su defunción el calor que muchos sentíamos por un hombre de bien que supo cumplir con la vida, con sus amigos, con su país.