Capítulo diez
OFICINAS del Phoenix Shipping S.A. Londres, Reino Unido Hora local: 0830 horas 13 de junio GMT: 0730 horas 13 de junio
Braun se sentó en la silla favorita de Alex Kairouz mientras contemplaba con los dedos apoyados contra su barbilla. Alex se sentó en el sofá, con el rostro color ceniciento y tembloroso mientras asimilaba las noticias. El cuerpo de Ibrahim había sido encontrado en un callejón, degollado y sin la cartera. La policía Metropolitana de Londres, al igual que los medios, lo consideraron como un crimen al azar. Se incluyó un pequeño artículo en una página interior del The Daily Telegraph y se hizo una breve una mención de 30 segundos en el telediario de la mañana. Braun estaba complacido.
—Para de lloriquear, Kairouz —le dijo Braun— Es tu puñetera culpa.
—¿Mi... mi culpa? Bastar...
—Por supuesto que es tu culpa —afirmó Braun— ¿No te advertí de lo que podría pasar si no controlabas a Ibrahim? De hecho, les he perdonado la vida a su mujer e hijos. Por ahora, ya que si no paras de llorar y vuelves al juego terminaré con ellos.
—¿Qué quieres?
—Que sigas participando. ¿Te sorprende saber que tu amigo Dugan ha estado husmeando? Él e Ibrahim se hicieron amigos muy rápido, desgraciadamente para Ibrahim. Dugan está fuera de control y quiero que tú mismo te ocupes de que se mantenga alejado.
—Te avisé de que esto podría pasar —le recordó Alex— ¿Cómo narices puedo controlar a Thomas?
—Para empezar, acércate más a él —le dijo Braun— Aprovecha vuestra amistad y encuentra la forma de mantenerle en la ignorancia y alejado de todo. Eres un tipo inteligente. Estoy seguro de que se te ocurrirá algo. No me importa cómo lo hagas, pero contenle.
—¿Y si no puedo?
—Entonces tanto el señor Dugan como la familia de Ibrahim sufrirán un accidente. ¿Entendido?
Asintió un poco tieso y Braun se puso de pie y salió.
Estaba contento con su solución. Delegar era sinónimo de ser un buen director y sin ninguna duda Kairouz podía controlar a Dugan durante una semana o dos. Después de eso, no importaría.
Edificio del apartamento de Anna Walsh Londres, Reino Unido Hora local: 2225 horas 13 de junio GMT: 2125 horas 13 de junio
Anna se levantó y retiró su cabeza del pecho de Dugan para mirar con detenimiento la alarma que estaba iluminada. Dugan se revolvió, su ronquido suave se vio interrumpido por un cambio en su sueño. Anna miró sonriente su cara de dormido, apenas visible a la luz del reloj. Nunca antes había mezclado su vida profesional y personal. Sabía que acabaría lamentándolo. No fue así.
Anna agitó sus hombros.
—¿Qué... qué hora es? —la voz de Dugan era muy grave cuando dormía.
—Las diez y media. Casi la hora de acostarse.
—¿Otra vez? —sonrió.
Anna le dio un codazo en las costillas.
—Por separado, quise decir. Vamos. Levántate. Tenemos que revisar unas cuantas cosas antes de volver a mi casa.
Dugan la acercó.
—¿Y qué hay de malo en quedarnos aquí? Parece que nos comunicamos bien.
Anna se rió y se separó de él.
—Te distraes fácilmente. Arriba.
Dugan suspiró y se sentó para buscar sus calzoncillos.
—Voy a coger una cerveza. ¿Te cojo algo?
—Solo un vaso de vino —respondió Anna— Ahora salgo, que voy al baño.
Anna salió del baño con una bata de seda y se sentó a su lado en el sofá. Dugan se quedó mirando a su cerveza, absorto en sus pensamientos.
—No es tu culpa, lo sabes —le dijo Anna.
—Sí, lo es —Dugan agitó su cabeza— Ibrahim confió en mí y murió por ello. Debí dejar que lo hicieseis vosotros.
—Tom, no sabes quién avisó a Braun o incluso si Braun le mató. Pudo haber sido un simple robo u homicidio, tal y como así parece.
—¿No te habrás creído realmente eso?
Anna suspiró.
—En realidad no, pero en lo que sí creo es que no puedes dar muchas vueltas a las cosas en este negocio. Si no acabarás chiflado.
—¿Chiflado?
Anna sonrió.
—Creo que los yanquis decís “volverse loco”.
—No me queda nada para ello y a Alex le queda aún menos —dijo Dugan— ¿Le viste cuando vino a mi oficina hoy?
—Tenía mala cara —acordó Anna— ¿De qué hablasteis?
—Casi todo el tiempo de Ibrahim —contestó Dugan— Alex se lo ha tomado muy mal, pero muy a pecho, se parece mucho al viejo Alex. Nos ha invitado a cenar este miércoles. Lo he aplazado hasta que podamos hablar de ello. ¿Qué te parece?
—Deberíamos ir. Podría ayudar el restablecer un contacto cercano.
—Sí, bueno, pero se pondrá tenso —dijo Dugan— Por lo visto, todas las mujeres de la casa, a excepción de Cassie, están convencidas de que soy un sapo lascivo.
—Eso demuestra los sorprendentes instintos que tienen —sonrió Anna.
Residencia Kairouz Londres, Reino Unido Hora local: 1005 horas 15 de junio GMT: 0905 horas 15 de junio
—Le pido disculpas, señora Hogan —le dijo Gillian Farnsworth al tropezarse con una señora Hogan que salía atareada de la despensa.
La cocinera sonrió.
—No pasa nada. ¿Has visto a Cassie llegar a salvo al colegio?
La señora Farnsworth agitó su cabeza.
—Apenas. Ese Farley es una amenaza.
—Sí, es muy malo. Me gustaría echar veneno en su maldito té y enterrarle en el jardín trasero.
La señora Farnsworth sonrió ante la imagen de una corpulenta señora Hogan arrastrando a Farley a través del césped; los pensamientos de Farley rara vez le dibujaban una sonrisa en su cara. Su presencia corpulenta afectaba su rutina y su conducción era deliberadamente imprudente, provocando invectivas de Gillian a las cuales él respondía con un falso “Disculpe, señora” y unas sonrisitas en el espejo.
Las mujeres se callaron en cuanto Farley entró por la puerta de atrás.
—Hola, corazón —le dijo a la cocinera, ignorando a la señora Farnsworth— ¿Por qué no me pone una taza?
—Tiene una cocina en su habitación, Farley. Llévese el té ahí —le instó la señora Farnsworth.
—Bueno, ¿no somos todos superiores y poderosos? El viejo judío se trajo su té aquí.
—Usted no es Daniel —dijo la señora Farnsworth— Y no le llame así. De todas formas, no es la hora del té, así que deje de hacer el vago y lave el coche.
—Lo hice ayer —respondió Farley.
—Entonces otra vez.
Se le quedó mirando, si apenas poder controlarse y un escalofrío recorrió el cuerpo de la señora Farnsworth antes de que Farley saliese dando un portazo. Sintió el brazo de la señora Hogan en sus hombros y le dijo.
—No te preocupes, querida. Si te pone la mano encima o sobre Cassie, le destriparé como a un cerdo, de verdad te lo digo —abrió el bolsillo grande del delantal y le enseñó el mango de un cuchillo de cocina. De repente, enterrar a Farley en el césped no parecía poco probable.
La señora Farnsworth sonrió.
—Una idea muy atractiva señora Hogan, pero si le arrestan, ¿dónde encontraríamos una cocinera tan buena?
—Pues en ningún sitio, donde si no, señorita.
—Tiene toda la razón —la señora Farnsworth recobró la compostura— Ahora bien, ¿dónde estábamos?
—Ah, casi me olvido. El señor Kairouz llamó...
—¿Ha llamado? ¿Pasa algo malo? Está muy disgustado por lo del señor Ibrahim.
—Sí, lo está, pero parece que está mucho mejor ahora —aclaró la señora Hogan— De hecho, llamó para decirme que tendríamos invitados esta noche.
—¿Quiénes?
La señora Hogan puso una cara.
—El señor Dugan y su putita.
—Su nombre es Anna Walsh, señora Hogan y Alice Coutts me dice que es una chica encantadora.
—Sí, ¿y de qué otra forma se llama a una ‘chica’ a la que le atrae un caballero rico y lo suficientemente mayor como para ser su padre? Es una fulana, así de claro y de sencillo —suspiró— Pero es él, eso es lo decepcionante. Hombres. Incluso hasta el mejor piensa con la cosita pequeñita de abajo. Salvo el señor Kairouz, por supuesto.
La señora Farnsworth contuvo una sonrisa.
—El señor Dugan no es lo suficientemente mayor como para ser el padre de la señorita Walsh. Intente abrir su mente.
—Está bien. Le daré a la pequeña putita el beneficio de la duda.
Intentado evitar reírse, la señora Farnsworth recorrió el pasillo hasta sentarse en su pequeña oficina debajo de las escaleras. Había convertido el antiguo armario en un espacio de trabajo limpio y eficiente, con un escritorio pequeño y una silla. Había un tablero de corcho cubierto con horarios y listas de “cosas que hacer” y un escritorio con una pantalla plana y un teclado. Un collage con fotos de Cassie llenaban la pared de enfrente.
Como siempre, las fotos le dibujaban una sonrisa en la cara, pero esta desapareció al ver su cara de cansancio reflejada en la pantalla. Tenía los rasgos finos y ojos color miel, pero su pelo empezaba a tener canas y algunas no estaban hacía unas semanas. No le importaba. La belleza física solo le había traído dolor. Su apariencia de mujer sencilla y matronal, al igual que el mundo “apropiado” que había creado era un refugio seguro, no solo para ella, sino también para Cassie.
Sonrió otra vez al ver las fotos. Cassie, su mayor tesoro, se la había legado de una mujer moribunda que a pesar de sus mentiras, había confiado igualmente en ella. Una mujer que estrechó sus manos y extrajo una promesa. Una promesa que Gillian tenía la intención de mantener hasta el final. El progreso era desigual y el éxito inseguro, pero Cassie viviría bien. Así lo procuraría Gillian.
Prisión Holloway de Su Majestad Norte de Londres, Reino Unido 27 años antes
Cuando las puertas de la prisión se cerraron al salir Daisy Tatum, le entró en pánico. No por la libertad, sino por miedo a fracasar y recaer en su antigua vida. Tenía 22 años y nunca había tenido un trabajo o una cuenta bancaria, ni siquiera una tarjeta de crédito. Había asistido a todos los cursos que ofrecía la prisión pero sabía que no era lo mismo. Una asociación de caridad le había conseguido un trabajo, pero nunca había servido mesas.
El primer día fue mal: mezcló todos los pedidos y tiró una bandeja. Pero el propietario de la cafetería, también un ex convicto, era muy paciente con ella. Dos semanas más tarde, se volvió andando hasta su pequeño apartamento con su primer sueldo en su bolsillo. Estaba cerrando la puerta cuando unos brazos fuertes le rodearon.
—Qué pasa nena, ¿no hacemos buena pareja? Se nos ve de lujo —el aliento de Tommy apestaba a cerveza. Se acercó a ella y le empujó hacía la pequeña cocina— Ha sido muy duro que no vinieras a visitar a tu viejo amigo, pero te he estado vigilando. Y como vi que estabas mu ocupá, decidí venir a verte —la fulminó con la mirada— Así que aquí me tienes.
Daisy lo miró aterrorizada, las lágrimas recorrían sus mejillas.
—Ya ya, no llores —le consoló Tommy— No hace falta que sigas, aunque la verdad me siento muy mal. Por lo que veo el talego te ha venido de perlas. Ya no eres la misma arpía de antes. Me juego lo que sea a que ahora trabajas en algo legal y con tus colegas emperifollados. De todas formas dentro de poco tendremos nuestra pequeña reunión familiar, aunque antes vas a saludar a un viejo amigo.
Puso las drogas en la encimera de la cocina y el terror de Daisy se convirtió en furia cuando él la ignoró mientras derretía heroína en una cuchara y tarareaba una melodía para sus adentros, lo que ella quería ya no importaba. Los recuerdos empezaron a aflorar: desde la pesadilla de estar sujeta con una correa abierta de piernas y brazos en un colchón mugriento porque Tom había vendido su virginidad a un pedófilo gordo con halitosis; hasta aceptar trucos de “clientes especiales” en la trastienda del “club de caballeros” de Tommy hasta que fue lo suficientemente mayor como para salir a la calle. Se acordó de sus intentos de rebelarse y fugarse, pero también de los golpes. Y más golpes cuando no ganaba suficiente, se negaba a inducir abortos o solo porque a Tommy le daba la gana. Golpes hasta que se quedaba sin fuerzas y el dolor desaparecía como una imagen borrosa por culpa de las drogas, los “pequeños estimulantes” de Tommy para mantenerla despierta y produciendo dinero. Recordó su sonrisa sarcástica cuando le visitaba en prisión para decirle que no se merecía ni salir bajo fianza ni un abogado y para advertirle también de mantener su boca cerrada y cumplir con la condena.
La cancioncilla de Tommy terminó de manera abrupta cuando el cuchillo de cocina entró en su pecho hasta la empuñadura, impulsado por 54 kilos de odio impulsados, a su vez, por 30 años de rabia. Murió sorprendido, incapaz de creer lo poco que se valoraba su amabilidad.
Daisy entró en pánico. Juntó lo poco que tenía y huyó. Paró para llamar por un teléfono público. Después de un corto viaje en autobús, se sentó en el sofá de Gloria.
—Se lo merecía el bastardo, pero ahora Daisy es historia —dijo Gloria— Tenemos que inventarte una nueva vida y no te puedes quedar aquí, cariño. Saben que fuimos compañeras de celda. Este es el primer sitio en el que mirarían. Pero no te preocupes. La tía Gloria está en todo.
Gloria le buscó a Daisy un lugar para esconderse junto con el amigo de un amigo de confianza. Dos semanas más tarde reapareció disfrazada y con una bolsa de la compra.
—Perdona cariño —dijo al abrazar a Daisy— La poli me siguió la pista durante un tiempo, pero creo que ya se han cansado. Solo para estar a salvo, he cogido el metro y he hecho unos 6 trasbordos —sonrió con mucha alegría y sentó a Daisy en el sofá— Quería traerte tu nueva vida en persona.
Daisy parecía confusa mientras Gloria sacaba el periódico de la bolsa de la compra. Vio la foto de una mujer que se parecía a ella junto a un titular “Viuda de guerra muere en un accidente de coche”.
—Pero,... ¿qué es esto? —preguntó Daisy.
—Tu nueva vida, cariño —contestó Gloria— Gillian Farnsworth, edad 24. Murió hace tres semanas en un accidente. Viuda del cabo de marinería John Farnsworth, de la Armada Real. Pobre cabrón. Murió en las Islas Malvinas cuando los argentinos hundieron su barco. Sin hijos y tanto John como Gillian son hijos únicos y sus padres están muertos —Gloria sonrió— Es perfecto.
—Yo... yo no se, Gloria. ¿Cómo puedo...?
—Daisy, cariño —dijo Gloria— No podíamos pedir más. Viuda de un pobre cabrón que se alistó y explotó por culpa de una bomba argentina. Si alguien te pregunta, échate a llorar. Es muy doloroso para poder hablar de ello. Es perfecto.
—Pero... ¿cómo puedo fingir? No tengo ni idea de nada...
—No finjas, cariño, lo serás —le advirtió Gloria.
Sacó un expediente gordo de su bolsa.
—Está todo aquí. Los nombres de tus padres, fechas importantes, colegios, profesores, todo. Con esa mente privilegiada que tienes en dos semanas conocerás a Gillian más de lo que se conocía a ella misma.
—Pero seguro que hay un registro de su muerte.
Gloria asintió.
—En Oxford, en donde murió en un accidente de coche mientras cruzaba y por supuesto no está remitida a Reading, en donde nació y vivió toda su vida. Solo si se busca en Oxford se encontraría el certificado de muerte de Gillian, pero alguien tendría que saber primero que está muerta y luego que murió en Oxford. Pero no tiene pinta de que nadie vaya a buscarla. No tiene familia y todos sus amigos viven en Reading. Si se te cruzasen por el camino en Londres en algún punto, creerán que es una coincidencia. Mucha gente comparte nombre.
—¿Pero de qué viviré? Ni siquiera soy una buena camarera y estoy segura de que trabaja en algo que yo ni pude hacer.
Gloria se rió.
—Perfecto, porque trabajó como niñera para una familia que volvió a EEUU justo antes de su muerte. Ahora estaba buscando trabajo. Llamé a la familia estadounidense y me hice pasar por alguien que buscaba un empleado. No supieron nada de su muerte, así que me dieron unas referencias brillantes.
—Ni siquiera se lo que hace una niñera.
—Limpiar narices y culitos y decir muchas veces “ya, ya” —explicó Gloria— Lo irás pillando. Te meteremos en una familia estadounidense recién llegada. Igualmente no tendrán ni idea y estarán entusiasmadísimos con la idea de tener una “verdadera niñera británica”. Eso te dará una oportunidad para sacar Kings Cross de tu conversación. De todos modos, la mayoría de los yanquis no pueden diferencia a uno de Yorkshire de uno australiano. Aquel que no provenga de América del Norte para ellos hablan como Sir Lawrence Olivier —Gloria le dio una palmadita en su mano— Te saldrá bien, cariño.
Y así hizo. Vio que estaba muy capacitada para el trabajo, hasta trabajó para una serie de familias, las cuales dieron referencias estupendas. Veinte años más tarde, no existía una niñera en Londres mejor que Gillian Farnsworth.
Kathleen Kairouz la contrató rápidamente y al poco Gillian se enamoró de la dulce mujer y de la niña deficiente. Cuando a Kathleen le diagnosticaron cáncer, Gillian se ocupó de cuidar a Kathleen sin dudarlo ni un segundo, pero empezó a tener dudas. Había crecido para amar a Cassie y se preocupaba del impacto que tendría sobre ella si la encontraban o si le arrestaban.
Una tarde, se encontró a Alex Kairouz en su estudio mirando al fuego. Vio que estaba ahí y le invitó a sentarse en la silla que estaba al otro lado de su escritorio.
—¿Cómo está? —le preguntó Kairouz.
—Descansando muy a gusto. Han aumentado su dosis. Espero que pase una buena noche.
Alex se quedó mirando mientras Gillian seguía hablando.
—Señor Kairouz, cuando su esposa no me necesite más, buscaré un nuevo trabajo.
—Pero, ¿por qué, señora Farnsworth? Cassie la necesita. Yo la necesito. Si es por dinero...
—No, no señor. No es por eso, en absoluto. Hay cosas... Razones personales que no puedo discutirlas.
Alex insistió.
—No nos puede dejar en un momento en el que más la necesitamos. Por favor, dígame que pasa. Buscaremos una solución.
—No puedo, señor. Pero me quedaré hasta que encuentre a alguien.
Alex se le quedó mirando durante un rato y luego asintió para sus adentros como si ya hubiese tomado una decisión. Abrió un cajón y le entregó un expediente.
—¿Tiene algo que ver con esto?
El expediente tenía una foto de Daisy Tatum grapada en su acta de detención. Había una copia de sus antecedentes penales, un artículo sobre la muerte de Tommy Tatum y una copia del certificado de muerte de Gillian Farnsworth.
—¿Cuándo se enteró? —susurró.
—La segunda semana —respondió Alex— Se supone que Kathleen tenía que esperar al informe antes de contratar a alguien —sonrió— No la despedí porque no lo aceptaría. Es una persona muy astuta, ya sabe. Muchas veces la incluí en cenas de negocios por sus opiniones sobre clientes o socios potenciales. Nunca se equivoca. De todos modos, me hizo releer el maldito informe, línea por línea y con ella detrás de mí diciéndome que usted era la víctima, no la mala —continuó diciendo— Así que no la entregué a las autoridades. Una decisión de la cual estoy muy agradecido —tendió su mano y ella le devolvió la carpeta.
—Pero no le forzaré a quedarse, aunque realmente la necesitemos mucho —hizo una pausa— No es que no tenga contactos. Hace dos meses, sacaron del Támesis el cuerpo de una persona que vivía en la calle, una víctima que se había ahogado. Sus huellas eran idénticas a las de Daisy Tatum, lo que le permitió a la policía cerrar el expediente —hizo una nueva pausa— También entiendo que cuando cambiaron los informes de las oficinas en Oxford a otro sitio el pasado mes, se traspapelaron varios certificados de muerte. Simples errores administrativos, pero dudo mucho que el certificado de muerte de Gillian Farnsworth se encuentre en 100 años.
Se dirigió hacia la chimenea y tiró la carpeta al fuego.
—Así que Daisy Tatum ha muerto y Gillian Farnsworth sigue aún viva. Puede quedarse en mi casa todo el tiempo que quiera, pero la decisión es suya. Le aseguro que la carpeta que está ardiendo con toda sus fuerzas es la única copia.
Se le cayeron las lágrimas al ver como desaparecía su pasado por la chimenea.
—Gracias señor. Me gustaría quedarme.
—Entonces puede, Gillian. Bienvenida.
Kathleen se murió diez días después. La muerte rondaba la casa, pero Gillian rehusaba a dejar que Alex se enterrase a sí mismo en el trabajo.
—La niña perdió a su madre y no debería perder a su padre también —dijo insistiendo en que pasara una hora con Cassie cada mañana y cada tarde. Pronto empezó a apreciar su tiempo con la niña sonriente y pasó la mayor parte de su tiempo libre con ella.
Cassie era su salvación y su vínculo.