Capítulo tres
TERMINAL marítima de Sembawang, República de Singapur Hora local: 0630 horas 23 de mayo GMT: 2230 horas 22 de mayo
Dugan se quedó en el muelle mirando como Sheibani, el primer oficial, tomaba los mandos en el alerón del puente del Alicia y hablaba por un walkie-talkie y la tripulación desamarraba la estacha a sus órdenes. En un momento dado pararon.
—¿Qué coño pasa? —preguntó el primer contramaestre Vega que estaba a su lado— Han desamarrado los cabos de popa y proa, luego simplemente se han parado y la puta escala del portalón está aún bajada.
Como respuesta a su pregunta, vio como un taxi corría hacia el muelle y se detenía cerca de la escala tras derrapar. Un despeinado capitán chanclas salió del taxi, lanzó un fajo de billetes por la ventanilla del lado del conductor y subió tambaleándose por la escala real con un trote vacilante. Llegó hasta arriba en medio de vítores burlones de la tripulación y desapareció por la caseta de cubierta a la vez que la tripulación se disponía a recoger la escala real.
—Dios, pero si eso no se parece en nada a un procedimiento de trabajo estándar —exclamó Vega mientras miraba con atención a la tripulación cobrar los últimos cabos.
—Sí, debo reconocer que parece que esto no es infrecuente —dijo Dugan mientras veían al remolcador desviar al Alicia del muelle.
—Bueno, —dijo Vega— gracias a Dios son solo dos días y el primer oficial podrá llevarse toda su mierda.
Dugan asintió en silencio mientras seguía al lado del suboficial y miró fijamente al Alicia navegar por el canal. Un barco fuera, ahora solo queda uno, pensó mientras su mente volaba hacia el Asian Trader que se encontraba en el dique seco a menos de una milla de allá. Ese sí que era raro. El Asian Trader llevaba en el astillero más de una semana y Alex Kairouz no había llamado ni una vez. Alex era un hombre muy práctico y a pesar de que Dugan sabía que Alex confiaba plenamente en él, también sabía que Alex era incapaz de quedarse al margen de los detalles de sus negocios. Al menos había sido así.
—Supongo que eso es todo, ¿no? —dijo Vega que estaba a su lado, lo que trajo a Dugan de vuelta al presente— Muchas gracias por la ayuda, señor Dugan. Vega extendió su mano.
—El gusto es mío, jefe —respondió Dugan mientras agitaba la mano de Vega— Supongo que me iré al astillero para ver que crisis se avecina en el Asian Trader.
M/V Alicia En dirección norte, estrechos de Melaka Hora local: 1805 horas 23 de mayo GMT: 1005 horas 23 de mayo
Broussard miró desde el alerón del puente a las aguas del estrecho y reprimió un bostezo. Su intento de dormir fuera de las horas de guardia había acabado en siestecillas y despertares empapado en sudor, mientras el decrépito aire acondicionado del camarote que compartía con otros cuatro había funcionado en vano. El sol estaba muy bajo, así que a lo mejor el anochecer disminuiría la presión sobre el anticuado sistema de refrigeración. Quizás Hopkins y Santiago, que ya no estaban de guardia, tendrían más suerte que él y Washington a la hora de dormir.
Había empezado su segunda guardia de seis horas y ya estaba sudando. El chaleco antibalas estaba caliente, pero intentaba contener las ganas de quitárselo únicamente por la descripción gráfica que hizo el oficial Vega sobre qué le haría a todo aquel que se lo quitase. El único consuelo de Broussard era el casco que lo tenía atado a sus tirantes en vez de a su cabeza.
—¿Cómo me recibes? —le preguntó la voz de Washington al auricular de Broussard, cuando su subordinado comprobaba la comunicación desde su posición en la popa.
—Fuerte y claro —respondió Broussard.
Miró hacia arriba y vio como se acercaba Sheibani con su eterna sonrisa. Es un buen chico, pensó, aunque habla como un asiático en esas películas malas de la tele.
—Señor Broussard —dijo Sheibani— ¿Duerme bien, verdad? ¿El camarote bien, no?
—Todo bien. Gracias por su hospitalidad —le contestó Broussard.
—Bien —exclamaba Sheibani mientras entornaba los ojos mirando al horizonte— ¿Qué es eso?
Broussard posó la mirada donde Sheibani y dijo por encima de sus hombros.
—No tengo ni...
Un destello irrumpió en lo ojos de Broussard y se cayó, provocando que el equipo hiciese ruido. Sheibani se guardó el guantelete en el bolsillo y se arrodilló para atar las muñecas del americano antes de levantarse para irse, ahora con una sonrisa sincera.
Broussard se despertó con un fuerte dolor de cabeza, la baldosa azul rayada de la cámara de oficiales enfriaba su mejilla y tapaba su visión. Estaba amordazado y con las manos y los pies atados, el cielo de la noche que se veía a través de los portillos le decía que el sol ya se había puesto.
—¡Vaya Broussard, has decidido unirte! —exclamó una voz extrañamente familiar.
Ignoró su fuerte dolor de cabeza y se giró para mirar hacia arriba e intentó girarse nuevamente a la vez que Sheibani intentaba abrirle los ojos con el pulgar y el índice, pero una luz brillante anulaba su visión. Se retorcía mientras Sheibani hacía lo mismo en el otro ojo.
—Bien —dijo Sheibani— Pupilas iguales y reactivadas. Temí por una conmoción cerebral. Normalmente no recurro a la fuerza no letal. Ha sido una experiencia educadora.
La palabrota de Broussard pareció un gruñido irritante a través de la cinta que tapaba su boca.
—Paciencia, Broussard —dijo Sheibani— Quiero oír lo que quieres decir, pero primero tienes que escuchar.
Gritó unas órdenes y dos tripulantes empujaron de mala manera a Broussard hacia la silla. Con las manos atadas por detrás, se balanceaba en el borde de la silla mientras pisaba con fuerza la cubierta. Hopkins y Santiago se encontraban cerca, también maniatados. Todos estaban descalzos y despojados de todo menos de los pantalones. Las esperanzas de Broussard aumentaron enormemente ante la ausencia de Washington, pero las perdió rápidamente.
—Mientras tú te echabas una siesta, Washington y yo estábamos hablando —dijo Sheibani.
Sheibani asintió con la cabeza y sus subordinados entraron en el corredor y arrastraron un bulto envuelto en plástico, lo dejaron enfrente de los tres americanos y quitaron el plástico. Washington estaba boca arriba, la sangre se acumulaba en las cavidades de los ojos. Los dedos seccionados de una de las manos, sus genitales y sus ojos se amontonaron en el centro de su enorme pecho. La piel del color de ébano se estaba despellejando a cachos y la sangre se caía de la carne viva y se acumulaba en el plástico. Broussard cerró fuerte sus ojos para evitar vomitar. Hopkins hizo lo mismo pero Santiago hizo ruidos como si le estuviesen estrangulando, intentando vomitar por la nariz. Sheibani arrancó la cinta de la boca de Santiago a la vez que le subían las arcadas al marinero por el cuerpo y después tosió antes de toser de forma irregular.
Washington no le dijo nada a Sheibani. De hecho, había escupido en la cara de Sheibani, lo que enfureció al iraní y acabó por matar a Washington. Sheibani se lamentó de su pérdida de control pero, después de pensárselo bien, pensó que Washington le serviría mejor de lo que lo hizo en vida. Aunque las mutilaciones en el cuerpo del hombre corpulento parecían horribles, habían sucedido cuando ya no sentía nada.
—Sospeché que había dispositivos de seguimiento —mintió Sheibani— Washington señaló dónde se encontraban y mantuvo hasta el final que había tres. Pero soy un tío muy desconfiado. Podría interrogar a cada uno de vosotros, pero eso sería muy aburrido. En su lugar, te interrogaré a ti, Broussard. No sabes qué posiciones ha dicho Washington, así que debes revelar todas. Si te niegas, mataré a tus compañeros y recurriré a técnicas más dolorosas. ¿Entendido?
Broussard miró enfurecido.
Sheibani suspiró.
—Veo que te tengo que convencer.
Sacó una pistola y disparó a Santiago en la cabeza. El hombre se cayó y se estremeció ante el cuerpo de Washington y la sangre que bombeaba iba formando un círculo, mientras que los gritos de Broussard se silenciaban por la cinta adhesiva y sus intentos por levantarse se veían frustrados por los subordinados de Sheibani. Hopkins se quedó conmocionado mirando fijamente al suelo e intentó quitar los pies del charco de sangre que iba creciendo.
Sheibani arrancó la cinta adhesiva de la boca de Broussard.
—¡Ya! ¿Dónde están?
Broussard intentó escupir en la cara de Sheibani pero sus labios aún estaban pegados por culpa de la cinta y un poco de saliva goteaba por su barbilla. Sheibani se rió y acercó su pistola a la cabeza de Hopkins.
—Espera —dijo Broussard con la voz ronca mientras intentaba separar sus labios.
Sheibani le dio un codazo a Hopkins en la cabeza.
—¿Dónde están?
—En cada bote, detrás de los extintores y uno en la bodega de proa —pegó un grito Broussard.
Sheibani sonrió a la vez que uno de sus subordinados salió corriendo. Solo entonces entendió Broussard.
—No lo sabías.
—Sabía cuántos pero no dónde estaban —sonreía Sheibani— Nos has ahorrado mucho tiempo y nos serás de gran utilidad. Coopera y ambos viviréis. Si no lo hacéis, la muerte de Washington os parecerá clemente. Toma en cuenta eso mientras esperas.
Sheibani abandonó la habitación y subió las escaleras hacia el puente. Cruzó el camarote del capitán y vio a DeVries, a través de la puerta entornada, tumbado, con sus cascos en la litera, colgado en una nube azulada de humo. Puso cara de desprecio y subió volando al puente.
En el alerón del puente, se quedó mirando a la luz de la luna mientras una Zodiac hinchable igualaba la velocidad del Alicia y navegaba a su lado. Amarraron los cabos mientras lanzaron una escala desde la cubierta principal y trasladaron los transponedores. Confirmó que todo iba según lo previsto y salió corriendo de manera precipitada hacia a la cámara, en donde dos hombres hacían guardia.
—Escucha bien, Broussard —dijo Sheibani al encender una pequeña grabadora.
Sheibani pulsó un botón y se oyó la voz de Broussard que ofrecía un informe sobre la posición.
—Os meteremos a los dos en un bote pequeño e informarás tal y como se espera. Si intentas hacer cualquier cosa, Hopkins morirá y te llevaremos a un lugar seguro, en donde morirás lentamente. ¿Entendido? —les dijo Sheibani.
Broussard asintió y Sheibani siguió hablando.
—Tus informes anteriores eran idénticos. Sigue así. Mis hombres han memorizado estas grabaciones, tanto las palabras como el tono. Si te desvías en lo más mínimo, pondrán fin a la llamada y dispararán a Hopkins —Sheibani sonrió-Y le envidiarás.
Las sonrisitas de la tripulación confirmaban que entendían el inglés.
Usar a los americanos para comprar un poco de tiempo era un riesgo calculado. Si estos tuviesen que desconectar y pudiesen hacerlo limpiamente, en Singapur sospecharían que hubo problemas técnicos, debido a que la Zodiac estaba en el rumbo acordado del Alicia. Incluso si Broussard llegase a mandar un aviso, los hombres de Sheibani tendrían el tiempo suficiente para matar a los americanos y tirar sus cuerpos y los transponedores antes de desaparecer en el manglar de las costas de Malasia. Y el Alicia estaría bien oculto antes de que los americanos montasen un dispositivo de búsqueda.
Primero una de cal, pensó Sheibani, y ahora otra de arena.
—No te necesitamos Broussard, pero si tu ayuda nos da un tiempo extra, os necesitaré a los dos. Seréis rehenes y serviréis como moneda de cambio para comprar tiempo. ¿Colaborarás?
Broussard asintió.
—Excelente —dijo Sheibani a sus hombres a los que mandó meter a los americanos en el bote.
Minutos más tarde, Sheibani se encontraba en el puente mientras la Zodiac mantenía el rumbo y la velocidad original del Alicia, a la vez que este caía lentamente a babor. Cuando se alejó lo suficiente, estableció un nuevo rumbo y aumentó la velocidad para llegar a su escondite, a ocho horas de distancia.
Broussard estaba tirado en el fondo contrachapado mientras el bote se movía. Aún estaban atados, con los brazos por delante y con los tobillos atados más flojos, lo justo como para dejarles bajar por la escala de gato al bote. Se puso frente a Hopkins, al cual habían tirado ahí después de la llamada de medianoche, cuando su determinación por advertir a Singapur se había desvanecido al ver la pistola en la cabeza de Hopkins. Después de eso, los terroristas se habían relajado. Tiraron a los rehenes al suelo y ni se molestaron en taparle nuevamente la boca a Broussard. Le susurró a Hopkins a la luz de la luna.
—Donny, ¿me escuchas?
Hopkins asintió.
—Donny, sabes que nos van a matar, ¿no?
Asintió otra vez.
—Advertiré a Singapur en la próxima llamada. ¿Estás conmigo?
Hopkins se quedó mirando a Broussard. Asintió.
—Tenemos una sola oportunidad —le advirtió Broussard y le susurró su plan desesperado.
Los oídos de Broussard pitaban tras la bofetada.
—¡Silencio! —le gritó el secuestrador de al lado y puso a Broussard de espaldas a Hopkins y le tapó la boca. Algo duro se hundió en el muslo de Broussard y sonrió para sus adentros al dejar caer sus manos atadas por debajo de las piernas y sentir la forma de su pequeña navaja de combate Kab-Bar a través de la tela. Algo pequeño en un bolsillo grande, a sus captores se les había pasado la navaja. Reajustó su plan.
La fueraborda se detuvo, levantaron a Broussard y le arrancaron la cinta. Los dos tripulantes del Alicia le flanquearon, enfrentándolo a los dos secuestradores que habían llegado en la Zodiac, los cuales agarraron a Hopkins apuntándolo a la cabeza. Los americanos se sentaron uno frente al otro, con los pies atados firmes en el suelo contrachapado mientras se apoyaban en las cámaras de aire que forman los costados del bote. Uno de los captores de Broussard presionó con fuerza el botón del modo emitir en el teléfono por satélite y llamó a Singapur, le hizo una mueca a Broussard mientras el guardia de turno respondía.
—Alicia... —gritó Broussard mientras Hopkins impulsó las manos hacia arriba para desviar la pistola juntando los pies para impulsarse y levantarse, zafándose del terrorista y escapando de espaldas por la borda. Como se suponían, los hombres vacilaron en disparar y que Singapur lo escuchase todo y justo después de que Hopkins se escapase, Broussard repitió su movimiento y grito “ ‘Mayday’, terroristas” y se tiró por la borda.
El plan original era el de escaparse en la oscuridad, ya fuese muertos tiroteados o ahogándose probablemente. Pero el cuchillo cambió las cosas.
Broussard braceó hacia el fondo con las manos atadas, ignorando los gritos sordos y los disparos. A tres metros hurgó para buscar la navaja e intentó calmarse cuando la puso entre sus dientes y la abrió con sus manos. Ya con la cuchilla abierta, cogió la navaja con las dos manos atadas y rompió la cuerda que ataba sus tobillos para así poder patalear hacia la superficie, con la navaja apuntando hacia arriba.
El Zodiac era una sombra oscura en la superficie iluminada por la luna y pataleó hacia la cámara de flotación de estribor. Justo antes del impacto, braceó con sus manos hacia abajo propulsándose hacia arriba; confiaba en el impulso y la fuerza del brazo para pinchar el resistente forro. Una vorágine de burbujas entró en erupción.
El bote se escoró a estribor mientras que los terroristas asustados corrían mirando las agitadas aguas. Broussard se movió bajo la amura de babor, lejos del alboroto y sacó la cabeza por la superficie para respirar aire fresco. Los hombres gritaban mientras él flotaba, oculto por la oscuridad y por la cámara de aire que sobresalía. Se sumergió nuevamente y apretó el mango de la navaja con sus dientes, mientras cortaba con la cuchilla la cinta en sus muñecas. Ya sin ataduras, se sumergió, inseguro de qué hacer después.
La escora empeoró mientras los hombres discutían. Broussard decidió pinchar otra cámara de aire cuando oyó el chapoteo de los terroristas tirando los transponedores, seguido por el ruido del arranque del fueraborda. Se sumergió hasta el fondo y salió a la superficie una vez el fueraborda hubo desaparecido por el este y llamó a Hopkins.
—Aquí. Me han dado —llegaba una respuesta débil.
—Quédate ahí y sigue hablando —le gritó Broussard y empezó a nadar hacia donde la voz. Alcanzó a su amigo a la vez que este se hundía. Se sumergió y le buscó a tientas hasta que le cogió del brazo. Se impulsó para salir hacia la superficie y tragó aire a la vez que, a la luz de la luna, distinguía la cara de Hopkins con la cinta colgando de la mejilla. Hopkins tosió.
—Vamos tío, tú puedes. Aguanta.
—Me han... me han disparado. Me han metido una ráfaga entera... —se quejaba Hokpins.
—Olvídate de eso, Hopkins. Tienes que sobrevivir o Vega me matará —le dijo Broussard.
Hopkins le dedicó una sonrisa poco convincente antes de cerrar los ojos y no pronunciar una palabra más.
Broussard pasó las manos por del cuerpo de Hopkins, confirmando con exactitud el diagnóstico de Hopkins, a la vez que luchaba por ejercer presión en más heridas que manos tiene. El cielo despejado les encontró balanceándose en un círculo de agua manchado en sangre mientras Hopkins miraba con unos ojos apagados. Casi agotado, Broussard buscó el pulso una última vez y luego pestañeó lágrimas de ira y dolor al cerrar los ojos de Hopkins y dejar que su amigo se hundiese.
Una hora más tarde, ya a bordo de un helicóptero Super Lynx de la Marina Real de Malasia, el cual se dirigía hacia las últimas coordenadas conocidas del Alicia controladas por el Centro de Operaciones de Singapur, Broussard miraba el estrecho... Se imaginó la sonrisita de superioridad de Shebani.
—Sigue sonriendo, gilipollas, la venganza se sirve en plato frío —le respondió.