La Habana
26 de febrero, 19.15 h
Subió corriendo las escaleras hasta el segundo piso y llamó al teléfono de Chuck. Era evidente que Lara actuaría esa noche, tal vez cuando el Comandante se desplazara hacia la inauguración del hotel en La Habana Vieja. Los platos del perro, el manto con bolsillos, las bolsas de plasticina, todo aquello revelaba el carácter de lo que Lara se proponía, y el cadáver de la mujer indicaba la premura que tenía.
—¿Sí? —dijo la voz de un hombre al otro lado de la línea.
Cayetano intentó tranquilizarse, pero la imagen del cuerpo desnudo y ensangrentado de Lety Lazo en el refrigerador aparecía una y otra vez ante sus ojos.
—Necesito hablar con el compañero… —dijo Cayetano.
—El compañero no está —repuso la voz.
—¿Cuándo puedo hablarle?
—¿Quién llama?
—Cayetano. Es urgente.
En eso sonó el timbre de la casa. Cayetano se asomó a la ventana y lo que vio a través de la reja del jardín lo hizo erizarse: en la calle aguardaban una miliciana y dos hombres de civil. Calculó que no podría salir del lugar mientras ellos estuviesen afuera. Si lo veían, lo acusarían del asesinato de Lety Lazo y no tendría forma de explicar la razón por la cual se hallaba ahí. Probablemente el dependiente del paladar lo había denunciado al Comité de Defensa de la Revolución de la cuadra.
—Mire, el compañero no está —insistió la voz—. Déjele un mensaje, él se pone después en contacto con usted.
—Es que es urgente, coño —reclamó Cayetano sin dejar de mirar hacia la calle, donde la miliciana tocaba una vez más el timbre.
Uno de los hombres abrió la puerta de la reja y el grupo atravesaba ahora el sendero junto a los cocoteros. No tardarían en entrar a la mansión. Tenía que huir, pensó Cayetano. El sudor le adhería la guayabera a la espalda. Ahora hurgaban abajo, en la chapa de la puerta de casa.
—¿Dónde puedo encontrar al compañero?
—Fue a la plaza, solo allá podrá ubicarlo —dijo la voz, y Cayetano tuvo que colgar el aparato.
Salió a la carrera del dormitorio. Bajó en penumbras por las escaleras de mármol, que desembocaban junto a la puerta que el grupo trataba de abrir, pasó raudo junto a ella en el momento mismo en que comenzaba a ceder. Alcanzó a deslizarse a la cocina.
—Compañera Ángeles… —escuchó gritar a la miliciana—. Compañera Ángeles, es Teresa, la del CDR…
Cayetano hizo girar el pomo de la puerta de la cocina y salió al jardín. Tenía que olvidarse del dolor de rodilla y correr hasta los roqueños. Por allí podría salvar el muro y escabullirse hacia Primera Avenida. Solo le quedaba confiar en que afuera no hubiese guardias.
Cayó al otro lado del muro empapado en sudor y se mantuvo por unos instantes agazapado, recuperando el aire y sobándose la rodilla. Unas nubes bregaban por instalarse en el cielo nocturno de La Habana con su carga de agua y relámpagos.
Avanzó por el callejón a oscuras y salió a Primera Avenida. Estaba desierta. Si Morgan se encontraba en lo que la voz describía como «la plaza», eso en Cuba podía significar solo una sola cosa: que estaba en la Plaza de la Revolución, la inmensa superficie de concreto donde Fidel Castro pronunciaba sus discursos ante millares de adherentes. Ahora necesitaba un taxi.