Chiloé
1 de febrero, 23.40 h
Bañado por el resplandor de la luna, Cayetano Brulé estacionó la Blazer a la vera del camino y entró a la propiedad por un trecho en el que había un cerco de alambres de púa. Sintió un tirón leve en la espalda, pero luego corrió a guarecerse en la penumbra del bosquecillo que rodeaba la casa. No había luz en la vivienda ni señas de que alguien hubiese llegado mientras él andaba en la ciudad. De lejos se oían ladridos.
Estaba convencido de que la casa encerraba parte del misterio no solo por encontrarse dentro del radio imaginario que le permitía trazar el marca kilómetros del jeep alquilado por Constantino Bento, sino también por ese detalle exótico del sombrero de yarey en el portal. Aquello revelaba un nexo curioso entre esa isla cercana a la Patagonia y la del Caribe. Nada de eso significaba, desde luego, que hubiese dado efectivamente con el contacto de Bento, pero si seguía apostando por la frágil hipótesis extraída del marca kilómetros, resultaba evidente que la casa de alerce, mimetizada con los árboles, era el sitio más sospechoso que había visto. Aunque perduraba la posibilidad de que Bento hubiese estacionado el jeep en ese paraje simplemente para continuar en otro vehículo al sitio de la cita verdadera.
Caminó hacia la casa y subió con sigilo los tres peldaños de madera que conducían al portal. El piso crujió bajo sus pies. Descolgó el sombrero y lo examinó a la luz de la luna. La etiqueta confirmó su suposición: Rumba, La Habana. Intentó abrir la puerta de la casa, pero estaba con llave, y cerrados estaban los postigos de la ventana que daba al alero. Golpeó a la puerta y aguardó un rato, pero no abrió nadie.
Decidió dar la vuelta a la vivienda para buscar una entrada. No tardó en encontrarla. Se trataba de un postigo con tranca externa, que protegía una ventana alta. Llevó del portal la mesa de mimbre para alcanzar la tranca. La ventana daba a un taller con trastos viejos y herramientas. Quebró el vidrio con una piedra, abrió la ventana y cogió impulso. Cayó al otro lado sobre un banco carpintero.
Olía allí a azumagado. Salió a un pasillo con varias puertas, encendió su linterna con forma de lápiz y desembocó en una sala con sillones de mimbre, una mesa de centro con un cenicero de concha de loco y estantes con libros. Cuando ya se proponía explorar los otros cuartos, vio en uno de los estantes un caimancito embalsamado. Tenía unos cuarenta centímetros de largo y una base de madera. Le recordó algo impreciso y lo cogió para examinarlo bajo la linterna. En la base, grabado a fuego, decía «Guamá».
Era un centro para la crianza de caimanes de la península de Zapata, al occidente de Cuba, en las cercanías de Bahía Cochinos. Recordó que los caimancitos embalsamados se vendían a los turistas que alojaban en las cabañas de la Laguna del Tesoro. Al pasar la yema de sus dedos por el cuero áspero del animal, sintió una repentina nostalgia por ese rincón del mundo que también era isla, que también tenía un paisaje frondoso y a trechos virgen, pero que era la antípoda climática de Chiloé. A juzgar por la fragilidad del cuerpo embalsamado, el animalito tenía sus años. Lo volvió a dejar en el estante.
Alguien de la casa había visitado Cuba, pensó saliendo al portal. El haz de la linterna se detuvo en el sombrero de yarey y vagó después por las tablas del piso hasta un cenicero con tapa giratoria, que yacía junto a un sillón. Al destaparlo lo abofeteó el olor a tabaco. Halló restos de puros en su interior. Aún llevaban anilla: Robusto Pyramid número 7, de la Diamond Crown. Guardó una en su billetera y volvió a la casa.
Entró a un cuarto donde había una computadora con impresora. Registró las gavetas del escritorio y encontró papel, baterías, bolsas de plástico y un sobre con fotos en blanco y negro. Eran fotos tomadas a grupos de jóvenes al aire libre y, a juzgar por la vegetación, habían sido hechas en parajes tropicales. Un rostro se repetía en varias de ellas, el de un tipo musculoso, de cabello negro y rasgos atractivos, que sonreía junto a sus compañeros. En algunas tomas estaba con amigos en la banca de una plaza, en otras en unos peldaños de piedra, en una simplemente sobre el tronco caído de lo que podía ser una palma. Eran fotos borrosas, amarillentas. Cogió tres y dejó el resto en el sobre. Ese tenía que ser el dueño de casa, el contacto de Constantino Bento, se dijo.
Volvió al pasadizo e ingresó a una sala donde había una cama, un velador y un ropero, donde colgaba ropa de hombre. Concluyó que su dueño era más alto y fuerte que él. Entró después a un baño pequeño. Junto al lavamanos halló una lata con gel de afeitar para piel ultrasensible y pasta dentífrica sin flúor, y bajo el lavamanos una caja con tubos de pasta, cremas y bloqueadores solares para alérgicos.
—¡Coño, esto sí es extraño! —murmuró Cayetano—. Este tipo se las da de pionero en el fin del mundo y tiene la piel más delicada que la Brittney Spears.
Hurgando en el cubo de los deshechos, encontró envoltorios de pilas y de cepillos de dientes, una botella plástica con solución para lentes de contacto y una cartulina con la ilustración y las características de una vistosa mochila verde olivo. Por lo visto, el dueño de casa era miope y acababa de adquirir una sofisticada mochila para excursionistas, bastante profesional. Dobló la cartulina y se la guardó en el bolsillo. De pronto escuchó un ruido.
Dejó el baño y volvió al taller, donde esperó inmóvil. Era una lástima que su vieja Beretta estuviese en su despacho de Valparaíso, pero la maldita había agarrado la pésima costumbre de disparar cuando le venía en gana. A su espalda la ventana comenzó a abrirse lentamente. Permaneció quieto en la penumbra, a la espera de que alguien se asomara, pero al rato se dijo que se trataba de una simple ráfaga nocturna. Cuando se aprontaba a dejar la casa, descubrió en la sala del caimancito un teléfono inalámbrico entre los libros de un estante.
Al cogerlo, la pantallita se inundó de una luz opalina. Oprimió botones hasta dar con la memoria de los llamados hechos por el aparato, y emergió una lista interminable, que no arrojaba pista alguna. Sin embargo, dos llamadas le parecieron singulares: eran las únicas con código internacional. Habían sido efectuadas el 22 de enero por la madrugada. Llamó a la CTC y preguntó a qué países correspondían los números mientras el aullido lejano de un perro lo llenaba de malos presagios.
—El primero es de Bernau, República Federal de Alemania, señor —repuso una voz femenina estandarizada por el oficio.
—¿Y el segundo?
—De Rusia, señor.
—¿De qué ciudad?
—De San Petersburgo, antigua Leningrado, señor. ¿Alguna otra consulta?