La Habana

10 de febrero, 17.05 h

Le entusiasmaba llegar al aire húmedo y pegajoso de Cuba, que desde el sur se iba desperfilando día a día ante los escrutadores ojos de su memoria, pero en cuanto ponía sus plantas sobre aquella isla detenida en el tiempo, ella le revelaba pliegos recónditos y claves secretas de su existencia. En rigor, cuando regresaba a Cuba era como si una parte adormecida de su cuerpo despertase.

Ahora estaba en el aire frío del nuevo aeropuerto habanero, que tenía el aspecto cosmopolita de todo aeropuerto moderno. Allí el país perdía su aspecto de trinchera revolucionaria y se asemejaba a los demás países tropicales que aguardan con avidez los dólares de quienes bajan de los aviones. Nuevamente los turistas volvían a Cuba en busca de la playa, el ron, la música y la recia carne de las mulatas, a templar como ya no se templaba en sus patrias ahítas de bienestar y progreso, se dijo Cayetano.

Mientras cargaba la maleta se preguntó si moralmente era justificable desbaratar el supuesto plan de Esteban Lara. Que la CIA protegiese al Comandante no se debía a que simpatizase con él, sino simplemente a que le convenía a sus intereses. Pero ¿qué velas llevaba en ese entierro? ¿Se justificaba que, nacido y criado en esa isla, protegiese la vida del Comandante, quien pronto cumpliría medio siglo en el poder y era responsable del exilio y la muerte de tantos? ¿Debía abortar la conspiración que supuestamente estaba en marcha o debía cerrar los ojos y permitir que los acontecimientos se precipitasen? Cayetano se preguntó: ¿qué harías si no te presionase la CIA y supieses por azar lo que está ocurriendo? ¿Intervendrías en favor del Comandante o te harías el desentendido?

Salió al aire sintiendo que la sola idea del crimen político le causaba náusea, que la violencia solo engendraba más violencia y que debía evitar un atentado de ese tipo no porque la CIA lo tuviese cogido por los huevos, sino porque matar a alguien sencillamente era repulsivo. Buscó un taxi para llegar cuanto antes al hotel y apartar una imagen que ahora lo perseguía haciéndolo sentirse culpable. ¿Era legítimo proteger la vida del responsable del exilio, del encarcelamiento de opositores y de la muerte de balseros? ¿Debía actuar ahora también según sus principios? ¿O había excepciones? ¿Habría tal vez excepciones cuando la muerte de una persona evitaba la muerte y el sufrimiento de otras?

En fin, pensó, ahora estaba en la isla para cazar a Esteban Lara. La única esperanza de ubicarlo la alimentaban una llamada telefónica hecha desde el hotel habanero al departamento de Malévich y la información entregada por la fregona de la Málaya Morskaya, en San Petersburgo. Sin embargo, otra interrogante lo torturaba: si Lara estaba en Cuba bajo una identidad falsa, ¿cómo podría ubicarlo en el hotel sin despertar sospechas? ¿Y por qué Morgan no le entregaba simplemente el dato a los cubanos? ¿No era acaso lo más razonable si en verdad necesitaban salvarle la vida al Comandante?

—No podemos darle a la DGI un regalo así —había respondido Chuck en el aeropuerto de Pulkovo 2, de San Petersburgo, donde se despidieron—. Si ayudáramos al Comandante, él lo anunciaría al mundo y la comunidad cubana de Estados Unidos le retiraría su apoyo al presidente.

—La verdad es que no los entiendo —dijo Cayetano y empujó su maletín de cabina para situarse en una fila que avanzaba hacia inmigración. Estaba por abordar el vuelo a La Habana vía Moscú.

—Usted encárguese mejor de ubicar a Lara —dijo Chuck—. No se confunda: nuestra relación cordial no significa que su situación haya cambiado. Sobre usted pende una acusación delicada.

—Y si no fuera por eso y las prisiones clandestinas que manejan, me iría a Valparaíso a enterarme por los diarios de cuanto ocurre.

Chuck sonrió burlesco, avanzó unos pasos junto a Cayetano, y le dijo:

—Cálmese y vaya mejor a la isla. Cada uno ejecuta en este mundo la labor que le tocó. Ya sabe, si me necesita, llame al número que le di.

Un turistaxi del aeropuerto habanero se acercó hasta donde esperaba Cayetano con su maleta. El detective lo abordó presuroso, agradeció el aire acondicionado y el danzón que descargaban el bajo de Cachao y el clarinete de Paquito D’Rivera.

—¿Y adónde vamos, caballero? —preguntó el conductor, tocado con una impecable gorra beisbolera con las siglas de los Clubs de Chicago.

—Al hotel Sevilla, mi hermano.

Halcones de la noche
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