San Petersburgo
18 de enero, 11.20 h
Boris Malévich saludó a la vieja a cargo del aseo del edificio, le regaló rublos, como lo hacía a menudo, la fregona agradeció con sonrisa de bruja desdentada; luego bajó las escalas de madera hacia la Málaya Morskaya. Al encontrarse con la acera nevada y el cielo límpido, aspiró profundamente la brisa fría que llegaba del Neva, mezclada con los gases que expelían los Volga, Lada y Moskvich, y se sumó a la marea variopinta de gente abrigada que transitaba presurosa.
Caminó a buen paso hacia el Nevski Prospekt, mientras la cúpula dorada de la catedral de San Isaac relumbraba a su espalda. Se dijo que los diez grados bajo cero preservarían al menos el manto blanco sobre San Petersburgo y la capa de hielo del Neva. Malévich tenía una dacha veinte kilómetros al sur de la ciudad, en un pueblo ubicado entre bosques de abedules, al cual se llegaba recorriendo un camino en pésimo estado y con demasiados milicianos ansiosos de conseguir mordidas. Aunque disfrutaba ese sitio apartado y tranquilo, donde tenía un criadero de perros y un centro de adiestramiento canino, Malévich viajaba a menudo a San Petersburgo a resolver negocios menores y a beber con sus ex camaradas del KESE, para lo cual pernoctaba en el departamento de su padre, ubicado en el mismo edificio destartalado donde había vivido Fiodor Dostoievski.
Los negocios menores se relacionaban con la venta en el mercado negro de computadores robados, y el KESE eran las siglas del Komitee der ehemaligen Sondereinheiten, una cofradía secreta, organizada en Berlín oriental en 1990, que coordina, en el más absoluto secreto, a miembros de tropas especiales de los ex países socialistas. El KESE se reúne cada año en alguna ciudad europea bajo un nombre de fantasía para pasar revista a la situación de sus miembros y ayudarles a adaptarse a los nuevos tiempos. A medio camino entre la Málaya y la Bolshaya Morskaya, siguiendo por el frecuentado Nevski Prospekt, Malévich ingresó al Pushkin, el local de Piotr, un sitio oscuro y mal ventilado, largo como corredor, con sillas de madera y óleos anónimos, que ofrece un té pasable, ambiente temperado y, a mediodía y por la noche, una solianka de pescado y pelmenis que son una verdadera delicia.
—¿Tienes ya la pasta? —preguntó al hombre que plegaba servilletas de papel en el mostrador. El local estaba desierto y de la radio llegaba una canción de Beyoncé.
—La tendré hoy por la tarde.
—Eso ya me lo contaste ayer.
—Pero ahora es seguro, Boris. Hoy por la tarde pasa el comprador. ¿Qué saco con engañarte? —imploró el hombre apoyando sus manos en el mesón.
Boris cogió una botella de Pertsovka, un vodka perfumado con pimienta roja, vertió una medida en un vaso y lo bebió al seco con un estertor. Luego se contempló en el gran espejo que colgaba detrás de Piotr. Estaba ojeroso y mal afeitado, pero comenzó a sentirse mejor con el alcohol en la sangre. No había caso, jamás iba a ser duro con Piotr. El dueño del Pushkin era un gordo honesto que había servido como cocinero en el ex Instituto de Lenguas Extranjeras de la KGB de la ciudad, pero cuando la ciudad se llamaba Leningrado y albergaba al centro donde se formaban hombres para el Primer y Octavo Directorio Central, los del espionaje externo y de comunicaciones, respectivamente. Entonces Piotr se las arreglaba para revenderle raciones de carne de vacuno y botellas de vodka, que robaba de su puesto de trabajo reduciendo sencillamente las porciones de carne en las soliankas y vertiendo agua en las últimas botellas que se bebían en las fiestas del instituto, cuando ya los borrachos no alcanzaban a percatarse del engaño.
En fin, por respeto al pasado común y a sabiendas de que al pobre Piotr lo timaban ahora sus clientes, como él había timado a la KGB, prefería no ser rudo con él. Pero lo cierto es que combinando la mano milagrosa de Larissa, su mujer, quien cocinaba delicioso, con una administración medianamente razonable, el local debió haberse convertido en un chiche para turistas occidentales. ¿Qué iba a hacer, entonces? Se miró las manos, unas manos grandes y moradas, de nudillos gruesos que aún no se adecuaban a las nuevas circunstancias. No podía agarrar a Piotr por el cuello para despojarlo de los rublos que no tenía. Larissa, con su delantal y pañuelo a la cabeza, sufriría un ataque al ver aquello. ¿Y quién lo obligaba a él a reducir computadoras robadas a través del imbécil de Piotr?
—¿El último Gateway se lo pasaste a Sokolov, no? —preguntó.
—Y me juró que pagaría de inmediato —dijo Piotr.
Larissa los observaba preocupada a través de la ventanilla de la cocina. Piotr era rechoncho, de cabeza grande, calva amplia y lustrosa, y tenía unas cejas blancas y tupidas como de viejo pascuero.
—Ya ves, Sokolov no tiene arreglo —comentó Malévich.
Sokolov estudiaba computación en la Strelka, el espolón donde está la hilera de edificios de ladrillo de la Universidad de San Petersburgo. Hijo de un ex colega suyo y miembro del KESE, en los ratos libres se dedicaba a refaccionar y montar computadoras robadas. No era un negocio lucrativo por la permanente caída de los precios en el mercado, pero los estudiantes estaban dispuestos a adquirir equipos robados con tal de ahorrar algunos rublos. Malévich conseguía los aparatos a cambio de una paga tardía, abusiva e irregular. El asunto no le significaba demasiado esfuerzo, ya que en sus años mozos, cuando pertenecía al Noveno Directorio Central de la desaparecida KGB, donde se encargaba de la seguridad de los líderes soviéticos, había aprendido a descerrajar puertas y ventanas. Como otros ex colegas caídos en desgracia ante el Ministerio de Seguridad ruso, debido a su expediente «bolchevique», se dedicaba ahora a desvalijar residencias y tiendas. A veces la fortuna lo acompañaba y conseguía relojes, figuras de porcelana, euros y hasta joyas.
—Regresaré mañana, es tu última oportunidad, Piotr —advirtió Boris sirviéndose otra ración de Pertsovka, pero sabía que lo suyo no era nada más que una bravata. De la cocina le llegó olor a fritura—. ¿Qué preparas hoy, Larissa?
—Es día de pirozhkí salado —gritó la mujer a través de la ventanilla con sonrisa insegura—. ¿No te animas a llevar un plato contigo?