San Petersburgo

30 de enero, 11.40 h

Sasha Tepin era primer secretario en la embajada rusa en La Habana. Cercano a los sesenta años, de rostro saludable y buena presencia, vestía trajes de marca y dominaba el español y el francés, pero era difícil que lo ascendiesen un día al rango de embajador. Su disciplinada actuación dentro de la desaparecida diplomacia soviética y sus estrechas relaciones con el KGB habían frenado su ascenso bajo el nuevo régimen, aunque el hecho de que un oficial de la ex institución fuese el presidente de Rusia impidió tal vez que lo despidiesen.

Para Boris Malévich, cuyo padre estaba ahora en la dacha al cuidado de Kamchatka, que progresaba notablemente en los entrenamientos y daba muestras de obedecer a Lucio, lo más valioso de Tepin era que no le había vuelto las espaldas a sus antiguos compañeros del KGB, a los cuales hacía favores remunerados. A esas alturas Tepin sabía que necesitaba ingresos adicionales para financiar sus gustos refinados y una vejez digna, en medio de una Rusia que se derrumbaba, por eso andaba por el mundo con su precio estampado en la frente.

Cuando entró al oscuro apartamento del padre de Malévich, en el cuarto piso del edificio de la Málaya Morskaya, Lucio lo recibió con una satisfacción contenida. Tanto por su perfil como por su rol, Tepin se adaptaba singularmente a la misión que él se proponía en La Habana. Además, como aseguraba Malévich, era de aquellos hombres que al hacer favores solo preguntaba por el monto de la paga.

—¿Un té? —ofreció Malévich mientras los dos hombres entraban en confianza.

Al rato conversaban y bebían té sentados alrededor de la mesa en el departamento. Tepin fumaba un Tiparillo que expelía un aroma demasiado melifluo para Lucio.

—Necesito enviar un perro de tamaño medio a La Habana y que lo cuide durante tres meses en un sitio seguro —dijo Lucio sin ambages.

—¿Hablamos de un animal vivo, verdad? —preguntó Tepin. Tenía el rostro aguzado y los ojos azules deslavados, y la cutícula de sus uñas recortada.

—Vivo y simpático, sin nada en su cuerpo, si eso le preocupa.

—¿Solo debo recibirlo allá y mantenerlo en mi casa?

—Por tres meses. Lo único que necesito es que disponga de un jardín seguro y tranquilo, donde el animal pueda sentirse cómodo. Es un Champion, lo quiero para un negocio.

Unos golpes resonaron contra la puerta sobresaltando a Lucio.

—¿Boris? —gritó una voz cascada afuera y dijo algo en ruso que Lucio no entendió.

Malévich abrió la puerta y dejó entrar a una mujer encorvada. Se sintió incómoda al ver que interrumpía esa reunión de hombres. Vestía un abrigo de mala calidad y alrededor de la cabeza llevaba un pañuelo floreado. Lucio supuso que era la mamushka que informaba a Malévich sobre el equipamiento de otros apartamentos. Malévich ya le había contado que a veces, debido a la necesidad, se veía obligado a ingresar a oficinas y residencias para sustraer equipos electrónicos, actividad que no le resultaba difícil gracias a su formación en el KGB.

—No se preocupen —dijo Malévich en español—. Es Lizaveta, una amiga de mi padre y la encargada de la limpieza del edificio. Vino a buscar un dinerito que le debo.

Lizaveta preguntó con sus encías desdentadas algo a Boris, y él respondió indicando hacia Lucio, a quien describió como «cubano», y hacia Tepin, al que presentó como diplomático «experimentado». La vieja movía sonriendo la cabeza a modo de aprobación. Como Malévich no encontró dinero en sus bolsillos, Lucio, deseoso de deshacerse de la visita, desenfundó un fajo de rublos, que la vieja observó azorada, y le dio lo que Malévich le indicó. Antes de retirarse, los ojillos de la intrusa volvieron a fijarse en los rostros y las prendas que vestían las visitas, especialmente en su calzado occidental, los abrigos sobre las sillas y el anillo con una piedra roja que llevaba Tepin en el meñique. Definitivamente no le gustaban las amistades del hijo de su amigo, pues todos eran unos zánganos.

—¿Esa vieja es un loro tuyo, verdad? —preguntó Lucio.

—Un loro, y de los buenos. Pero estábamos en lo del perro —aseveró Boris sonriendo.

Le interesaba que el negocio se cerrara en el apartamento por la comisión que Lucio le había prometido.

—Bueno, el perro ese queda a su cargo —aclaró Lucio—. Durante tres meses me lo cuida. Yo lo pasaré a buscar de vez en cuando.

—¿Usted estará entonces en Cuba?

—Así es.

—¿Y por qué no lo lleva usted?

—Soy turista, no lo podría entrar. Además, ya le dije, lo quiero para un negocio. Necesito discreción, por eso el patio tranquilo.

Tepin dirigió su mirada a través de la ventana hacia la calle nevada como si de pronto le inquietasen las repercusiones insospechadas de lo que negociaba. Lucio intuyó que debía amarrar las condiciones antes de que Tepin se arrepintiera.

—Sasha, solo por mantener al animal en su casa de La Habana le ofrezco tres mil dólares mensuales. Puedo anticiparle desde ya el primer mes.

Los ojos de Tepin dejaron de observar el ir y venir de la gente en la concurrida Málaya Morskaya y se posaron con brillo incrédulo en los ojos verdes de Lucio. Malévich deseó que Tepin aceptara de inmediato.

—Pero le advierto que a su arribo a Cuba el perro quedará en cuarentena —apuntó Tepin con una sonrisa burlona—. ¿También va a pagarme por ese tiempo?

—Usted sabe que todo tiene su precio y límite en este mundo —repuso Lucio—. Cuente con cinco mil dólares adicionales si convence a la aduana de que el animalito no puede esperar. De lo contrario, olvídese de todo, que en La Habana abunda gente que albergaría feliz a un perro por ese dinero.

Halcones de la noche
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