La Habana
25 de febrero, 10.30 h
El mozo de El Patio le prestó su ejemplar del Granma porque el diario se había agotado temprano. En primera plana anunciaban que en la víspera el general De la Serna y tres conspiradores de Foros habían sido condenados a muerte, pero ya las radios internacionales sostenían que habían sido fusilados en la madrugada.
Lucio ordenó un jugo de piña y encendió un Cohiba contemplando la fachada de piedra ondulante de la catedral con sus campanarios, y después miró hacia la calle Empedrado, que conduce al Cristóbal Colón. Sobre los edificios coloniales reverberaba una luz plateada que los dotaba de un aspecto metálico, por las calles aún húmedas circulaban el rumor de camiones y el eco lejano de los gritos de estibadores.
Era el segundo golpe a RD en pocos días, pensó Lucio. La mañana anterior se había enterado por la prensa cubana de la muerte de Constantino Bento. Por supuesto que no se trataba de un suicidio, como afirmaban, sino de un asesinato. Él le había advertido a Bento que era un error desplazarse bajo su verdadera identidad en medio de la guerra que sostenía con La Habana. Su nombre habría llegado a los cubanos a través de un infiltrado en la inmigración norteamericana, o de los sistemas computacionales de las tarjetas de crédito o de los carros de alquiler. Se lo había dicho y Bento conocía el terreno que pisaba. Ahora él tenía que continuar con Sargazo y confiar en que Santiago lo fuese a recoger como si nada inesperado hubiese ocurrido.
Vio que unos maestros levantaban graderías mecano frente al ingreso principal del hotel, lo que sugería que el Comandante arribaría necesariamente por la puerta trasera, puesto que la calle Empedrado resultaba estrecha para dar cabida a los carros presidenciales y a las graderías al mismo tiempo. Imaginó la escena: el Comandante entraría por la puerta de suministros y cruzaría el patio interior del establecimiento para participar en la inauguración, que se celebraría en Empedrado. Su Mercedes no podría ingresar al edificio debido a los barrotes de acero que impedían el acceso al embaldosado mudéjar del claustro. Solo tendré una breve oportunidad, calculó Lucio chupando su tabaco, será cuando el Comandante descienda del carro y camine entre los escoltas hacia la puerta trasera del hotel.
Bebió del jugo, tranquilo. Acababa de caminar desde la puerta de suministros hasta el interior de la catedral y le había tomado escasos minutos. Le tomaría menos si corría en medio de una estampida. Desde la catedral necesitaría diez minutos para coger el Chevrolet que parquearía cerca del Malecón, y otros diez para llegar al sitio desde el cual planeaba embarcarse en la lancha. En menos de media hora habría dejado la isla y, protegido por la noche, navegaría hacia el encuentro en alta mar con Santiago.
Llamó al dependiente, le devolvió el Granma y le dejó una propina generosa. Después cruzó la plaza bajo el sol matinal y subió los peldaños del templo. Necesitaba examinar con más calma su interior fresco y umbrío.