La Habana
19 de febrero, 23.00 h
Le sorprendió divisar luz en la ventana de su cuarto. Estaba seguro de que aquella mañana, al salir a La Habana Vieja, había dejado apagadas las luces después de entrenar a Kamchatka. No había querido llamar la atención de Ángeles a esa hora de la noche y por eso había sorteado el muro lateral, y cruzaba ahora en sigilo hacia la casa que alquilaba. No, no podían haber estado encendidas las luces, se dijo atravesando la explanada, porque él se había ido cuando estaba claro.
Abrió la puerta de la casa y avanzó en puntillas por el pasillo. Tuvo la impresión de que alguien hurgaba en su dormitorio y lamentó que la Luger estuviese entre los dobleces de la lancha… Extrajo el cortaplumas, que se abrió con un destello en la penumbra, y avanzó hacia la puerta del cuarto conteniendo la respiración. Estaba entornada, pero no se animó a empujarla, así que escuchó inmóvil durante unos instantes. No le cupo duda de que alguien inspeccionaba su cuarto y le propinó un puntapié a la puerta.
Ángeles se sobrecogió del susto. Estaba en bata y tenía en sus manos el GPS.
—¿Qué hace? —le preguntó a la mujer.
—Eso es lo que yo quiero saber —gritó ella—. ¿Qué hacen estas cosas en mi casa?
—No debió registrar mi equipaje.
—En mi casa, hago lo que quiero. ¡Y qué bueno que lo hice! Lo que usted tiene aquí, no me gusta nada.
Lucio enrojeció de ira. Sobre la cama estaban las prendas de Azcárraga y un manto de Kamchatka con la plasticina y los percutores.
—Devuélvame eso, Ángeles —dijo en tono conciliador—. Son mis aparejos de pesca. No debería intrusear en mi equipaje.
—¿Y esto es aparejo de pesca? —preguntó ella alzando una bolsa de plasticina—. ¿Con esto pesca usted?
—Sí, Ángeles. Todo eso es para pescar.
—¿Y también esto? —arrojó el GPS sobre la cama.
—También eso.
—¿Y lo que está acá abajo? —gritó ella indicando hacia la lancha oculta bajo la cama. Ahora la barbilla le temblaba—. ¿También es para salir de pesca? ¿Y este arma también? Ahora mismo llamo a la policía.
Lucio se abalanzó sobre la mujer.
—¡Suélteme, miserable!
—Deme eso.
—No pienso —repuso ella forcejeando—. Llamaré al CDR, esto debe saberlo el CDR.
Fue entonces que vio la puerta del cuarto de Kamchatka abierta.
—¿Y el perro? —preguntó apretando las muñecas de la mujer. Un escalofrío le recorrió la espalda—. ¿Dónde está el perro, señora?
—No quiero perros en mi casa.
—¿Dónde está?
—Lejos.
—¿Dónde, coño?
Le torció la muñeca y la pistola cayó al piso de baldosas.
—¿Dónde está el perro, vieja de mierda?
La barbilla de la mujer temblaba, pero sus ojos tenían un brillo desafiante. Dijo:
—Lo solté…
El brazo derecho de Lucio trazó un movimiento preciso, imperceptible, y la hoja atravesó la bata y la piel de Ángeles, y se hundió limpia en su hígado. Ella intentó gritar, pero solo boqueó como un pez fuera del agua, y empezó a desplomarse lentamente, aferrada a Lucio, con los ojos cargados de pánico e incredulidad.