La Habana

23 de febrero, 19.09 h

—¡No quiero más recados o mando todo ahora mismo al carajo! —fue lo primero que dijo Cayetano cuando se sentó a la mesa donde lo esperaba Chuck Morgan bebiendo un Lagarto. El hombre de la CIA lo había citado a un modesto barcito del callejón Hammel, frente a un mural de varias cuadras pintado con motivos africanos—. No me venga con más amenazas, estoy harto de todo esto y de la forma en que me involucraron.

—¿A qué se refiere? —preguntó Chuck apartando el vaso de cerveza.

—Al pendiente de Débora, que me enviaron con el desayuno —dijo Cayetano.

Apenas podía controlar su ira. Detestaba el cinismo de Chuck, su tendencia a hablar como si actuase siempre de acuerdo a la ley y el decoro.

—No tenía idea de eso —repuso Chuck perplejo—. ¿A qué pendiente se refiere? ¿No quiere acaso beber algo para tranquilizarse? Lo veo alterado.

—Mire, Chuck, usted y yo llegamos a un acuerdo, y yo lo estoy cumpliendo. Pero no necesito que me envíen amenazas de mafia para recordarme que lo cumpla.

Chuck pidió un ron doble para Cayetano y luego lo miró serio y le dijo:

—No se olvide nunca de esto: si usted cree que firmó un acuerdo conmigo, se equivoca. Lo firmó con la compañía. Ese recado del que habla no es mío, sino de una sección de la agencia que no conozco. ¿Me entiende?

Estaban bajo un toldo desteñido y desde allí podían ver el paso de los turistas, a los artesanos ofreciendo sus obras y las casas que asomaban por sobre el mural. El mozo volvió con el vaso de ron, cobró y se fue. Cayetano vació el contenido de un sorbo largo. Estaba harto de todo aquello, pensó sintiendo cómo el alcohol encendía sus arterias y lo calmaba. Al final le daba lo mismo lo que ocurriera con el Comandante y los servicios secretos que espiaban y jodían al mundo. Él quería recobrar su libertad y volver a su oficina, a su casa y sus amigos, y especialmente a Débora, a quien extrañaba cada vez más.

—Esto es entonces más siniestro de lo que me imaginé —murmuró angustiado.

—Más siniestro —admitió Chuck—. El otro día liquidaron a Constantino Bento, fue en Texas.

—¿A Bento? —preguntó Cayetano. No lo había conocido, pero le había seguido tan de cerca las huellas que era como si lo hubiese conocido, pensó con una sensación de impotencia—. ¿Y qué hacía Bento allá?

—No sabemos. Pero no es el único que se desplazó de forma sorpresiva. También lo hizo Esteban Lara. Se fue de Cuba.

—No puede ser, no puede ser. ¿A Texas también?

—Solo sabemos que se fue hace días.

—Es que no puede ser, chico.

Ordenó otro ron doble, furioso. ¿Qué carajos era entonces todo aquello? ¿Bento asesinado en Texas? ¿Y Esteban Lara no estaba en la isla? ¿Entonces toda su investigación se iba al carajo? Coño, se había pasado los últimos días tratando de averiguar en qué mirador habanero estaría esperando a Lara la misteriosa mujer que firmaba con LL, y ahora descubría que Lara no estaba ya en la isla.

—¿Y dónde se encuentra ahora? —preguntó.

El dependiente puso otro vaso sobre la mesa, cobró y se fue.

—Parece que en México, pero da lo mismo —dijo Chuck—. El tipo nada tiene que ver con el asunto. Se fue justo cuando suponemos que la primera aparición de Castro en público será el 26 de febrero, durante la inauguración de un lujoso hotel en La Habana Vieja.

—Me vuelvo a Valparaíso, entonces.

—No puede —dijo Chuck cortante. Llevaba una camiseta blanca que resaltaba su musculatura, y el cabello erizado a lo puercoespín con gel. Parecía un turista, nadie sospechoso. ¿Con qué pasaporte viajaría?—. Hay que permanecer aquí a la espera de nuevas instrucciones.

Cayetano entendió súbitamente el significado del papagayito. Ellos estaban al tanto de que Lara había dejado la isla y temían que él quisiese aprovechar como pretexto esa novedad para desligarse del acuerdo. El recado del pendiente lo anclaba a Cuba.

—¿Y por qué no te avisaron antes que Lara andaba en México? —reclamó—. Acabo de pagar una fortuna por un video suyo.

—Tendremos que aguantarnos un tiempo para ver qué deciden en Langley.

—¿Y con qué pasaporte llegó Lara a México?

—Con uno venezolano.

—Con el que se registró en el Ambos Mundos.

—Está cambiando de identidades según el caso.

—Como Mijaíl Bajtín.

—¿Quién es ese tipo?

—Un ruso que no tiene nada que ver esto —dijo Cayetano y cruzó una pierna. Imaginó que Lara se escabulliría hacia Centroamérica. Miró el callejón, y sobre una banca vio a tres jineteras con su chulo, junto a ellas una bañera amarilla, y, tirado en el suelo, a un mendigo.

—Que Lara se haya marchado no significa necesariamente que no tenga nada que ver con RD —afirmó al rato, pensativo.

—No le entiendo —dijo Chuck.

—Es simple: sus desplazamientos son inexplicables desde la perspectiva de un turista.

—Pero Lara no es el tipo que buscamos. La prueba es que se marchó antes de la aparición pública del Comandante, que es cuando suponemos puede producirse el atentado. Si fuera el asesino, estaría aquí. Detectamos su presencia en México gracias a una cámara del aeropuerto capitalino, antes de que se escabullera de nuevo.

Bebió un sorbo de ron y trató de abstraerse del diálogo. Se preguntó por qué la amante le anunciaba a Lara en un papelito que lo esperaría. Era una buena pregunta: si Lara se había marchado definitivamente de la isla, ¿por qué su amante afirmaba que lo esperaría? Todo aquello resultaba irritante: la agencia de Chuck era capaz de interceptar un llamado telefónico desde un destartalado hotel habanero a un modesto apartamento de San Petersburgo, de identificar a un individuo en un aeropuerto latinoamericano, y no de desentrañar y comprender las cosas simples de la vida, pensó Cayetano.

—¿Y entonces? —preguntó—. ¿Qué haremos ahora en La Habana?

Chuck se restregó los párpados, soltó un eructo y luego dijo:

—Comer mierda.

Halcones de la noche
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