Valparaíso

20 de enero, 11.00 h

La idea de ir a comer kuchen de murras al balcón de la Casa de Suecia, en la calle Lautaro Rosas, desde donde se divisa el Pacífico por entre los techos de calamina y las palmeras, fue de Cayetano. Un detective de Chicago acababa de llamarlo al despacho pidiéndole una cita. A lo mejor se trata de un nuevo caso, pensó Cayetano esperanzado, porque el tipo de acento caribeño parecía urgido. Y ahora estaban en el balcón. El sueco, que había dejado su próspero país siguiendo a su mujer en una empresa de final incierto, colocaba los cortados y el kuchen sobre la mesa, mientras abajo la calle dormitaba y un vendedor de pescado ofrecía congrio y machas frescas.

—Así que somos colegas —concluyó Cayetano, animado. El hecho de que el hombre de jeans y camisa hawaiana fuese colega, anunciaba quizá investigaciones propias de lo que llamaban por ahí la globalización.

—Colegas, sí, señor —repuso Tom Depestre. No había duda de que en Chicago invertía más tiempo en el gimnasio y el solario que en sus pesquisas, lo que sugería que en Estados Unidos la actividad del gremio era más rentable que en Chile—. Y llámeme Tom, mejor, porque también soy cubano. Dejé hace mucho la isla.

Cayetano lo escuchó revolviendo el cortado. Había tanto cubano en el mundo que no le sorprendía encontrarlos en los lugares más insólitos. Tom colocó su camarita digital en la mesa y endulzó su cortado con las píldoras que llevaba en un frasco. La mañana estaba transparente y fresca; y la brisa los alcanzaba por entre los maceteros con claveles y petunias que se equilibraban en la baranda de hierro.

—Quiero ir al grano, colega —dijo Tom—. Este año presido la IDA, la Asociación Internacional de Detectives, que agrupa a detectives privados y cultiva relaciones con organizaciones afines europeas. Desde mi cargo rotativo y con motivo del cincuentenario de la institución, quiero estrechar vínculos con colegas latinoamericanos.

—Interesante —dijo Cayetano y sorbió el café mientras suponía que pronto Tom le pediría donaciones para la IDA.

Pero si Tom Depestre pensaba que en América Latina los detectives privados, que andaban al dos y al cuatro, como la situación económica, estaban en condiciones de entregar recursos como los millonarios en Estados Unidos, entonces significaba que Tom llevaba simplemente demasiado tiempo en el Norte o era un sablista consumado. ¿De dónde iba a sacar él dinero si apenas podía pagar el alquiler, las cuentas y las reparaciones del Lada?

—En verdad es importante ampliarse hacia el sur del mundo —comentó Tom—. Sobre todo en esta era de la diversidad cultural.

Cayetano se afincó los anteojos, se pasó una mano por la calvita y se atusó el bigote a lo Pancho Villa. Comparó de reojo su guayabera verde nilo con la hawaiana de Tom Depestre. Podían ser compatriotas, pero a él lo había conquistado el espíritu comedido de los chilenos, y a Tom una curiosa mezcla de exotismo anglohispano. En fin, a esas horas, pese al kuchen y el café, prefería estar con Débora. Con el paso de los años necesitaba una compañera para combatir el desarraigo que lo corroía, un desarraigo que no era de la tierra, sino de algo más profundo y doloroso, de la vida misma.

—Hay detectives privados solo en ciertos países latinoamericanos —continuó Tom como si repitiese un discurso archisabido—. Fuera de Chile, en Argentina, Brasil y México, y pare de contar. Hay cerca de un centenar, aunque muchos ya no ejercen porque se cansaron, murieron de hambre o los mataron. Ese detalle aún no logro esclarecerlo del todo.

Pésimo sitio entonces para recaudar fondos, se dijo Cayetano. Quizá algún día él debía organizar con colegas la Asociación Nacional de Detectives Privados. Si la convertía en ONG tal vez pudiera conseguir fondos en Europa y Estados Unidos, y llevar una existencia placentera. Tendría que apuntar esa idea en la libreta en cuanto se deshiciera de Tom Depestre, que seguro se iría sin pagar su propio cortado.

—Bueno, pero no estoy acá para robarle tiempo, no, señor —dijo Tom entrelazando las manos sobre la mesa—. Vine para invitarlo a nuestro próximo congreso, porque usted exhibe una trayectoria destacada y prestigiosa.

—Vamos, tampoco es para tanto. De algo hay que vivir.

—Nosotros hacemos un escrutinio serio, Cayetano. Conocemos los casos de un empresario de apellido Kustermann, el de un bolerista que se refugió en La Habana, el de los alemanes que depositaron desechos tóxicos en Atacama; en fin, como ve, dominamos su curriculum vitae. Somos una organización con tradición y por eso lo invitamos.

—Me siento honrado, Tom. Le agradezco de veras, pero solo podría asistir si me sacara la lotería o me consiguiera un caso con Bill Gates, que es mejor que sacarse la lotería.

Tom esbozó una sonrisa dejando al aire dos hileras de dientes albos y brillantes.

—Cayetano, ¡la IDA lo invita! —anunció radiante—. Ella le paga el viaje, la estadía en un hotel y le entrega un viático modesto, eso sí, por pasar una semana con nosotros.

—¿Ustedes pagan todo? —preguntó Cayetano azorado y se ajustó el nudo de la corbata de guanaquitos para reforzar su aspecto profesional.

—Lo único que usted tiene que hacer —advirtió Tom— es preparar una charla de quince minutos sobre su experiencia policial en Chile. Nos interesa que nos hable sobre el estatus del detective privado en el Tercer Mundo, sobre sus relaciones con la policía y el poder político, sobre su seguridad personal, su tren de vida y el empleo de tecnologías. ¿Me entiende?

—¿Y la IDA paga todo eso?

—Por supuesto. Las leyes tributarias estadounidenses nos reembolsan las invitaciones de colegas; además, hay numerosas empresas y personas que nos entregan donaciones —agregó con sonrisa maliciosa—, y usted imaginará por qué…

—¿Entonces no me está invitando a la inglesa?

—¿Cómo a la inglesa?

—Así llamamos a las invitaciones en que cada uno paga lo suyo.

—Lo estoy invitando a la norteamericana, con todos los gastos pagados, colega.

—Esto es de no creerlo para un proletario de la investigación, Tom —exclamó Cayetano y se echó un trozo de kuchen a la boca. Abajo pasó un colectivo enloquecido en dirección al sur y después un gato negro cruzó la calle.

—Eso sí que solo podemos ofrecerle pasaje en clase ejecutiva —advirtió Depestre—. ¿Pero eso no le incomoda, verdad?

Halcones de la noche
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