Chiloé
31 de enero, 18.27 h
La Blazer alquilada por Cayetano Brulé dejó con un brinco el puente del ferry, entró a la carretera húmeda de la isla y avanzó en dirección a la pequeña ciudad de Castro, azotada esa tarde por el viento y la lluvia. Entre los potreros pastaba ganado y en algunos lomajes se alzaban los últimos alerces milenarios, antes de que los convirtieran en madera de exportación mediante coimas y documentos falsos.
En rigor podría haber volado del continente a la isla en una avioneta de Aeropuelche, lo que habría resultado más rápido, pero prefirió alquilar en Puerto Montt un 4×4 para llegar a la agencia donde Bento había arrendado a su vez un vehículo. El piloto de la avioneta, decía Willy, recordaba que el pasajero deseaba alquilar un todoterreno. Mientras escuchaba el disco compacto con los blues, admitió que no debió haber llamado la noche anterior a Débora diciéndole que continuaba en Estados Unidos. Lo había hecho desde la calle, después de intentar ubicar infructuosamente a Suzuki en su quiosco de fritangas del puerto.
—¿Y cuándo vuelves? —preguntó Débora al escuchar su voz.
—En unos días. Me gustaría tenerte conmigo ahora que estoy frente al lago Michigan —mintió él observando la calle Lynch con sus baches emposados y las micros destartaladas que empapaban a los transeúntes.
—No seas falso, Cayetano. Seguro que ya estás tirando con alguna gringa. Por algo te desapareciste.
—No me vas a creer si te digo que no, pero es verdad. Te llamé simplemente porque te extraño, solo por eso.
—Vamos, que así me conquistas, Cayetano —dijo ella y él creyó percibir un timbre trémulo en su voz—. Pero si te entusiasmas, cuídate, y hazlo con condón.
Sonrió. Le agradaba su forma descarnada de decir las cosas. Además, ella no procuraba convertir esa relación en un compromiso formal ni le exigía que abandonase su oficio de detective. Le fastidiaban las mujeres que después del primer salto a la cama solo querían casarse y tener hijos, que atesoraban el sexo para conseguir el contrato civil. Como le había dicho la noche anterior, cuando un tipo de parka esperaba bajo la lluvia por el teléfono escuchando descaradamente el diálogo, la relación debía perdurar mientras resultase placentera para ambos.
—Mejor te dejo, Débora, que acá espera un mexicano impaciente —mintió de pronto Cayetano.
—Mexicana tu abuela, cegatón —repuso el hombre de la parka.
—¿Qué pasa, mi vida? —preguntó Débora imaginándolo en Chicago.
—Nada, mi sol, da la casualidad de que el caballero es chileno. Están por todas partes.
Detuvo la Blazer frente a la agencia de autos de alquiler, y a través de la vidriera vio que allí había únicamente un empleado. Estaba por cerrar. Era un tipo joven, de parka y gorro chilote.
—Disculpe la tardanza, amigo —dijo desde la puerta—, pero lo mío es rápido. Necesito solo un datito y se lo pagaré mejor que si me alquilase un Mercedes.
—Ver para creer —repuso el muchacho sorprendido por la elegancia urbana de aquel hombre de anteojos gruesos y bigotes a lo Pancho Villa, que se aproximaba a la barra—. ¿Usted no es chileno, verdad?
—Soy cubano, llevo un burujón de años acá y aún no me aprendo el cantaíto chileno, pero no se preocupe. Este país se está llenando de coreanos, argentinos, bolivianos, cubanos y peruanos, así que en diez años más nadie va a percatarse del acento suyo.
Afuera la lluvia ofrecía una tregua y los rayos de sol entraban en diagonal por la vitrina, mientras las nubes recogían los últimos resplandores de la tarde. Un rugido de tripas le recordó a Cayetano que necesitaba comer algo contundente.
—Cubano… yo no estoy ni ahí con la política —aclaró el dependiente, que tenía trazas, ahora Cayetano reparaba en eso, de ser un capitalino hastiado de la metrópoli—. Los políticos de derecha están para defender sus intereses y ampliar sus negocios; los de izquierda para defender sus intereses y abrir negocios. En fin, si me pilla don Ignacio, me echa a patadas por hablar así. En este país es mal visto hablar de política, la censura perfecta… ¿En qué puedo ayudarlo?
—Necesito datos sobre un auto que alquiló aquí hace semanas a un compatriota mío.
—¿Eso no más?
—Solo necesito verificar el kilometraje que recorrió el vehículo.
El muchacho se despojó del gorro y dejó al descubierto una cabeza rasurada, que brillaba como bola de billares de Valparaíso.
—Me acuerdo del cubano —dijo el muchacho. Seguramente él mismo se tejía sus suéteres y se liaba los puchos buscando su realización al margen del capitalismo salvaje—. Era un tipo simpático y comunicativo, usted sabe, no como acá, donde la gente es callada.
—¿Le dijo a qué venía a Chiloé?
—Andaba turisteando. ¿Usted es detective?
—No, lo busco solo por un asunto que tenemos pendiente.
—¿Y cómo voy yo en la parada? Mire que hay que encender de nuevo el computador y si se entera de esto don Ignacio, ni le digo la que me cae encima… ¿De cuánto estaríamos hablando?
—Bueno, mi socio, si me informas en detalle y no comentas a nadie que sigo a ese compatriota mío, yo, por la molestia que te causo… Pero a ver, dime otra cosa mejor: ¿cuánto te paga el abusador de Ignacio por cada semana en este boliche?