Berlín
5 de febrero, 16.00 h
Cayetano Brulé se bajó del taxi junto al muro medieval que pasa por el centro de Bernau y entró a una gaststätte a servirse un café con leche y un pastel de almendras. Necesitaba estudiar el plano de esa ciudad ubicada al noreste de Berlín. La vivienda a la que Lara había llamado desde Chiloé quedaba cerca, en la Strasse der Befreiung. Las cosas pintaban bien pese al frío y el crepúsculo. Por la mañana, antes de dejar el impresionante Westin Grand, de la Friedrichstrasse, donde alojaba gracias a la tarjeta dorada, Suzuki le había dicho al teléfono que no había novedades en el frente casero.
Sin embargo, también le había pedido que le revelase pormenores del caso que investigaba, pero él se negó por miedo a que su secretario se involucrase en un asunto tan delicado.
—Cuando vuelva te cuento. Ahora tengo que ubicar a alguien en las afueras de Berlín —le respondió vistiendo su bata blanca con la inscripción del hotel bordada con letras azules en el pecho.
Lo peor era que Morgan sabía poco sobre el personaje de Bernau. Solo que se llamaba Joseph Richter y vivía en una calle cercana. Es decir, disponía de los datos de la guía telefónica. Se alejó del centro histórico en dirección al este y al cruzar entre unos edificios abandonados, tuvo que acelerar el paso porque divisó a una banda de cabezas rapadas que bebía cerveza en una esquina. Los cabezas rapadas alemanes eran cosa seria: habían asesinado a varios inmigrantes del Tercer Mundo.
—No me queda más que cambiar de ruta, que estos neonazis son capaces de dejarme sin dientes por mi aspecto —se dijo Cayetano acortando camino por un pasaje desolado.
Bernau era una ciudad fantasmagórica. En la última hora solo había visto al mesero y unos parroquianos del Zum Waldhirsch y a los neonazis, a nadie más.
La Strasse der Befreiung estaba bordeada por árboles y viviendas de muros descascarados de la década del veinte. No había vecinos a quienes consultar, ni tampoco almacenes o cafés donde pudieran informarle sobre lo que le interesaba. Bernau no era como las ciudades de América Latina, siempre con gente curiosa y dispuesta a opinar sobre cualquier cosa.
Tocó el timbre de la reja de la casa. Tendría que hablar con esa gente. Algo le ayudaría el alemán aprendido en los años en que estuvo con las tropas norteamericanas en las cercanías de Fráncfort. Nadie abría. En medio de tanta desolación se preguntó cómo se las arreglaría un detective privado en Alemania para recolectar información si la gente permanecía atrincherada en sus casas.
Como nadie abría, empujó la puerta de la reja, cruzó por un sendero limpio de nieve, y tocó el timbre de la casa. Nadie respondió. Caminó entonces hacia la parte trasera de la vivienda, donde había una ampliación con ventanales y mampara. No tuvo dificultad en abrir la mampara, pues estaba sin llave. Sintió el placer de los desvalijadores al entrar a una sala con estantes llenos de libros, muebles de madera y piso de baldosas.
Pero ver el ojo que le guiñó desde un extremo de la sala y escuchar la sirena fue una y la misma cosa. Huyó perseguido por el aullido de la alarma. Alcanzó la Strasse der Befreiung sin aliento y el miedo anclado en el estómago. Corrió por la nieve hacia la esquina más cercana, pero al barrer la calle desierta con la mirada no pudo creer lo que veía. Estimulados por la sirena y su huida, los cabezas rapadas salieron en pos suya lanzando gritos guturales.
Cayetano corría y brincaba sobre piedras, promontorios y bordes de vereda, y se hundió en una zanja, pero se puso de pie y siguió corriendo mientras a su alrededor caían piedras y latas de cerveza. Supo que el ataque iba en serio y que si lo alcanzaban, no sobreviviría.
Sentía que los neonazis le pisaban ya los talones, cuando divisó un taxi. Le hizo señas para que se detuviera, se embarcó desesperado y cerró la puerta.
—¡Rápido, sáqueme de aquí, por favor! —le dijo en alemán al chofer, ya sin aliento.
El hombre, de piel olivácea y bigote negro, esperó a que Cayetano se acomodara en el asiento trasero del Mercedes Benz petrolero, lo escrutó preocupado con sus ojos cafés a través del espejo retrovisor y aceleró a fondo.
—Y después dicen que la solidaridad tercermundista no existe —comentó satisfecho.