San Petersburgo
27 de enero, 9.30 h
Kamchatka tenía la cabeza gruesa, mandíbulas macizas, orejas erguidas y una mirada alerta, y bajo la luz de los reflectores su pelaje azul mirlo se tornasoleaba como un manto metálico en medio de la nieve. A Lucio Ross le impresionaron su rostro con el aire amenazante de las hienas, sus desplazamientos nerviosos y su contextura recia, e imaginó con satisfacción que por su color y tamaño, el pastor australiano pasaría inadvertido ante miradas inexpertas.
—Es un animal inteligente, dominante y silencioso —dijo Boris Malévich acariciando a Kamchatka en el bosquecillo de alerces del criadero que manejaba en las afueras de San Petersburgo. Hacía un frío que calaba los huesos y aún faltaban unas horas para que aclarara—. Y goza de un olfato y de un sentido de orientación tan perfectos que sigue al dedillo las órdenes que le impartes mediante el silbato.
El secreto de Malévich, que en el pasado adiestraba perros en el Noveno Directorio del KGB, sección encargada de la seguridad de los líderes soviéticos, consistía en que era capaz de combinar magistralmente el fino sentido del olfato de ciertos perros con el adiestramiento que reciben los huskies que tiran los trineos por las estepas nevadas de Alaska y Siberia. Lucio nunca había podido olvidar el talento de Malévich, a quien había conocido en los ochenta, ni tampoco la capacidad de olfato y orientación de esos animales.
—¿Para quién adiestras ahora? —preguntó Lucio mientras Malévich le ordenaba a Kamchatka que buscase algo bajo un galpón donde almacenaba leña y carbón. De los caniles techados llegaban ladridos.
—Para los nuevos ricos de Rusia —dijo Malévich con una mueca—. Estos ganaderos australianos exploran en la dirección que les ordenes mediante un pito inaudible para el oído humano. Y Kamchatka es un caso especial, tiene un mecanismo de relojería en la cabeza y, todo consiste en saber estimularlo debidamente.
—¿Lo premias solo con trozos de carne?
—Es más complicado, ya te explicaré. Pero el alimento es lo que alió al perro y al hombre hace más de doce mil años. El perro es el único animal del planeta dispuesto a trabajar para el hombre e incluso a sacrificar su vida por nosotros en agradecimiento al alimento que le entregamos.
—Me preocupa que no vaya a aceptarme como amo. Necesito que haga exactamente lo que yo quiero.
—No será fácil, pero lo intentaremos —dijo Malévich y premió a Kamchatka con un trozo de carne seca porque el animal acababa de detectar una bolsa entre la leña—. Pero debemos ser cuidadosos, pues es un dominante y puede virarse en contra tuya si no te conoce desde cachorro.
—¿Veleidoso?
—Bastante porque desciende del dingo, el lobo australiano —dijo el ruso. Acarició el lomo azul, de pelo corto y brilloso, del perro y le ordenó que caminara junto a él. Había algo en los ojos alertas y las mandíbulas de Kamchatka que incomodó a Lucio—. Hasta hace poco eran animales salvajes, tienen sus propias ideas y aman el espacio. Sus fauces pueden ser letales.
—No es tan dócil como parece.
Malévich sonrió y se acarició su barbilla mal afeitada.
—Pero lo necesitas para que te sirva —dijo—, no para que sea tu amigo, ¿verdad?
Se hallaban en la dacha de Malévich, cerca de Borisova Griva, cuarenta kilómetros al este de San Petersburgo, en las inmediaciones del lago Ladoga, hasta donde se llega por la A-128, una carretera llena de baches que frecuentan camiones militares. Malévich solía vivir entre la dacha y el apartamento de su padre en San Petersburgo, y el viejo lo ayudaba a veces con los perros. La venta de cachorros australianos no era lucrativa, pero sí el adiestramiento de canes en ese criadero. Los guardaespaldas de los nuevos empresarios, políticos y miembros de la mafia de Rusia, recurrían a perros adiestrados para ofrecer servicios de seguridad integrales. Malévich había preparado hasta 1995 perros para el KGB, los que eran insustituibles en la detección de ciertas operaciones del espionaje enemigo. En rigor, los rusos disponen de una larga tradición en el empleo de perros en labores bélicas y de inteligencia. En noviembre de 1941, durante la batalla por Moscú, las tropas soviéticas atacaron los tanques del general alemán Guderian utilizando perros portadores de explosivos, adiestrados para deslizarse bajo esos vehículos. Y desde el resurgimiento, en la década de 1990, del terrorismo en Rusia, los canes ganaron popularidad en el Ministerio de Seguridad Pública de Moscú.
—Si el husky líder de un trineo no es capaz de virar en medio de la llanura nevada en la dirección que su amo precisa, todos se extravían y mueren congelados —dijo Malévich acariciando la cabeza de Kamchatka—. Y este perro une el olfato y el carácter disciplinado del perro ganadero con el sentido de orientación del huskie, justo lo que necesitan hoy los guardaespaldas de gente prominente y los comandos antiterroristas.
Una característica de los huskies azoraba desde siempre a Lucio: su capacidad para descifrar de un silbato la dirección exacta en que el trineo debía avanzar en una estepa sin huellas ni letreros. Malévich se lo había contado a fines de los ochenta en el edificio amarillo de la Lubianka, el cuartel general del KGB, en una sala del cuarto piso que miraba hacia la estatua de Félix Dzerjinsky, el fundador de la Cheka. Se habían conocido cuando Lucio acompañaba al viceministro primero del Interior cubano, que necesitaba intercambiar opiniones sobre la protección de líderes políticos. Cuba preparaba la conferencia del Movimiento de Países No Alineados y temía atentados en contra de mandatarios árabes.
—En semanas puedes tener a Kamchatka buscando lo que desees, todo dependerá de que te dediques a diario a él y lo gratifiques en forma adecuada —dijo Malévich mientras volvían a la dacha con el animal—. Debemos comenzar de inmediato con las prendas que trajiste. Hay que acostumbrarlo a ellas.
Lucio estaba satisfecho. Malévich le vendería su mejor perro y le enseñaría a manejarlo. Bajo el cielo grisáceo del mar Báltico había encontrado al maestro ideal, la privacidad que requería ante la curiosidad innata de los rusos y el mejor espacio para el entrenamiento. Además, viajaba con identidad falsa y nadie podría seguirlo. Las cosas, pensaba Lucio Ross, marchaban según itinerario.
—No me has contado lo que te propones con el perro y esas prendas, pero me lo imagino —dijo Malévich en el ambiente calefaccionado de la dacha, donde preparaba té en el samovar. Las parkas, los gorros y las botas se secaban frente a la enorme estufa a carbón revestida de cerámicos—. Intuyo que se trata de algo gordo.
Pese a los años y la distancia que los separaban, él en el confín del mundo austral y el otro en un extremo del mundo boreal, Lucio sabía que podía contar con Malévich. No le revelaría su plan preciso, pero lo iniciaría en algunos aspectos del mismo, pues necesitaba su auxilio. Podía confiar en ese hombre que vivía modestamente en aquella dacha junto a sus perros y con quien compartía una historia común de decepción y resentimiento. En esa época en que le negaban la sal y el agua los renegados que ayer los vitoreaban, en que los antiguos jerarcas se convertían en magnates, un ex hombre del Noveno Directorio Central del KGB de un país desaparecido, no traicionaría a otro camarada de armas caído en desgracia.
—¿Puedo contar contigo entonces? —preguntó Lucio.
El agua comenzó a hervir en el samovar.