Berlín
21 de enero, 15.30 h
Pese a los sinsabores y altibajos, la vida le había deparado una segunda oportunidad, admitió Joseph Richter cuando subió los peldaños de la estación del metro que conducen al Alexanderplatz. Sobre la vasta explanada de concreto enmarcada por edificios de la época comunista soplaba el viento y yacía nieve sucia. Pocas cosas le resultaban más deprimentes que la nieve de varios días en una ciudad, se dijo recordando con deleite la nieve intocada de su jardín en Bernau, en las afueras de Berlín.
Con el rostro huesudo y demacrado de las esculturas de Ernst Barlach, el hombre caminó al pequeño barrio medieval donde tenía su oficina de equipos de seguridad. Por los aires del Nikolaiviertel le llegó el aroma de Bockwurst que asaban en un quiosco y pidió una con mucha mostaza. No había almorzado ese día por instalar una alarma en un departamento de Pankow, barrio que hasta 1989 ocupaban funcionarios del partido y del régimen anterior, y que ahora congrega a profesionales y artistas de éxito.
Era indudable que la vida le sonreía, se dijo Richter reconfortado por la salchicha. Bien pudo haber terminado como un mendigo tras la disolución de la Stasi, a la que había servido en el regimiento Félix Dzerjinsky, la unidad especializada en proteger las fronteras y a los líderes del SED. Su mujer también había sufrido lo mismo porque en la Stasi se dedicaba al contraespionaje. Erich Mielke, el ex ministro de la seguridad del Estado y ex jefe de su mujer, había muerto en 1991, pero no lo habían enterrado en el cementerio de Friedrichsfelde, junto a comunistas ilustres como Rosa Luxemburgo y Karl Liebknecht. Los mismos que durante decenios vitorearon enardecidos a Honecker y a Mielke, ahora renegaban de ellos. Jamás olvidaría los años de vejámenes durante los cuales él y Melanie vivieron ocultos temiendo que la chusma exigiese sus cabezas.
En un momento pensó incluso en emigrar a Chile, al igual que Erich Honecker. Chile siempre había ofrecido refugio a los alemanes. En el siglo XIX miles de alemanes colonizaron el sur del país huyendo de la miseria e inestabilidad que azotaba al viejo continente, y durante el régimen nazi muchos encontraron allá también asilo. Después de 1945 fueron los criminales nazis fugitivos quienes arribaron a Chile y se refugiaron en la Patagonia. Y, en los noventa, tras el derrumbe del Muro de Berlín y del socialismo alemán, el país sudamericano volvió a abrir sus puertas a ex importantes funcionarios comunistas, los que bajo la dictadura de Augusto Pinochet habían recibido a su vez con los brazos abiertos al exilio chileno.
Richter tomó la Rathausstrasse, cruzó frente al balcón de ladrillo del histórico Rotes Rathaus y caminó por entre las fachadas de la estrecha Am Nussbaum. Sí, habría tenido que escapar al sur, se repitió una vez más, pero la suerte le había sonreído en Alemania cuando menos se la esperaba, y por eso le guardaba eterna gratitud a Gert Roehmer.
—No me interesa si fue comunista o disidente, señor Richter, a mí la política me tiene sin cuidado —le dijo en 1995 el empresario de Colonia—. Vine a Berlín Este a vender equipos de seguridad coreanos; necesito a alguien que conozca el negocio y quiera sacrificarse.
Estaban en una cafetería de la estación Friedrichstrasse, un local pasado a cigarrillos, que se estremecía con el arribo de cada tren. El desempleo crecía y él estaba dispuesto a realizar cualquier trabajo para sobrevivir, la nueva burocracia le impedía cobrar el salario a un ex miembro de la Stasi, «escudo y espada del partido».
—Agradezco su confianza, señor Roehmer, pero fui miembro del regimiento Dzerjinsky y de la seguridad del Estado —insistió Richter acariciando con las yemas la taza de espresso a la turca—. No quiero que usted se entere después de eso.
—Estamos en una Alemania nueva, Richter —afirmó el empresario con mirada franca y convincente—. La ideología ya no cuenta, solo sus conocimientos. Necesito a alguien que amplíe mis actividades en la antigua Alemania oriental.
En realidad después de la Segunda Guerra Mundial la CIA había creado de la misma forma la agencia de espionaje germano-occidental, recordó Richter. Los norteamericanos contrataron a espías del ejército nazi especializados en la Unión Soviética, los agruparon en la Organization Gehlen y las cuentas se saldaron a través de un contrato que les imponía entregar la información al nuevo amo. Mientras un tren hacía cimbrar la estructura del edificio, Richter recordó que el mismo principio había salvado en 1989 a Alexander Schalk-Golodowski, el encargado de comercio exterior de la ex República Democrática Alemana. Decían que Schalk-Golodowski vivía ahora como millonario en una mansión frente a un lago bávaro y contaba con una protección espúrea, que solo podía emerger del BND, el espionaje germano-occidental. Y como si eso fuera poco, se rumoreaba que hasta Markus Wolf, el legendario ex jefe de espías de la Stasi, había vendido información a servicios de inteligencia y a una casa editorial para mantener su estilo de vida. Por eso, él, Joseph Richter, no debía sentirse culpable en ningún sentido, él solo empleaba sus conocimientos técnicos para sobrevivir bajo las nuevas circunstancias.
Entró a la oficina y encontró a Melanie colando café. Sí, la vida se mostraba benevolente con él. Tenía una mujer leal, sana y disciplinada, y un trabajo que, si bien no lo haría millonario, le ofrecía perspectivas y era seguro. Además, el vecindario de Bernau ya lo había perdonado. Sí, la vida le sonreía, pese a todo, se dijo contemplando la salita con el amoblado simple y las reproducciones baratas de Heinrich Zille que le servía de oficina en ese edificio céntrico. Richter colgó su abrigo detrás de la puerta y se sentó al computador. Melanie le trajo el café. Era una mujer de cuerpo frágil y rostro resignado.
—Gracias, tesoro —dijo Richter dirigiéndole una sonrisa—. ¿Alguna novedad?
—Llegó el pago de la instalación que hiciste en la Schoenhauser Allee.
—Ya era tiempo. Ahora sí nos vamos este verano a Samos a coger sol, comer pulpos y beber ouzo.
—Además te llamó un extranjero —continuó Melanie como si no hubiese oído. La promesa del viaje a la isla griega era tan antigua como la firma para la cual trabajaban—. Dijo que volverá a llamarte.
—¿No era el turco Hassad? —preguntó Richter con un sobre de sacarina en las manos.
—No, no lo era. Dijo llamarse Lucio Ross.