Washington
19 de enero, 16.40 h
—Se escapó el abuelo, señor.
Pontecorvo estaba frente a un teléfono público de la calle H, pleno Barrio Chino, y al contemplar la gran Puerta de la Amistad, la asoció de inmediato con la mala suerte.
—¿Y cómo ocurrió eso? —preguntó apoyando la mano enguantada en el aparato. El frío apagaba el pulso de ese barrio atestado de asiáticos, de letreros en rojo y amarillo, restaurantes con cocina a la vista y casas de loza barata.
—Ayer salió en un vuelo de Lan hacia el sur de Chile y se apeó en Puerto Montt, una ciudad que creo queda en la Patagonia. Había reservado previamente habitación para tres noches en el hotel Vicente Pérez Rosales, de esa ciudad.
—¿Y entonces?
—Nunca llegó a la ciudad, señor.
—¿Qué?
—No sabemos cómo se nos hizo humo en el mismo aeropuerto de Puerto Montt.
Pontecorvo soltó una maldición y trató de apaciguar el malhumor. No debía responsabilizar a Chuck. Él mismo le había orientado no dirigirse a la policía chilena ni causar aspaviento en la embajada en Santiago. Una petición oficial para el seguimiento de Constantino Bento hubiese sido admitir legalmente la existencia de una tarea, que para el gobierno de Estados Unidos no existía.
—¿Estás entonces ahora en la Patagonia?
—Al menos cerca de ella. Llueve y sopla un viento frío a pesar de que es verano, señor. No es el país tropical que me había imaginado.
Pontecorvo contempló con una mueca de fastidio los alrededores del barrio y comprobó que comenzaba a caer una nieve fina y tranquila. Se preguntó cómo sería ir al fin del mundo.
—¿Tienes gente contigo? —preguntó.
—Dos personas, una de Portland, que se siente a gusto aquí, y otra de Tampa, que lo único que desea es regresar al esmog de Santiago. Creen que estamos en otra cosa.
—A ese abuelo tienes que encontrarlo. Nuestro vecino de la barba amenaza con las penas del infierno si ocurre algo. Interceptamos una inquietante orden suya.