La Habana

21 de febrero, 11.30 h

Le ordenó a Kamchatka que se sentara a la sombra del muro, alejado de las prendas militares, y se guardó el silbato metálico en el bolsillo de la camisa. Hubiese jurado que alguien daba gritos afuera. Pasó a su cuarto a recoger la Luger y con ella bajo la camisa subió al segundo piso de la vivienda principal.

Por entre las cortinas vio a una miliciana frente a la casa. Tendría treinta años, andaba con tubos en el pelo y sin arma. Dudó entre atenderla o no, pero prefirió hacerlo para que ella no entrara en sospechas.

—¿Está la compañera Ángeles? —preguntó la miliciana en cuanto él abrió. Por su mirada intuyó que ella estaba al tanto de su existencia. Seguramente la vieja le había informado que tenía un pensionista de largo plazo y ella venía a confirmar su identidad o simplemente a cobrar la mordida para guardar el secreto.

—No está.

—¿No está? ¿Y dónde anda la compañera Ángeles ahora, mi vida?

—Me parece que visitando a familiares en Cienfuegos.

En cierto modo, no mentía. Ángeles le había comentado que los únicos familiares que tenía en la isla vivían en Cienfuegos y eran miembros de la antigua aristocracia de esa zona. Probablemente la miliciana también lo supiese. No sospecharía. No se imaginaría que la vieja estaba sepultada en el jardín, cerca de la piscina. La había enterrado la noche anterior, mientras Kamchatka ladraba descontrolado. Ahora sí el animal estaba sufriendo psicológicamente los rigores de tanto cambio, algo que, como afirmaba Boris Malévich durante los entrenamientos en Rusia, podía arruinar su misión. Al hallarlo entre unos matorrales de Miramar, nada lejos de la embajada que visitaba el Comandante, Kamchatka no había obedecido a sus llamados y había estado a punto de morderlo cuando intentó atarlo a la correa. Definitivamente el animal necesitaba más compañía y adiestramiento para recuperar su estabilidad emocional, de lo contrario fallaría en el momento decisivo, tal como se lo había advertido Malévich.

—¿Y te dejó a ti solito a cargo de la vivienda? —preguntó la miliciana con cierta coquetería. Marcaba con las manos en la cintura su portentoso caderamen.

Era una mujer de piel tostada, labios carnosos y ojos pardos, penetrantes, y llevaba desabotonados los primeros botones de la blusa, dejando ver entre sus pliegues el nacimiento de sus pechos. Lucio pensó que debía llamar a Lety Lazo al paladar para que se vieran en el apartamento del diplomático por un rato, pues el deseo en ese aire húmedo y caliente lo torturaba.

—¿No te dijo cuándo volvía? —insistió la miliciana.

—Creo que en una semana.

—Que confianza la de esta Ángeles, por Dios. Como cambia la gente —barruntó.

—¿A qué se refiere?

—Que hasta hace poco desconfiaba de cualquier huésped. Vamos, no debería yo contarte eso, pero así mismo era. Menos mal que cambió, porque yo misma le dije que así no podía seguir viviendo… En fin, cuando llegue dile que Teresa, la del CDR, estuvo aquí y que necesita hablar unas palabritas con ella.

—Se lo diré en tu nombre.

—¿Y tú, de dónde eres, chico?

—De Venezuela. Ando de turista por acá.

—¿Venezolano de Caracas?

—Sí, criado allá.

—¡Qué curioso! Yo tengo un cuñado de Caracas y juraría que tú no hablas como un caraqueño, muchacho. O tal vez es el Ronald quien no es de allá y nos está embaucando —reclamó ella antes de alejarse moviendo salerosa las caderas.

Halcones de la noche
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