Valparaíso
23 de enero, 12.05 h
Lucio hizo tres cosas antes de cerrar con llave la casa en la isla de Chiloé y embarcarse en un bus de la Varmont con destino a Valparaíso: llamó por teléfono a Joseph Richter a Berlín para anunciarle su inminente llegada a esa ciudad, se comunicó con Boris Malévich para pedirle posada en San Petersburgo, y solicitó una cita en el Banco Londres de Valparaíso para alquilar un depósito de seguridad. Después introdujo en su flamante mochila verde olivo los dólares entregados por Constantino Bento. En un maletín de mano ropa gruesa para el invierno europeo y las lociones antialérgicas sin las cuales no podía vivir.
En la mañana las cosas habían marchado sin contratiempos. Una vez que hubo firmado los respectivos documentos y pagado por adelantado dos años de alquiler, la ejecutiva del banco lo condujo por una escalera de mármol hacia un subterráneo vigilado por cámaras, donde le enseñó su caja de seguridad y lo dejó solo en el frío húmedo. Lucio extrajo de la mochila bolsas con parte de su anticipo en dólares y las introdujo en la caja. Después cerró con llave la puerta metálica y volvió a la gran sala de mármol, donde colgaban inmensas lámparas art déco y la luminosidad se filtraba por los ventanales de cristal. El banco era un magnífico edificio que en el siglo XIX, cuando Valparaíso era la ciudad más próspera del Pacífico, había sido traído por partes desde Inglaterra. Más tarde Lucio salió a la calle Prat y se dirigió al pub Piedra Feliz, ubicado frente al puerto.
En el local lo recibió una gigantografía de Vladimir Ilich Lenin, mirándolo desde lo alto de una pared con ojos fieros. En la barra centenaria de pino de Oregón, lo aguardaba Luiggi Mansilla bebiendo una copa de pisco sour.
Mansilla no disponía de un historial limpio, pero a esas alturas Lucio tampoco pretendía separar la paja del grano. Delgado, pálido, con un mechón de pelo rebelde sobre la frente, una boca que sonreía de lado y le brindaba un aire cínico; a los sesenta años, siempre de ambo y corbata, Mansilla parecía un personaje honorable, un cajero de banco recatado o un contador discreto, pero en verdad era un delincuente. Nada en su aspecto revelaba su verdadera actividad, la de reducidor de documentos. Los compraba a carteristas que los sustraían en Valparaíso a viajeros, que recalaban a bordo de trasatlánticos, que solo constataban el robo cuando se encontraban en alta mar y no podían estampar ya denuncia alguna. Por ello, la Interpol tardaba meses en circular sus pasaportes como robados.
—Necesito dos pasaportes —dijo Lucio tras ordenar un pisco sour. Estaban en un extremo de la barra. Conocía a Luiggi Mansilla de la época de la dictadura militar, cuando prestaba servicios semejantes, contra honorarios, desde luego, a izquierdistas perseguidos—. Es para hoy, pero tienen que estar limpios. Y con mi foto.
—Para entrar a Estados Unidos ya no hay pasaporte falso que valga, solo los norteamericanos, y esos son infalsificables —aclaró Mansilla. Llevaba un grueso anillo de oro con iniciales en su mano derecha y tenía una verruga en una mejilla—. Con los documentos fisiométricos el asunto se acabó.
—No voy a Estados Unidos.
—¿Circulación solamente continental?
—También por Europa.
El mozo les preguntó si les apetecían empanadas de mariscos o bien machas al hervor. Mansilla pidió las empanadas, y Lucio una botella de agua con gas.
—En ese caso al amigo le convienen pasaportes de Venezuela o El Salvador —aclaró Mansilla—. No son tan caros y admiten el reemplazo de la foto. Salen a dos mil cada uno.
—¿Limpios?
—Absolutamente.
Acordaron una rebaja de precio y quedaron en reunirse tres horas más tarde en lo que Mansilla denominaba el «laboratorio», una casa del cerro Los Placeres cercana a la Universidad del Mar, donde el hombre se encargaría de fotografiarlo y suministrarle los pasaportes.
Al salir del Piedra Feliz, Lucio caminó por el centro financiero de Valparaíso, subió al funicular del cerro Concepción y ascendió en él por la empinada ladera. Aquella ciudad solía recordarle la visita de Fidel Castro a Chile en 1971, cuando Salvador Allende presidía el gobierno socialista. Lucio estudiaba sociología, militaba en el MIR de Rancagua y había pasado cursos de entrenamiento guerrillero en la base de Punto Cero, cerca de La Habana. Después del discurso del máximo líder en la plaza de la Intendencia de la ciudad, un hombre de Tropas Especiales cubanas lo invitó a volver a La Habana, donde meses después lo reclutó y envió al Departamento de Operaciones Especiales, un cuerpo de élite de 2.500 hombres que tiene su sede en Miramar. Allá se encontró un día a José Abrantes, jefe de la escolta de Castro, futuro ministro del Interior y después su jefe inmediato en el departamento MC, que se ocupaba de burlar el embargo estadounidense. Allí había comenzado su compromiso con la revolución cubana.
Sí, la ciudad de Valparaíso, que emergía bajo sus pies mientras el funicular traqueteaba cerro arriba, era el origen de su aventura en los trópicos y, en cierta forma, la causa última de su planeada misión en La Habana.
Mientras caminaba por el Gervasoni mirando la bahía con sus barcos y las casas encaramadas en los cerros, recordó que su retorno a Chile, a comienzos de los noventa se inscribía dentro del PGP, un plan secreto de La Habana para convertir al país sudamericano en una playa de desembarque de sus funcionarios una vez derribado el régimen socialista. No había advertido el sentido original de la operación porque en un inicio parecía destinada a fortalecer a la izquierda latinoamericana, pero lentamente fue descubriendo lo que los dirigentes cubanos procuraban: un refugio para cuando en La Habana estallasen protestas similares a las que habían sepultado el comunismo en Varsovia, Bucarest, Berlín y Praga. Mientras el Comandante reiteraba su consigna de «patria o muerte», ciertos líderes preparaban una discreta huida a Chile, país lejano, estable y próspero, donde invertirían y se atrincherarían contra los pedidos de extradición del gobierno que surgiese después del castrismo.
Rompió con aquello la noche en que descubrió la verdad: a él y otros hombres de confianza los enviaban a Chile para que invirtiesen recursos estatales cubanos a título personal, cultivasen nexos con círculos económicos y políticos y adquiriesen grandes propiedades y acciones millonarias. Debían ir cosechando gradualmente simpatías entre la izquierda y la derecha, a los primeros debían ofrecerles la utopía, a los otros apetitosas oportunidades en la isla. Al cabo del tiempo, cuando la oposición llegase al poder, los antiguos dirigentes y esos fondos se habrían hecho humo, y serían inalcanzables para La Habana, gracias a un impecable tejido de contactos en el último rincón del mundo. Era lo que círculos de inteligencia denominaban el Plan Gran Piedra, en referencia al pico Gran Piedra, el punto secreto de la Sierra Maestra donde los dirigentes se replegarían para reorganizarse en caso de que fracasara, como fracasó, el ataque al Cuartel Moncada, del 26 de julio de 1953, dirigido por Fidel Castro.
—No terminaremos como Ceaucescu ni como porteros ni choferes de ministerios, ni menos desempleados —le respondió a Lucio su contacto en Chile, miembro también del PGP, al escuchar sus dudas sobre la consistencia moral del plan—. ¿Crees que pusimos en juego nuestros cojones y nos la comimos durante medio siglo para terminar como los ex funcionarios de la RDA o Bulgaria, hoy parias a quien nadie saluda?
—Pero lo que dices no tiene nada que ver con la causa por la cual murió y se sacrificó tanta gente —reclamó Lucio. Estaban en un exclusivo restaurante francés del barrio Providencia saboreando ostras con un vino blanco inolvidable—. ¿No te das cuenta de que solo somos pantallas para transferir ilegalmente de la isla recursos estatales?
—Estamos replegándonos al fin del mundo como Fidel se replegó al Gran Piedra. Aquí debemos acumular recursos y enfrentar la bajamar de la marea revolucionaria mundial.
—¿La bajamar?
—A lo largo de la historia, el movimiento revolucionario ha enfrentado coyunturas de pleamar y bajamar —dijo a Lucio su camarada mientras apartaba una concha y sumergía los dedos en el aguamanil. También era miembro de Tropas Especiales y en Chile se proyectaba como empresario de éxito fulgurante—. Hay épocas de pleamar, piensa en la Rusia de 1917 o los años sesenta en América Latina y África, y épocas de bajamar, como ahora. Y a nosotros, como revolucionarios —hizo una pausa para beber el vino con gesto cardenalicio—, nos toca la responsabilidad de conducir el repliegue ordenado. La historia exige que acumulemos fuerzas y recursos para la próxima oleada revolucionaria que llegará con la certeza con la que el sol sale cada mañana por el este.
—Vamos a estar requete viejos cuando ese día llegue.
El otro cogió un cuchillo para desprender una ostra de su lecho nacarado, y agregó:
—Veo que perdiste el optimismo histórico que caracteriza al revolucionario.
—Creo más bien que perdimos la brújula. ¿El Comandante está al tanto de todo?
—Un hombre de Tropas Especiales no pregunta por el sentido de las órdenes, solo las cumple. Y ten cuidado —dijo apuntando a Lucio con el chuchillo—. No me gustan los revolucionarios desmoralizados, se convierten en los peores traidores. Pero por la misión y la historia que nos une, te voy a proponer algo.
—Tú dirás…
—Que acordemos que esta conversación nunca tuvo lugar.
Y Lucio cumplió su palabra, recordaba ahora caminando hacia el Tomás Sommerscales mientras el sol arrebataba reverberaciones a la superficie lisa del Pacífico y a las casas revestidas con láminas de zinc. Sí, él había cumplido, se dijo frente al magnífico hotel en que alojaba, no así su camarada. Semanas más tarde perdió todo contacto con él. Un inesperado cheque al portador consumió sus reservas de sobregiro y su cuenta bancaria dejó de recibir los fondos para invertir en Chile. Lo perdió todo en horas a causa de las deudas que había contraído y estuvo a punto de ir a la cárcel. Se había retirado solo con lo puesto y unos ahorros que le permitieron comprar el terreno en Chiloé. Sí, aceptar la misión de Constantino Bento estaba plenamente justificado. Tal como le había dicho su ex camarada en el restaurante francés, ellos eran profesionales serios, que obedecían sin preguntar demasiado. Ingresó al hotel recordando que pronto viajaría a Berlín.