San Petersburgo
9 de febrero, 13.40 h
—Entonces estamos bien encaminados —comentó Chuck—. Con lo que le dijo la vieja y el llamado que registramos de un hotel de La Habana al departamento de Malévich la cosa está clara.
—¿Cuándo fue eso del llamado? —preguntó Cayetano Brulé.
—Hace cuatro días. Llamaron del Ambos Mundos.
Conversaban en el Ambassador. Si uno sale del Museo del Ermitage y se dirige por la Nab Raki Moyki en dirección al imponente edificio de ladrillos llamado Castillo de los Ingenieros, y cruza el Fontanka poco antes de su desembocadura en el Neva, encontrará ese restaurante. Sus paredes están recubiertas de tafetán y tules de franjas doradas recrean una tienda beduina.
El estadounidense, que acababa de arribar de Berlín, había escogido ese sitio porque suponía que se prestaba para encuentros conspirativos. Pero ahora estaban prácticamente solos allí y su presencia resultaba llamativa entre los mozos de traje negro y humita, que atendían mientras un viejo tocaba balalaica.
—¿El Ambos Mundos? —repitió Cayetano haciendo memoria—. Ese era el hotel donde vivió Hemingway.
—¿Hemingway vivió bajo el castrismo?
—Se enamoró de Cuba en los años treinta, Chuck, y después se quedó a vivir allá por veinte años. Se marchó de Cuba el 60, y se voló la cabeza con una escopeta en su casa de Estados Unidos.
—Ya ve usted, nunca es tarde para aprender.
—En fin, volviendo a lo nuestro: tal vez fue Lara quien llamó del Ambos Mundos a Malévich. ¿Y consiguió las grabaciones?
—No puedo pedirlas, dejaría huellas —dijo Chuck tras saborear un blanco moldavo, espumoso y dulce—. Pero si Lara llamó a Malévich, entonces toda su suposición marcha sobre ruedas. Usted debe viajar de inmediato a La Habana. Ya le reservé pasaje y cuarto en el hotel Sevilla, que queda cerca del Ambos Mundos.
—¿Tendré que perseguir ahora a Lara?
—Después de haber viajado a Chicago, Chiloé, Berlín y San Petersburgo no creo que le importen mucho un par de millas más.
—Espere, Chuck —dijo Cayetano serio—. Ustedes quieren que ubique a Lara para que puedan liquidarlo después. Si creen que pueden utilizarme para un asesinato, me bajo ahora mismo de esto. Soy un tipo honesto, tengo las manos limpias, mi gran orgullo.
—Si quisiéramos deshacernos de Lara, lo haríamos sin su ayuda.
—Claro, no lo dudo, pero antes necesitan encontrarlo.
—Pero no para liquidarlo, señor Brulé, sino para impedir su misión y detenerlo.
—No me digan que piensan juzgarlo por atentar contra el Comandante.
—Un tipo que se hace pagar un millón de dólares para eliminar a alguien puede enseñarnos mucho.
—Toda esta lógica suya me harta. Lo sabe, ¿verdad?
—Mejor hagámonos la vida grata, señor Brulé. Somos aliados, al fin y al cabo.
—¿Usted realmente lo cree? —Cayetano acompañaba con un tinto de Georgia su golubtsi, unas hojas de repollo rellenas con carne de vacuno y arroz—. Para mí los aliados no imponen condiciones.
—No me venga con sentimentalismos. Usted sabe que está haciendo méritos para librarse del lío en que se metió, así que no desconfíe. ¿Ve ese palacio allá?
A través del ventanal Cayetano vio la construcción de ladrillos en medio de la nieve.
—Es el Castillo de los Ingenieros. Lo levantó un paranoico, el zar Pablo I —precisó Chuck eructando con disimulo—. Como temía que lo asesinaran, hizo construir alrededor de su residencia fosos, puentes levadizos y pasadizos secretos comunicados con los cuarteles de Marte.
—Hombre precavido, al menos.
—Le sirvió de poco. Lo mataron igual.
—A propósito —dijo Cayetano pensativo—. Usted y yo estamos metidos en un asunto secreto, en el cual corremos el riesgo de saber demasiado. ¿Se da cuenta, verdad?
—¿Qué quiere decir con eso?
—Que si yo revelase esta historia, la gente creería que me volví loco, porque soy un detective proletario de una ciudad latinoamericana. Pero si usted lo hiciese se formaría un escándalo.
—¿Y entonces? —Chuck escuchaba con atención.
—Si me permite, diría que usted es el más afectado en esta operación —Cayetano creyó advertir incertidumbre en la mirada de Morgan—. A veces de nada sirven los pozos ni los puentes levadizos si uno sabe más de la cuenta, Chuck. Pero, volviendo al tema, ¿conoce la identidad bajo la cual viaja ahora Esteban Lara?
—De Chile a Europa usó pasaporte salvadoreño —murmuró Chuck sin convicción—, pero ese nombre no aparece en los vuelos de Moscú a La Habana. Solo suponemos que Lara está en la isla, y por eso urge que usted haga maletas y vuele para allá. ¿Le parece, señor Brulé?