Isla de Chiloé
20 de enero, 20.40 h
—¿Lucio? —preguntó Constantino Bento tras bajarse del jeep que había alquilado en la plaza central de la ciudad llamada Castro. El hombre, sentado bajo el alero de la casa de alerce, lo miró impávido mientras avanzaba hundiendo las botas en el fango. Una bandada de choroyes provocaba escándalo en el bosque aledaño. Los picos andinos se veían nevados, pero sin nubes; y sobre la isla el cielo colgaba como una carpa gris.
El hombre se puso de pie. Era fornido, de ojos verdes, rasgos filudos y bien parecido. El pelo, canoso y tupido, lo llevaba corto. Vestía jeans, sudadera y botas. Bento tuvo la convicción de que por fin, en la mayor isla del fin del mundo americano, había hallado al hombre que buscaba desde hacía tanto tiempo.
—Soy Esteban Lara. ¿Puedo servirle en algo?
—Solo Lucio Ross puede ayudarme —aclaró Bento subiendo al piso de tablas. Bajo el alero había dos sillones y una mesa de mimbre; de las paredes colgaban un sombrero de yarey y una manta de lana. Bento alargó su mano y Lara se la estrechó a la expectativa.
—¿Quién lo envía? —preguntó Lara serio.
—Un ex sandinista, que terminó refugiado en Florida. Usted lo conoció hace años en Punto Cero. Le decían Elmo Guerra.
Lo invitó a que se sentara no solo porque sabía que Punto Cero era el principal campo de entrenamiento cubano para la formación de guerrilleros extranjeros, sino porque afirmaba conocer a Elmo Guerra, un nicaragüense de los primeros años del Frente Sandinista de Liberación Nacional, cercano al comandante Tomás Borge. Se sentaron en los sillones de mimbre mirando hacia el embarcadero de la casa, donde las olas columpiaban una lancha. El viento frío convenció a Bento de que no estaba abrigado para el verano del sur del mundo.
—¿Qué es de Elmo? —preguntó Lara.
—Lo despachó hace un año un cáncer al pulmón.
—Fumaba como condenado. ¿Murió en Miami?
—En una casita de Hialleah. Pobre y solo.
Lara inclinó la cabeza varias veces como señalando que así era el destino y preguntó:
—¿Murió tranquilo o con demasiada nostalgia?
—Un hombre que muere lejos de su patria muere siempre en la nostalgia —afirmó Bento.
Pero no estaba allí para filosofar, sino para convencer a Lucio. Procuró reprimir el recuerdo de la promesa hecha a Linda en el balcón de la casa en Coconut Grove, y la formulada a su padre, la de que jamás olvidaría la isla; no era tiempo para nostalgias. Si lo seguían, no tardarían en dar con su paradero, y si descubrían que estaba en aquel lugar, entre la ciudad de los palafitos y el pueblo de Dalcahue, donde había pasado la noche en una pensión, su proyecto se iría al tacho.
—Elmo se marchó el 96 a Miami —dijo Bento. Pensó que le convenía establecer cierta confianza con aquel ermitaño oculto en una casa de madera construida en una isla del fin del mundo—. Durante el gobierno sandinista fue asistente del ministro del Interior, servía de enlace con los cubanos, pues los conocía desde los setenta, cuando Castro los unificó. Se fue a Miami harto de la piñata sandinista, de la repartija de casas y tierras iniciada por Daniel Ortega. Lo consideraba una traición a Sandino, al general de hombres libres que se rebeló contra el primer Somoza, y un insulto a los mártires de la revolución sandinista.
—Seguro que en Miami lo recibió la CIA. ¿Usted a qué se dedica?
—La CIA lo dejó caer después de exprimirle la última gota. Fue entonces que comenzó a trabajar para mí, como chofer primero, y luego como mensajero de confianza. En Miami tengo una compañía punto com que asesora a empresas de contabilidad.
—Las vueltas de la vida —comentó Lara—. ¿Y qué opinión le merece Guerra?
—Que era un tipo honesto, consecuente, y que debió haber rectificado antes. O, al menos, haber cobrado bien por todo lo que hizo, como cobraron otros.
Lara escuchaba en silencio mirando hacia el embarcadero. Acomodó las piernas en la mesa y se cruzó de brazos. No parecía descortés ni hospitalario, esperaba simplemente a que Bento le revelara el propósito de su viaje. Ya la noche empezaba a caer sobre la isla, sumiendo el mar y los bosques en penumbras.
—Aún no me explica cómo llegó aquí —afirmó.
—Elmo encabezaba una brigada para trabajos sucios —agregó Bento—. Me dijo que un chileno de confianza de los cubanos lo formó en eso, un tal Lucio Ross. Había nacido en un lugar único en el mundo: Sewell, una ciudad minera que sube en terrazas por la cordillera. Me dijo que el tipo era de Tropas Especiales cubanas, había asaltado bancos en Brasil y Líbano, secuestrado empresarios en México y contrabandeado marfil y diamantes en Angola para financiar causas revolucionarias.
—Pero nada de eso explica su aparición aquí.
—Eso es un logro mío —comentó risueño Bento—. Le contó a Guerra que el día en que se retirara de todo, no se iría a Sewell, sino a Chiloé para estar fuera del mundo. Usted había visto demasiadas veces la muerte a los ojos y ya no era capaz de sostenerle la mirada a un león sin pestañar de miedo, como exigía Hemingway.
—Aquí no hay leones.
—Hace dos años usted atropelló en Puerto Montt a un borracho. El asunto salió en la versión electrónica del diario El Llanquihue. Era solo una nota, hablaba de usted, daba su edad, decía que vivía fondeado en Chiloé aunque era oriundo de Sewell, y que había vivido exiliado en Cuba.
—¿Y eso le bastó para ubicarme?
—Solo podía tratarse de usted. No puede haber dos chilenos de su edad, que hayan nacido en Sewell, vivido en los trópicos y residan en esta isla del fin del mundo.
—Es posible…
—Y por eso supongo que esto no puede ser lo que usted imaginó como realización personal en los sesenta —dijo Bento indicando hacia la oscuridad—. Esto no es el retiro para alguien que se arriesgó por la revolución. En este y otros países hay hombres que hicieron lo mismo y hoy son potentados.
—A ver, Bento. ¿De qué estamos hablando? A mí me gustan las cosas claras. ¿Por qué no desembucha de una vez?
Bento se acomodó en el asiento. Había dado con el hombre e imaginado desde la distancia su frustración y resentimiento, su desilusión con la utopía por la que había combatido.
—Supongo que estoy hablando con un profesional que aún sabe hacer las cosas para las que fue adiestrado —agregó—. Y supongo que usted, a estas alturas de la vida, encallado aquí sin las perspectivas de que gozan ex colegas suyos, esperando solo la muerte, sigue siendo un profesional. Pero antes de entrar en materia, ¿me permitiría ocultar el jeep en su garaje?