San Petersburgo

2 de febrero, 15.07 h

Las sombras se cernían sobre la ciudad cuando Lucio descendió las escalinatas del metro en la estación Sennaya Ploschad, donde compró un boleto y cogió el último carro del tren en dirección norte. El vagón iba atestado de pasajeros pálidos y ensimismados. A partir de Chkalovskaya, el carro comenzó a vaciarse y las estaciones a parecer más sucias y abandonadas.

Fue entonces que pudo tomar asiento y sentirse tranquilo. En verdad, era imposible que el enemigo lo estuviese siguiendo por la sencilla razón de que no había dejado huellas y viajaba bajo identidad falsa. Además, nadie podría imaginar ni remotamente la misión que preparaba. Por otra parte, Kamchatka continuaba progresando en el patio nevado de la dacha, donde él lo ejercitaba tres veces al día bajo la estricta dirección de Malévich. Era notable la capacidad del ganadero australiano para interpretar las señales del silbato en forma precisa, para obedecerlas como si estuviese atado a una cuerda, como si se tratase de un robot a control remoto.

Solo habían sufrido un percance. Kamchatka, aprovechando una ausencia pasajera de Malévich, lo había atacado, mordiéndole la mano enguantada. Afortunadamente el grito desde la distancia del adiestrador había puesto las cosas en orden, y el animal lo había soltado gruñendo y mostrándole los dientes.

—Nunca debes titubear —le gritó Malévich a Lucio—. Debes mostrarte siempre como el alpha, como su amo. Si huele tu inseguridad por un solo instante, renace en él de inmediato su alma de dingo salvaje, amante de la libertad. Vamos, hay que comenzar de nuevo, y ahora le vas a disputar su plato y vas a comer de él antes que Kamchatka. No le temas, tiene que aprender que tú eres el alpha.

Cuando el tren ingresó en una de las últimas estaciones del recorrido, un hombre de bigote y parka azul se sentó a su lado. En el carro viajaban solamente ellos y una pareja de hombres de aspecto mediterráneo, que los observaban sin disimulo desde una puerta. Lucio temió lo peor. Tal vez la shapka de piel de conejo y los pantalones térmicos comprados en la víspera en una tienda de ropa de segunda mano no lo ayudaban a pasar inadvertido en ese mundo subterráneo. Uno podía vestirse con los trapos que quisiese, pero lo que a uno siempre lo delataba era la mirada, pensó. Toda mirada individual tiene nacionalidad, cultura e historia, se dijo.

—¿Su boleto? —preguntó de pronto en inglés el hombre a su lado.

Lucio cogió la mitad del boleto que Malévich le había entregado la noche anterior y se la pasó al desconocido, quien llevaba la otra mitad en sus manos. Las examinó y calzaron a la perfección.

—Sígame —le dijo después de guardarse los trozos en un bolsillo.

El tren disminuyó la velocidad y los hombres de la puerta se aproximaron a ellos. De pronto el tren se detuvo por completo y el del bigote abrió con vehemencia la portezuela. Estaban en medio del túnel. La luz blanca del carro bañaba las paredes de la roca desnuda.

—Salte —ordenó el hombre del bigote.

Lucio aterrizó sobre una superficie pedregosa. Los otros lo siguieron, y el tren echó a andar de nuevo y su par de luces rojas se diluyeron pronto en la distancia.

—Sígame —dijo el del bigote encendiendo una linterna y le indicó con el haz de luz las vías y la vereda estrecha que se extendía al otro lado, entre la línea férrea y la pared del túnel—. Levante bien las botas. Puede electrocutarse.

Lucio cruzó sobre los toma corrientes levantando los pies y siguió al hombre del bigote por la vereda. Dos luces blancas emergieron de pronto en la distancia.

—Hay que llegar a las escaleras antes que el tren —gritó el del bigote y apagó la linterna.

Echaron a correr en la oscuridad. Solo la silueta del sujeto y el roce torturante de su brazo contra las rocas filudas le indicaban que aún corría por la vereda, que aún conservaba el equilibrio. Los focos del tren se aproximaban aumentando su traqueteo ensordecedor.

—¡Más rápido! ¡Más rápido! —gritó el del bigote.

De pronto Lucio escuchó un alarido feroz a su espalda. Volvió por un segundo la cabeza sin dejar de correr y pudo distinguir de refilón un bulto humano que rodaba sobre las líneas en medio de chisporrotazos. Era como si hubiese estallado una tormenta eléctrica en el túnel. El hombre que lo seguía le gritó algo y le propinó un empujón que estuvo a punto de derribarlo. Cuando los focos ya los encandilaban, Lucio comprobó horrorizado que la vereda no ofrecía espacio para guarecerse del tren. Pensó en cruzar a toda carrera hacia el otro lado, saltando sobre los toma corrientes, pero al vislumbrar las luces blancas que ahora aparecían también por la vía opuesta, supo que de nada le valdría llegar al otro lado.

Y aunque intuyó que el tren lo arrollaría en cuestión de segundos, siguió corriendo enceguecido por los focos, agitado por el estruendo creciente de las ruedas sobre los rieles y el bateo de su corazón. Había sido un iluso al creer que era posible planificar hasta los últimos detalles en la vida, se dijo. Ahora no lo esperaba una cita con los independentistas chechenios, sino con la muerte. Moriría como uno de los tantos mendigos de San Petersburgo, y sus huesos terminarían enterrados en el cruel anonimato de una fosa común. Justo en el instante en que el tren soltaba un pitazo ensordecedor, el hombre del bigote brincó hacia la oscuridad que reinaba a la izquierda de la vía, hacia ese telón negro como la boca de la noche, y gritó:

—¡Salte! ¡Salte!

Lucio se lanzó al vacío, sintió que emprendía un vuelo interminable por la oscuridad y luego se estrelló contra unos peldaños de concreto. A su lado cayó el otro hombre. La falta de aire, la adrenalina corriendo por su sangre, el chirrido agudo de las ruedas arrancando chispas a los rieles y el pitazo en la oscuridad le hicieron olvidar el dolor por unos momentos.

—¡Vamos, vamos! —gritó el de la linterna mientras la encendía y buscaba desesperado una salida a lo largo de un enorme muro de ladrillos—. ¡Hay que escapar antes que la milicia cierre las alcantarillas!

Halcones de la noche
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