San Petersburgo
2 de febrero, 16.30 h
Lo despojaron de la venda y supo que se encontraba frente al hombre que necesitaba. Era alto y delgado, aunque robusto, usaba pasamontañas, bototos lustrados y chaqueta verde olivo con charreteras. Estaban en un subterráneo húmedo, frío y sin ventanas, al que se entraba por una pesada puerta metálica. Una ampolleta en el cielo de concreto iluminaba aquel espacio en que el frío calaba los huesos y había un montículo de carbón de hulla a la espera de alimentar chimeneas. Lucio se puso de pie, se sacudió el pantalón y las manos tiznadas.
—La plasticina está a su izquierda —dijo el enmascarado en inglés indicando hacia la bolsa deportiva junto a Lucio.
Lucio se llevó las manos al interior de la parka.
—No se moleste —dijo el enmascarado. Tenía ojos cafés, pestañas largas y los dientes disparejos—. El dinero ya lo tenemos nosotros. Está en orden. ¿Alguna pregunta?
No recordaba que le hubiesen sustraído los fajos de dólares. Tal vez lo habían drogado. Sí recordaba, aunque vagamente, que tras salir del metro por un cauce habían abordado una ambulancia, donde un enfermero le había inyectado seguramente un narcótico, para que se relajara en la parte trasera del vehículo, junto a los enigmáticos tipos del tren.
—¿Cómo vuelvo al centro de la ciudad?
—No se preocupe, lo dejarán en una estación del metro. Allí sabrá usted qué hacer.
—Confío en que el producto sea tan legal como los billetes que recibieron.
—Nuestro prestigio y nuestra lucha dependen de las armas que empleamos.
—Así dicen muchos.
—Es la mejor plasticina jamás fabricada —repuso el encapuchado paseándose impaciente por esa sala que olía a hollín. Le alcanzó la bolsa—. Checa, de primera. Examinada por los mismos rusos y nuestra gente de operaciones especiales. No hay equipo que la detecte en los aeropuertos. ¿Otra pregunta?