La Habana

31 de enero, 15.00 h

—¿Y qué te parecen estos de Victoria Secret, piba? —le preguntó el ataché de cultura a Lety Lazo al extraer de una bolsa plástica unos blumers minúsculos y nuevos. La perrita olfateaba sobre la cama alrededor de la valija abierta—. También son para vos, porque yo sabía que no iba a tener a nadie mejor que vos para hacerse cargo de Marilyn.

Lety echó los blumers en la bolsa de cáñamo que acaba de regalarle el diplomático, donde había ya una camiseta con un paisaje impreso de Buenos Aires, un short de lino, una cartuchera de maquillaje y, lo más importante, las alpargatas con tela de jeans que le brindarían aspecto despreocupado de las turistas occidentales.

No era malo el trabajo que le había conseguido Carlos, su novio. En verdad, la westie del ataché era obediente, dormía bastante y quedaba extenuada con un simple paseo por el barrio. El resto del día Lety lo pasaba en ese apartamento de Miramar, escuchando la colección de hits de los ochenta, en especial esa música disco que ya no interesaba a nadie, pero que a ella la empujaba a bailar frente al ventanal del living que se abría hacia el norte y, de alguna forma, hacia los cayos de Florida. Además, había dormido no solo en el cuarto de huéspedes, sino a menudo entre los espejos del dormitorio principal que, al igual que el baño, daba al mar. Sí, era un trabajo grato que además le deparaba la sensación de que vivía lejos de la isla, en un mundo como el de las películas norteamericanas, sin escasez ni miseria, sin reuniones políticas ni manifestaciones obligatorias.

—Lo has hecho tan bien, piba —agregó el ataché guiándola del codo hacia la cocina—, que te recomendaré a mis colegas. Hay algunos que tienen las mascotas más extrañas, como serpientes e iguanas, y que estarán felices de saber que una persona responsable está dispuesta a cuidarlas cuando viajen.

Era fascinante dormir en la residencia del diplomático, pensó Lety rascándose sus gruesas cejas negras, que contrastaban con el rojo de su cabellera aleonada. Allí había podido comer a pierna suelta steaks de vacuno, pechugas de pollo y sopas enlatadas, y una tarde incluso había invitado al apartamento a Joao, un portugués, que vivía en un edificio cercano.

—¿Tú eres hija del ataché? —le preguntó Joao la mañana en que se conocieron. Ella iba por Primera Avenida, cerca de un sitio eriazo que permite ver el mar, soñando con que su padre salía de la cárcel y ella podía emigrar. Confiaba en que un extranjero la sacaría un día de la isla como esposa.

—No, no soy la hija del ataché —respondió Lety, feliz de que la confundieran con extranjera.

—En verdad soy un tonto, no podías ser su hija —comentó Joao sonriendo. Era bien parecido, nada alto, y vestía jeans, camisa blanca de lino y tenis—. Lo pensé por la perrita, a él lo he visto paseándola por el barrio. ¿Y entonces qué eres tú de él?

Se sintió incómoda. En la isla solo la autoridad hacía ese tipo de preguntas.

—Soy la cubana que saca a pasear la perrita del ataché.

Le explicó que había trabajado en un hotel internacional, pero prefirió no abundar en detalles. Desde la detención de su padre debía evitar el contacto con extranjeros. Se lo había dicho el tipo de la seguridad que la atendía a ella y a su madre: «Si desean visitar un día al presidiario Lazo, no hablen con nadie del juicio, menos con extranjeros porque todos son de la CIA.» En verdad lo indicado hubiera sido cortar con el ataché e ignorar al italiano, pero con su padre preso, y ella y su madre desempleadas, todo comenzaba a darle lo mismo, tal vez lo único que valía la pena era dejar la isla en balsa o casándose con un extranjero. Estaba dispuesta incluso a casarse con el ataché, aunque fuese solo un arreglo entre una mujer madura y un hombre al que le atraían otros hombres. Con tal de salir de la isla, ella era capaz hasta de ayudarlo a conseguir amantes.

—Cuidado con la perrita —le advirtió Joao. Marilyn husmeaba en el borde de la vereda.

—Si atropellan a esta perrita, mejor me mato.

—A ese ritmo el ataché va a andar de luto y tú te quedarás sin trabajo. ¿Saldrías a cenar hoy conmigo?

Sabía que si aceptaba la invitación, terminaría acostándose con él. Le ocurría siempre con todos los extranjeros que conocía. Llegaba rápido a sus camas porque imaginaba que aquello era el inicio de un amor eterno. En verdad, a su edad estaba llena de amores eternos que solo duraban una noche. Pero esta vez las cosas serían diferentes; además, ya no le cabía duda de que el romance con Carlos hacía agua. Jamás se casarían, jamás podrían tener una vivienda e hijos como Dios manda, lo más probable era que en cualquier momento Carlos perdiese su paladar y los ahorros y quedara en la calle, si es que no lo acusaban de avituallarse en el mercado negro y lo encarcelaban. No, el amor con Carlos y la prisión de su padre la llenaban de amargura y la afeaban, la convencían de que en la isla carecía de futuro. No quería vivir más allí, deseaba un país donde las cosas fuesen simples y una pudiera hacer lo que quisiese y su destino y el de su marido y de sus hijos no dependiese más que de ellos.

—Está bien —repuso esperanzada—. Pásame a buscar al departamento del ataché a las siete y nos vamos a cenar por ahí.

Joao arribó puntual, pero no fueron a cenar a parte alguna. Abrieron unas botellas de Havana Club, la vaciaron bailando al ritmo de la música. Luego sus cuerpos desnudos, multiplicados al infinito por los espejos de las paredes y el cielo, se plegaron con frenesí en la cama del ataché. Lety Lazo intuyó una vez más que, ahora sí, había encontrado el amor de su vida.

Halcones de la noche
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