Santiago

27 de enero, 09.15

Chuck Morgan le devolvió quince minutos más tarde la llamada a un teléfono público ubicado en el segundo piso del aeropuerto, frente a los restaurantes de comida rápida. El aeropuerto parecía una colmena por el ir y venir de los pasajeros y de quienes concurrían a recibirlos o despedirlos. Cayetano supuso que alguien lo espiaba desde cerca y que Chuck temía que después de la conversación telefónica con Suzukito, al que habían drogado, él perdiera los estribos, formara un escándalo y echara por la borda el acuerdo.

—Sí, le escucho —dijo el norteamericano en tono neutral.

—Acabo de hablar con mi secretario, y está secuestrado —explicó Cayetano con la voz entrecortada por la irritación—. Es evidente que usted lo secuestró.

Lo había leído en los diarios y lo acababa de experimentar en carne propia en Chicago. Desde los atentados terroristas del once de septiembre de 2001, Estados Unidos contaba con prisiones clandestinas alrededor del mundo, manejadas por agentes secretos y sin que los gobiernos anfitriones estuviesen al tanto de su existencia.

—Vamos, señor Brulé, no hagamos afirmaciones aventuradas —dijo Chuck tranquilo—. Su secretario no está siendo torturado ni corre peligro de morir o desaparecer.

—¿Y entonces qué diablos pretende con esto? ¿Asustarme? ¿Chantajearme de nuevo?

—No perdamos la calma, señor Brulé —insistió Chuck—. No recurramos al lenguaje florido, que no estamos discutiendo en El Exquisito de la Calle Ocho, sino vinculados por el acuerdo que usted firmó libremente en Chicago.

—¿Y entonces qué persigue al mantener detenido a Suzuki en un sitio clandestino?

—Nada.

—¿Cómo que nada?

—Nada, señor Brulé. Solo cerciorarme de que usted siga respetando lo que suscribió en el Phillies. ¿No ha cambiado de parecer, verdad?

Halcones de la noche
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