La Habana
26 de febrero, 19.00 h
Cayetano Brulé se encaramó por la parte baja del muro lateral de la mansión que le había indicado el mozo del La Esperanza y cayó en una terraza que daba a una piscina en ruinas. Si la información de Vladimiro era correcta, no habría nadie en esa vivienda, porque su dueña se encontraba en Cienfuegos y el pensionista acababa de salir en el carro de la mujer.
Se puso de pie y se sacudió las manos sintiendo ardor en la rodilla. De La Esperanza había llamado al teléfono de Chuck, donde la voz de un hombre le anunció que «el compañero» volvería dentro de poco. A juzgar por el silencio y la oscuridad, la mansión estaba desierta. Cruzó por un jardín dejando a su espalda una casa pequeña, e ingresó a la casona por una puerta sin seguro. Encendió su diminuta linterna con forma de lápiz y se halló en una cocina.
Lara podía regresar de improviso. ¿No estaría yendo demasiado lejos? ¿No se trataría tal vez de una equivocación? ¿Y qué si aquel hombre del Chevrolet no era Lara y Lara se hallaba en México, como lo afirmaba la CIA? Ni siquiera tenía consigo la inservible pistola italiana que portaba en Valparaíso, pensó mientras veía cuartos en desorden, cajones registrados y vajilla regada por el suelo. ¿Es que Esteban Lara había viajado de Chiloé a La Habana vía San Petersburgo solo para desvalijar esa mansión?
Cruzó de vuelta el jardín y entró a la casa adyacente. Estaba también a oscuras. En el piso de un cuarto tropezó con un plato. Se quedó quieto esperando alguna reacción, pero no escuchó nada. Proyectó la luz de la linterna sobre las baldosas y examinó el plato, tenía alimento para perro. ¿Esteban Lara cuidaba un perro en Cuba? ¿O no era Esteban Lara? Abrió una puerta y entró a un baño donde colgaban toallas aún húmedas. Sobre el lavamanos había champú, pasta dentífrica y protector solar. Examinó las envases y comprobó que eran productos para alérgicos. No le cupo duda. ¡Había dado al fin con Esteban Lara!
Pasó a otra pieza, a un dormitorio donde reinaba también el desorden. Debajo de la cama había ropa tirada y unos zapatos de mujer, y en una esquina yacía un minúsculo calzón femenino. Volvió al pasillo y se encontró con una escalera que bajaba. Comenzó a descenderla con cuidado.
El subterráneo era un espacio amplio, fresco y húmedo, con piso de baldosas y una mesa de billar sobre la cual se apiñaban libros y diarios viejos. A un costado vio un refrigerador de dos cuerpos, oxidado, y un escritorio sin gavetas. Paseó la luz de su linterna debajo del mueble.
—¿Y qué es eso? —se preguntó.
Era una bolsa transparente con una tira de delgados envases plásticos en forma de almohadilla que contenían plasticina. Alguien chapistea el refrigerador, supuso al palpar la masa gris entre sus dedos. Dejó la bolsa en su sitio, y cuando pasó el foco sobre el embaldosado antes de subir a llamar a Morgan, descubrió un manto con cierre velero y bolsillos interiores. Es de un perro, concluyó, extrañado de que en el Caribe un perro necesitase de abrigo. Cogió una almohadilla con plasticina y trató de introducirla en uno de los bolsillos del manto. Calzaba a la perfección. Y en ese instante notó las manchas junto al refrigerador. Sus mocasines resonaron sobre las baldosas cuando cruzó hacia el aparato. Abrió la puerta de golpe.
—¡Coño, coño! —exclamó.
Adentro, sentado, abrazando sus rodillas, estaba el cadáver desnudo de la pelirroja.