Washington D. C.
9 de enero, 19.45 h
Chuck Morgan abrió la puerta del Pontiac que lo esperaba con los faroles apagados en el estacionamiento del MCI Center, de la Sixth Street. Al volante se hallaba un hombre con el cual nunca imaginó tendría que vérselas un día. Pese a las penumbras, lo reconoció de inmediato. Era Don Pontecorvo, el enlace operativo entre la Casa Blanca y la CIA, un funcionario de confianza presidencial, de quien no se hablaba ni aparecía en los medios, y que solo había visto de lejos, en ceremonias en el cuartel central de Langley.
—Me alegra que podamos conversar tranquilos —comentó Pontecorvo en tono patriarcal. Tenía el rostro surcado por arrugas profundas, mandíbula prominente, cabellera alba e intacta, y mirada metálica—. Este es un lugar inusual para reuniones, lo admito, pero el adecuado para lo que debo comunicarte. Te hablo como tu superior y en el marco de la más absoluta reserva.
—Entiendo, señor.
—Existen asuntos que resolvemos sin dejar indicios, porque comprometerían los intereses nacionales. Por tu expediente y trayectoria eres el hombre ideal para cumplir una misión sobre la que debes guardar secreto, incluso dentro de la compañía…
Chuck asintió con la cabeza mientras sus manos sudaban levemente en los bolsillos del abrigo. Esa mañana había encontrado en su cubículo una hoja sin timbre, firmada solo con una P, que indicaba el lugar y la hora precisos donde debía presentarse aquella noche. Supuso en un inicio que se trataba de una broma de algún colega, porque Pontecorvo era uno de los dioses inalcanzables en la comunidad de inteligencia, pero cuando más tarde el alto funcionario se le acercó en el Memorial Garden y le preguntó al paso si había recibido su mensaje, supo que todo era cierto.
—El asunto es simple —agregó Pontecorvo. Vestía terno gris perla, corbata verde eléctrico y una camisa blanca—. En Cuba estuvieron a punto de derrocar a Castro, y al parecer el asesinato de esta mañana en Miami de Joe Comesaña, director de Restauración Democrática, está vinculado a la conspiración. Lo sabes, ¿verdad?
—Lo vi en reportes, señor.
—Nosotros no tuvimos nada que ver con esa conspiración —dijo Pontecorvo mientras paseaba su índice por el cuello de la camisa—. Peor aún, no teníamos idea de Operación Foros.
—¿Por qué Foros, señor?
—Por el Cabo Foros, en Yalta, donde en agosto de 1991, durante sus vacaciones, Mijaíl Gorbachov fue detenido y obligado a dimitir. Allí comenzó en verdad el fin del comunismo en el mundo.
—¿Pensaban hacer algo semejante en Cuba, señor?
—Supongo que pensaban apresar a Fidel Castro en su residencia de verano de Vista Alegre, en el oriente de la isla. Y puedes imaginar lo que significa no tener idea de una conspiración en una isla que está a noventa millas de Florida: es el peor fracaso de la CIA desde el 11 de septiembre de 2001. El presidente montó en cólera al enterarse de todo por la prensa internacional.
—Es increíble, señor.
—La RD estuvo a punto de lograrlo. Y una conspiración en Cuba solo se consolida si liquida al Comandante. ¿Sabes qué hubiera ocurrido si esos aventureros hubiesen logrado su objetivo? —preguntó Pontecorvo posando sus manos enguantadas sobre el manubrio del Pontiac—. Habrían estallado enfrentamientos entre tropas leales e insurrectas creando el caos en la isla, iniciando una guerra civil. ¿Te lo imaginas, verdad?
—Habría sido el fin del comunismo en la isla, señor.
Pontecorvo sacudió la cabeza. Una mujer hispana con tres niños cruzó delante de ellos en dirección al centro comercial, sugiriendo que arriba la vida continuaba su rutina acostumbrada, ajena a las amenazas que acechaban en la sombra.
—Sería peor, Chuck. Hay que imaginarse una estampida de millones de cubanos en lanchas, botes y balsas con destino a Florida; a nuestros guardacostas en el golfo deteniendo o hundiendo las embarcaciones, y a miles de cubanos ahogándose o siendo devorados por los tiburones ante las cámaras de la CNN y la BBC… Ese espectáculo acarrearía una ola de protestas mundiales, el incremento del terrorismo en contra nuestra, la imagen de Estados Unidos por el suelo, la caída libre del dólar…
—Entiendo, señor.
—Pero mucho peor sería si esos cubanos arribaran a Florida. Se desatarían allá el pillaje, el saqueo y la anarquía, el desempleo masivo y la delincuencia descontrolada, el naufragio de la ayuda social, la bancarrota de la industria turística de Miami… El partido perdería al gobernador y la Casa Blanca, y todo eso por un crimen político que, bien mirado, no es más que un acto terrorista.
—¿Qué me quiere decir con eso, señor?
—Que a los directores de RD se les puso entre ceja y ceja que hay que liquidar al Comandante para instaurar la democracia en la isla, medida que nosotros no apoyamos por razones obvias.
—¿Entonces?
—Muy simple: hay que evitar que maten a Fidel Castro.
—¿Aunque sea el exilio cubano el que desea eliminarlo?
—Aunque sea el exilio.
—Son nuestros aliados históricos, señor.
—Estados Unidos no tiene aliados, Chuck, solo intereses.
—De acuerdo, señor. Pero ¿y mi tarea?
Pontecorvo se desprendió de los guantes mirando al oficial de la CIA. Morgan había estudiado en la Academia Naval de Annapolis, cursado estudios de política internacional y luego sorteado cum laude Fort Peary, el campo de adiestramiento de la agencia. Además, había recorrido Cuba como turista canadiense y desplegado una encomiable labor en la Venezuela de Chávez para el Directorio de Operaciones. Por su expediente destacado, su aspecto mediterráneo y su dominio del español y conocimiento de América Latina, era el hombre ideal para realizar la misión.
—Tu tarea es simple, Chuck —resumió Pontecorvo—. Consiste en proteger la vida del Comandante sin que nadie se entere nunca de ello, ni siquiera el resto de la CIA. Contarás con un reducido número de comandos que no conocerán necesariamente el sentido de la misión, fondos reservados ilimitados, y solo te reportarás ante mí. Si te descubren, no te defenderemos; es más, te acusaremos de mercenario. Esa es tu tarea. ¿Está clara?