La Habana
26 de febrero, 8.30 h
Cayetano Brulé desayunó en la cafetería del Sevilla y luego caminó hacia la Plaza de la Catedral con una idea fija en la cabeza: si esa noche, como suponía Morgan, el Comandante aparecería por primera vez en público después del fracaso de la conspiración Foros, entonces era posible que Esteban Lara se hallase aún en la isla para realizar el atentado. Y en ese caso acudiría ese mismo día al Cristóbal Colón, porque los asesinos profesionales, recordó, no vuelven al lugar del crimen, pero lo frecuentan con antelación.
Unos descamisados barrían a esa hora la Plaza de la Catedral, y era imposible llegar hasta el hotel porque unas rejas cerraban la calle Empedrado. Frente al portal del Cristóbal Colón estaban las graderías y en los techos divisó guardias armados. Era evidente que todo estaba listo para recibir al Comandante.
Sin embargo, estudiando el lugar, le pareció que no se adecuaba para un atentado. Era difícil imaginar a un francotirador en una ventana de aquellos edificios ocupados por familias pobres y numerosas. El asesino no tendría posibilidad alguna. Seguramente la escolta ya había allanado las viviendas y dispuesto guardias en las puertas y azoteas. Además, el Comandante, al descender de su carro, alcanzaría en segundos el interior del hotel. Nadie podría disparar y escapar del barrio en tan poco tiempo.
Deambuló por las calles aledañas con la esperanza de divisar a Lara. El Patio aún estaba cerrado y la Plaza de la Catedral desierta y fresca. Se marchó hacia el paseo Martí, donde ingresó al barullo de la Cafetería Prado y Animas y bebió café en una mesa que da hacia el paseo. Se acarició el bigotazo mientras contemplaba aburrido las colas, los almacenes vacíos, los buses llenos y los rostros de la gente.
Mientras vaciaba su café con la sensación de que la investigación no prosperaba, vio pasar delante suyo a un hombre de cara vagamente familiar, que le evocó parajes y climas lejanos. Lo siguió con la vista escrutando su rostro anguloso y fino, sin ver sus ojos ocultos detrás de los calobares curvos ni su cabellera disimulada por un sombrero. Se alejaba a paso rápido mezclado entre los transeúntes de la mañana llevando zapatillas, jeans, polera y una mochila a la espalda.
—¡Coño, coño! —exclamó Cayetano, posó la tacita de café sobre la mesa y salió disparado hacia la puerta de la cafetería repartiendo codazos y empujones. Tenía que llegar al paseo Martí antes de que Esteban Lara se le escapase.