Miami

26 de enero, 23.30 h

Fue en el vuelo nocturno de Lan Chile Miami-Santiago, cuando bebía una copa de oporto cómodamente sentado en el sillón-cama de primera clase y la nave rugía sobre Cuba en demanda del sur de América, que Cayetano Brulé se planteó la pregunta. ¿Qué ocurriría si al aterrizar se marchaba a su casa de Valparaíso desconociendo el acuerdo suscrito bajo chantaje con Chuck Morgan? Porque una cosa estaba clara, pensó mientras observaba a los cinco parlamentarios chilenos que conversaban en el pasillo de la nave premunidos de vasos de scotch, un acuerdo suscrito bajo esas condiciones carecía de valor alguno.

La aeromoza desplegó sobre su mesita un mantel de color burdeo y el servicio de plástico, y luego le sirvió una ensalada mixta con una vinagrette oscura, de aroma exótico. Los políticos comían en sus butacas y discutían a viva voz de una conferencia internacional sobre la pobreza a la que acababan de asistir en Nueva York. En una próxima vida, pensó Cayetano mirándolos de reojo, sería político. Ellos solo podían perder cada cuatro u ocho años, mientras tanto vivían a costa del erario público, con muchos privilegios y fuero, y no pasaban las vicisitudes de su sufrida actividad, donde las derrotas lo acechaban en cada recodo.

—¿Qué vino prefiere, señor? —le preguntó la aeromoza amable. Era una mujer atractiva y Cayetano se preguntó si era rubia natural o teñida, y por qué las mujeres latinoamericanas gustaban teñirse el pelo de rubio, no había nada más bello que una cabellera intensamente oscura, azabache.

Pidió un sauvignon blanc, que le pareció lo más adecuado para comenzar la cena y volvió a lo suyo. Tal vez lo mejor era llamar desde su casa a Chuck Morgan, decirle que se fuera al diablo con todos sus colegas y amenazarlo con que denunciaría el chantaje a la prensa. En verdad, el destino del dictador era un asunto que debían resolver los propios cubanos, los de dentro y del exilio; constituía una materia en la cual no debía inmiscuirse del modo en que se lo imponían. Sí, claro, por principio estaba en contra del asesinato como arma, no solo por un prurito de tipo moral, sino por el hecho evidente de que los países que se organizaban a partir de asesinatos políticos tardaban decenios en encontrar su propio equilibrio y caían en el círculo vicioso de la violencia. No, él tenía ahora todo claro: no permitiría que un chantaje dictara su vida. Miró por la ventanilla hacia lo que abajo debía ser América Latina y solo vio oscuridad pasmosa.

Bebió un sorbo largo del blanc, que estaba frío y seco, y concluyó que todo no había sido nada más que una trampa cruel para imponerle condiciones inaceptables. El maldito Tom Depestre no existía, ni tampoco la famosa asociación internacional de detectives privados, ni el congreso anual al que lo habían invitado. Todo aquello había sido una asquerosa jugarreta de Morgan para encerrarlo en aquella cárcel clandestina y obligarlo a trabajar para él. Pero se equivocaban si pensaban que con él se podía jugar de esa manera, ellos no lo conocían, no imaginaban de lo que era capaz y los recursos que desplegaría.

Tal vez si se atrevía a denunciar el asunto a la prensa pondría a la defensiva a Morgan. Y no es que él, Cayetano Brulé, fuese un iluso y pensara que podría batirse solo y con éxito contra la CIA, pero era evidente que al hacer público el chantaje de que era víctima perderían su interés en él como agente secreto y lo dejarían tranquilo, que era lo que anhelaba. A partir de ahora le daba lo mismo los reconocimientos a su labor detectivesca, los viajes al extranjero y los casos más rentables. Ahora lo único que deseaba era volver al desorden de su oficina de Valparaíso, a los tranquilos cafés de la ciudad y a sus amigos de siempre, sin olvidar a Débora, desde luego.

Tal vez le convenía informar de su situación a los políticos, porque necesitaba a su vez protección. La prensa denunciaría los hechos a la opinión pública, pero eran las autoridades las que podían garantizarle la seguridad. Giró disimuladamente la cabeza hacia los parlamentarios y los observó. Seguían comiendo y bebiendo mientras conversaban sobre un tour por Manhattan. Dos se habían despojado del vestón, en camisa y corbata proyectaban la imagen de ejecutivos modernos. Recordó que pertenecían a bancadas de gobierno y oposición, y que los había visto incriminándose ante las cámaras. Durante una campaña electoral el rubio de ojos claros se había disfrazado de indio aimara, el otro de Superman, y la elegante parlamentaria se presentaba en un afiche con el disfraz de la Mujer Maravilla. Ahora, a diez mil metros de altura y lejos de la televisión, parecían los alegres socios de una empresa en ascenso.

No, los parlamentarios no eran personas indicadas como aliados. Seguro les aterraría vérselas con una situación que podría restringirles el ingreso a Estados Unidos porque, bien vistas las cosas, ¿quién se atrevía ahora en el mundo a entrar en dimes y diretes con la única potencia mundial? Y había otro asunto peor, admitió, ¿cómo podría comprobar la denuncia? ¿Le creerían lo de Depestre y lo del congreso fantasma de Chicago, y lo de la cárcel secreta y que la CIA protegía la vida del Comandante? Probablemente lo tildarían de loco y se convertiría en el hazmerreír de todos.

Halcones de la noche
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