Puerto Montt
28 de enero, 9.00 h
Cayetano no pudo conciliar el sueño en la pensión de doña Carmela porque durante la noche el viento estuvo a punto de arrancar de cuajo la vivienda de alerce que se alzaba frente a la caleta de Angelmó. Por la mañana la lluvia continuaba cayendo a ramalazos sobre el techo de calamina, arañando las ventanas. Fue el desayuno, sin embargo, lo que hizo cambiar las cosas, porque en la cocina temperada por una estufa a leña, doña Carmela lo esperaba con café, pan amasado y arrollado fresco.
Aquella mañana el detective se había duchado en el baño de un galpón del patio trasero. Mientras se recortaba el bigote diciéndose que, seguramente, Constantino Bento había escapado a través de la puerta que conducía a las naves de Aeropuelche, las embarcaciones se mecían en Angelmó, más allá de los vidrios trizados de la ventana. Así son las cosas, resumió, en vez de despertar en el hotel más elegante de Puerto Montt, para lo cual le sobraban los recursos, amanecía calado de frío en aquella pensión llena de gatos y sin comodidades, y todo gracias a la niña de la cafetería del aeropuerto.
—¿Y no puedo dormir en tu casa, mejor? —le había preguntado la noche anterior a Greta, mientras se alejaban de El Tepual en su pequeño Hyundai internándose en la lluvia nocturna—. Me conformo con un sofá. Digo yo, para no molestar.
—Podría, pero hoy no.
—¿Por qué no?
El agua restallaba contra el limpiaparabrisas y los focos de los vehículos que viajaban en sentido contrario apenas permitían distinguir la carretera.
—Porque hoy no está mi madre. Anda en Temuco.
—Pero no sea desconfiada.
—No es que usted sea mala persona, pero no lo conozco, don Cayetano, y después la gente habla mal. Lo mejor es que lo deje donde doña Carmela, antes de que con tanto frío y lluvia usted se resfríe.
Y así había sido. En lugar de una velada romántica con Greta, había pasado una jornada en vela, sin siquiera el coraje para ir hasta el baño por temor al feroz temporal que soplaba por bosques y canales.
Mientras desayunaba se dijo que debía conversar con alguien de Aeropuelche. Seguro tenían allí registro de Bento. Debía proceder con tacto, sin demostrar demasiado interés. Frente a él, doña Carmela había preparado una ensalada de cochayuyo con cebolla y cilantro, y ahora limpiaba un salmón, que doraría al horno para el mediodía, porque estaba convencida de que no saldría ferry para la isla durante esa jornada.
—Me gustaría sobrevolar la zona en una avioneta —dijo Cayetano revolviendo el café insípido—. Claro que cuando amaine.
—Es precioso y caro —repuso la mujer. Debía estar en los setenta, tenía la cabellera cana y mirada de persona joven—. Todo se ve verde, a un lado está el mar, al otro los Andes con los volcanes nevados, y más allá Argentina.
—¿Conoce algún piloto por aquí?
—Al único que conozco es al Willy —dijo ella adobando el salmón sobre una cubierta de aluminio—. ¿Qué tal el pan? Lo amaso yo misma.
—Es el mejor pan que he comido, y el arrollado se deshace en la boca.
—Me levanto a amasarlo a las cinco de la mañana para mis huéspedes.
—¿Y el Willy es piloto de Aeropuelche? —preguntó Cayetano y le hincó de nuevo el diente al sandwich.
—Bueno, la verdad es que el Willy trabaja en el aeródromo cuidando avionetas, por eso le llaman «el piloto» en el barrio. Pero seguro que él le consigue un piloto nada abusivo.
—Me gustaría hablar con él.
—¿Y qué esperamos? Lo vamos a ver a su casa, entonces. Dudo que trabaje hoy. Pero desayune primero, que yo pondré a reposar el salmón y el cochayuyo, porque ese es el mayor secreto de la vida y la cocina: brindarle el debido reposo a las presas —dijo doña Carmela secándose con una sonrisa pícara las manos en el delantal.