La Habana
5 de enero, 23.30 h
Al general Horacio de la Serna le fascinaba contemplar las avenidas arboladas, los portones de fierro y las opulentas mansiones del reparto El Laguito, donde asistía ahora a un exclusivo agasajo gubernamental. Sin embargo, para él la existencia estaba regida por cosas simples y sentimientos claros. A los cincuenta años le bastaba el bungalow de concreto construido entre cocoteros y pinares, que ocupaba con su familia junto a una calle tranquila en el otro extremo de la ciudad. Un líder revolucionario, pensaba De la Serna, debía practicar la sencillez espartana del legendario Camilo Cienfuegos y sus guerrilleros de la primera hora, única forma de prevenir el apetito desenfrenado por el poder y la riqueza que consumía a tantos dirigentes del proceso.
—General, por favor —dijo alguien a su espalda—. Lo necesita el Comandante…
Se apartó de la rueda de oficiales y siguió al escolta de verde olivo por entre los invitados a la recepción. Franqueó una puerta vigilada por dos guardias con Browning hasta una sala amplia y fresca, en cuyo centro, sentados a una mesa circular, conversaban el Comandante y el ministro del Interior. Un débil haz de luz caía en diagonal sobre ellos, lo que a De la Serna le hizo evocar el óleo de Caravaggio que había admirado años atrás en una céntrica iglesia romana, durante una visita secreta a Italia. Desde la distancia el ministro le indicó que aguardase.
Ocupó el sillón desde el cual podía contemplar al Comandante: no era ya, desde luego, el barbudo joven y de rostro casi angelical que repetían millares de retratos suyos colgados a lo largo de toda la isla. Con la piel cerosa, la barba cana y las manos temblorosas a causa del Parkinson, el Comandante había perdido definitivamente el brillo de su mirada y la facilidad de la palabra, pero no su asombrosa habilidad para monopolizar el poder.
—Acércate —le ordenó al rato el ministro.
De la Serna vio que el Comandante carraspeaba con la vista fija en su President dorado como si lo apremiase otra cita o él fuera un fantasma. Al dirigirse a la mesa las piernas le flaquearon y tuvo la sensación de que subía a un escenario ante una platea oscura. Tomó asiento y posó las palmas sobre la superficie bruñida de la mesa de caoba mientras los pequeños ojos vidriosos del Comandante lo escrutaban inexpresivos.
—De la Serna —dijo el ministro—. Estás detenido.
Unas garras de hierro anclaron al general súbitamente a la silla. Intuyó que eran las manos de Azcárraga, el primer escolta del Comandante. La vista se le nubló y sintió que la cabeza estaba a punto de estallarle.
—Pero, ministro, por favor… —suplicó De la Serna.
Por respuesta escuchó el clic del seguro de una pistola junto a su sien izquierda, y luego sintió que lo despojaban con pericia de su Magnum de servicio. Vio al Comandante ponerse de pie lentamente, apoyado en sus manos finas, cubiertas de venas y lunares. Desde afuera se filtraba lejano el escándalo de la fiesta.
—Comandante, por favor… ¿De qué se me acusa?
—Lo sabes bien, De la Serna —repuso el ministro mientras la silueta del Comandante se desvanecía en las penumbras con las manos a la espalda y se apagaba el eco de sus botas sobre las baldosas—. Estoy hablando de la Operación Foros, la que tú dirigías.